Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Qué tipo de belleza? —preguntó Gonzalo—. ¿Belleza artística? —y alzó la caricatura.
Reed rió.
—Formas menos discutibles de belleza, espero.
Extrajo un pañuelo del bolsillo interno del saco y, al desenvolverlo con cuidado sobre la mesa, expuso más o menos una docena de trozos de mineral centelleantes, de colores profundos.
—Todos los hombres están de acuerdo en la belleza de las joyas —dijo—. Es algo independiente del gusto subjetivo. —Alzó una piedrita color rojo profundo y las luces le arrancaron destellos.
James Drake carraspeó y dijo con el tono suave y ronco de costumbre:
—¿Siempre lleva esas cosas consigo?
—No, por supuesto que no —dijo Reed—. Sólo cuando quiero entretener o mostrar.
—¿En un pañuelo? —dijo Drake.
—Seguro, ¿por qué no? —estalló Rubín de inmediato—. Si lo asaltan, guardarlos en un cofrecito cerrado con llave no le serviría de nada. Sólo lograría perder también el valor del cofrecito.
—¿Alguna vez lo asaltaron? —preguntó Gonzalo.
—No —dijo Reed—. Mi mejor defensa es que se sabe que nunca llevo nada de valor encima. Me esfuerzo por hacer que eso se sepa lo más ampliamente posible, y también por justificarlo.
—No parece —dijo Drake.
—Estoy mostrando belleza, no valor —dijo Reed— ¿Les importaría pasarse esto entre ustedes, caballeros?
No hubo ningún movimiento inmediato y después Drake dijo:
—Henry, ¿quisieras cerrar la puerta con llave, por favor?
—De acuerdo, señor —dijo Henry, y lo hizo. Reed parecía sorprendido.
—¿Por qué cerrar la puerta con llave?
Drake carraspeó por segunda vez y apagó el despreciable resto de su cigarrillo con un pulgar y un índice manchados de nicotina.
—Me temo que, con el tipo de record que tenemos en nuestras cenas mensuales, estas cosas serán pasadas y desaparecerá una.
—Esa es una observación de mal gusto, Jim —dijo Avalon, ceñudo.
—Caballeros —dijo Reed—, no hay necesidad de preocuparse. Estas piedras pueden desaparecer todas sin que yo pierda mucho o algún otro gane algo. Dije que estaba mostrando belleza y no valor. Lo que estoy sosteniendo es un rubí, es cierto, pero sintético. Hay algunas otras piedras sintéticas y aquí tenemos un ópalo irreparablemente rajado. Otras están acribilladas de fallas. Serían inútiles para cualquiera y estoy seguro de que Henry puede abrir la puerta.
—No —dijo Halsted, tartamudeando apenas por la excitación reprimida—, estoy de acuerdo con Jim. Algo va a pasar, es el destino. Apostaría a que el señor Reed ha incluido algo de valor, tal vez por accidente, y que justo eso se perderá. Sencillamente no creo que podamos terminar una noche sin enfrentarnos con un problema.
—Esta vez no —dijo Reed—. Conozco cada una de estas piedras y, si gustan, las miraré otra vez. —Así lo hizo y después las empujó al centro de la mesa—. Simples baratijas que sirven para satisfacer el ansia innata del hombre por la belleza.
—¿Que sin embargo sólo los ricos pueden costearse? —gruñó Rubin.
—No es cierto, señor Rubin. No es cierto. Estas piedras no tienen un precio terrible, y hasta la joyería costosa