Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
»Conozco las preguntas que cruzan por sus mentes. También cruzaron por la mía cuando me licencié. ¿Es que en la nave endocrónica no tenemos el equivalente de una máquina de tiempo? ¿Acaso no podemos mediante una apropiada adaptación del mecanismo endocrónico, adentrarnos deliberadamente un siglo en el futuro, realizar nuestras observaciones, y luego retroceder un siglo en el pasado para regresar finalmente al punto de partida? ¿O adelantar y atrasar mil años, o mil millones? O viceversa, ¿no podemos adentrarnos todo un siglo en el pasado y luego adelantar hacia el futuro hasta el punto de partida? ¿No podríamos ser testigos del nacimiento de la Tierra, de la evolución de la vida, de la defunción del Sol?
»Graduados, los percherones matemáticos nos dicen que esto crea paradojas y requiere demasiada energía para que resulte práctico. Pero yo les digo a ustedes: ¡Al diablo las paradojas! No podemos hacerlo por una muy simple razón. Las propiedades endocrónicas son inestables. Las moléculas que se embolsan en la dimensión temporal son altamente sensibles. Efectos relativamente pequeños provocan en ellas cambios que permiten retrocesos de los embolsamientos. Y aunque no hubiera ningún efecto, las vibraciones accidentales producen cambios que a su vez provocan tales retrocesos.
»En resumen, una nave endocrónica se vuelve lentamente isocrónica y se convierte en materia ordinaría sin extensión temporal. La tecnología moderna ha reducido enormemente el ritmo de desembolsamiento, y es posible que todavía lo reduzca más; pero la teoría nos dice que, hagamos lo que hagamos, nunca llegaremos a crear una molécula endocrónica realmente estable.
»Esto significa que la nave estelar tiene una vida limitada, como tal. Debe regresar a la Tierra mientras conserva la endocronicidad, cualidad que hay que restaurarle antes del viaje siguiente.
»Pues bien, ¿qué ocurre si uno regresa fuera de tiempo? Si no se está muy cerca del momento debido, uno no sabrá con certeza si la tecnología se habrá desarrollado lo suficiente para que pueda reendocronizar su nave. Quizá esté de suerte si se encuentra en el futuro; pero será, con toda seguridad, muy desafortunado si se halla en el pasado. Si, por desidia, o simplemente por falta de talento, retroceden un tiempo considerable en el pasado, no cabe duda de que quedarán atascados allá, porque no habrá manera de que nadie trate su nave de forma que la traiga de nuevo a una época que, para ustedes, entonces, será el futuro.
»Y quiero que tengan bien en cuenta, graduados —aquí se golpeó una mano con la otra, como para dar mayor énfasis a sus palabras—, que no hay ninguna época en el pasado con bastante atractivo como para que a un oficial astronauta civilizado le guste pasar la vida en ella. Sería posible que uno de ustedes quedara encallado, por ejemplo, en la Francia del Siglo VI, o, peor todavía, en la América del Siglo XX» Rechacen, pues, la tentación de experimentar con el tiempo.
»Pasemos ahora a otro punto al que es posible que se haya aludido, y nada más, durante sus días de estudio oficial, pero que, en cambio, tendrán que conocer en la realidad. Quizá se pregunten cómo es posible que un numero relativamente pequeño de lazos endocrónicos entre la materia, que es abrumadoramente isocrónica, puedan arrastrarla toda consigo. ¿Por qué un solo enlace endocrónico que se precipite hacia el agua ha de arrastrar un trillón de átomos con enlaces isocrónicos? Nos parece que esto no debería ocurrir; pero lo vemos así por la experiencia sobre la inercia que hemos reunido durante nuestra vida.
»Sin embargo, los movimientos hacia el pasado y hacia el futuro carecen de inercia. Si una parte de un objeto se mueve hacia el pasado o hacia el futuro, el resto del objeto la sigue, y a la misma velocidad. No existe ningún "factor masa". Por ello le resulta tan fácil al universo entero retroceder en el tiempo como a la sola nave avanzar… y a la misma marcha.
»Pero aún hay más. El efecto de "dilatación del tiempo" es el resultado de la aceleración de ustedes con respecto al universo en general. Lo aprendieron así en los primeros cursos, cuando abordaron la física relativista elemental. Forma parte del efecto inercial de la aceleración.
»Pero utilizando el efecto endocrónico, eliminamos el efecto de "dilatación del tiempo". Y si eliminamos este efecto, estamos eliminando, por así decirlo, aquello que lo produce. En resumen, cuando el efecto endocrónico equilibra exactamente el de dilatación del tiempo, se anula el efecto inercial de la aceleración.
»Pero no se puede anular un efecto inercial sin anularlos todos. Por ello la inercia queda anulada total y completamente y uno puede acelerar al ritmo que quiera sin siquiera darse cuenta. Una vez perfectamente sincronizado el efecto endocrónico, uno puede acelerar desde la posición de reposo con respecto a la Tierra hasta una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo aproximadamente, también respecto a la Tierra, en un intervalo que puede oscilar entre unas horas y unos minutos. Cuanto más talento y habilidad posean ustedes para manejar el efecto endocrónico, más rápidamente podrán acelerar.
»Ahora lo están experimentando, caballeros. A ustedes les parece que están sentados en un salón de actos de la superficie de la Tierra, y estoy seguro de que ninguno de ustedes ha tenido motivo ni ocasión para dudar de la verdad de dicha impresión. A pesar de lo cual es totalmente falsa.
»Se encuentran en un salón de actos, es cierto, pero no en la superficie del planeta Tierra; ya no. Ustedes… yo… todos nosotros… nos hallamos en una gran nave estelar que ha despegado en el preciso momento que yo empezaba este discurso y ha acelerado a un ritmo enorme. Mientras yo iba hablando hemos llegado a la periferia del sistema solar, y ahora regresamos.
»Ninguno de ustedes ha experimentado en ningún momento la sensación de que acelerásemos, ni por cambios de velocidad ni por cambios de dirección, y, por consiguiente, todos han presumido que continuaban en reposo con respecto a la superficie de la Tierra.
»De ningún modo, graduados. Han estado fuera, en el espacio, todo el rato que yo estuve hablando y, según mis cálculos, han pasado a unos tres millones doscientos mil kilómetros del planeta Saturno. Dentro de unos momentos volveremos a encontrarnos de regreso en la superficie de la Tierra. Como delicadeza especial, nos posaremos en el Puerto de las Naciones Unidas de Lincoln, Nebraska, y todos ustedes podrán disfrutar de las diversiones que les brinde la metrópolis durante el fin de semana.
»De paso, el mero hecho de que no hayamos notado ningunos efectos inerciales manifiesta lo bien que se ha correspondido el efecto endocrónico con el de dilatación del tiempo. Si hubiese habido alguna discordancia, aun pequeñísima, entre ambos, habrían sentido ustedes los efectos de la aceleración… y ése es otro motivo para no realizar experiencias con el tiempo.
»Recuérdenlo, graduados, una discordancia de sesenta segundos representa una notable torpeza, y una de ciento veinte segundos resulta inaceptable. Ahora estamos a punto de aterrizar. Teniente Prohorov, ¿quiere encargarse de los mandos en el cuarto de derrota y supervisar el aterrizaje?
Prohorov respondió vivamente:
—Sí, señor —y subió por la escalerilla del fondo del salón de actos, donde había estado sentado hasta entonces.
El almirante Vernon sonreía.
—Continúen todos en sus asientos. Nos hallamos en la trayectoria exacta. Mis naves se hallan siempre en la trayectoria exacta.
Pero en esto Prohorov volvió a bajar y echó a correr por el pasillo central en dirección al almirante. Al llegar junto a él, le habló en un susurro:
—Almirante, si esto es Lincoln, en Nebraska, aquí sucede algo anormal. Yo no veo más que indios, hordas de indios. ¿Indios en Nebraska, en la actualidad, almirante?
El almirante Vernon palideció, y en su garganta se produjo un sonido cascado. El hombre se encogió y se derrumbó, mientras los alumnos que se iban a graduar se ponían en pie indecisos. El alférez Peet había subido a la tribuna detrás de Prohorov, había cogido al vuelo sus palabras y ahora permanecía allí como fulminado.
Prohorov levantó los brazos.
—Todo marcha bien, damas y caballeros. Tómenlo con calma. El almirante ha sufrido un ataque momentáneo de vértigo, nada más. Suele ocurrirles, en los aterrizajes, a la personas de cierta edad.
Peet susurró con voz ronca:
—¡Pero estamos atascados en el pasado, Prohorov!
Prohorov enarcó las cejas.
—Claro que no. No has notado ningún efecto inercial, ¿verdad? No podemos llevar ni una hora de diferencia. Si el almirante tuviera el cerebro que corresponde a su uniforme, también se habría dado cuenta. ¡Si acababa de decirlo, por amor de Dios!
—Entonces, ¿por qué has dicho tú que ocurría algo anormal? ¿Cómo has dicho que ahí fuera hay indios?
—Porque ocurría, realmente, y porque los hay. Cuando el almirante Bobo recobre el conocimiento no podrá reprenderme. No hemos aterrizado en Lincoln, Nebraska, de manera que realmente ha ocurrido algo anormal. En cuanto a los indios…, si he leído bien los signos de tráfico, hemos descendido en las afueras de Calcuta.
Big Game
—He leído en los periódicos —dije apurando mi cerveza— que la nueva máquina del tiempo de Stanford ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció efectos nocivos.
Jack Trent asintió y dijo, muy serio:
—Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que ocurrió con los dinosaurios.
Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento.
Sonrió y se dirigió a Jack:
—Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue debido a los cambios climáticos. No es verdad. —Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de un trago.
Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos cervezas.
Jack miró a Hornby con solemnidad.
—¿Realmente inventó una máquina del tiempo?
—Fue hace mucho —Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso—. Mejor que la chapuza de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme.
—Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios?
—¿Por qué habría de serlo? —Nos lanzó una rápida mirada de soslayo—. El clima no los afectó durante millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca, mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? —Intentó chasquear los dedos a modo de burla, pero le salió mal y terminó murmurando—: ¡No es lógico!
—Y entonces, ¿qué pasó? —inquirí.
Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió.
—Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes!
—¿Los hombres de Marte? —sugerí—. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida.
De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado.
—Les digo que los vi —afirmó con violencia—. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar. Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro… y acabar con los demás?
Intervine:
—No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato.
Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los despropósitos.
Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa.
—Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que
eran
de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso? ¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban
todo
.
Luego insistió:
—Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron contarme su vida, pero no logré entender nada…, salvo que su gran diversión era la caza mayor.
—¿Cómo pudieron entenderse? —preguntó Jack—. ¿Por telepatía?
—Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces
supe
. Supe muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente
supe
. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día lo intentaré —sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica—. Me habría gustado quedarme más tiempo. Pude aprender muchas cosas —se encogió de hombros.
—¿Por qué no lo hizo? —pregunté.
—Era arriesgado —respondió—. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro —sonrió torcidamente—. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro. Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí.
—¿Cómo pudo irse?
—No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un cazador de leones. Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el ictiosaurio —no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir—, podía ser un trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron rápidos. Nosotros matamos cientos de millones en treinta años, ¿recuerdan?
Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo: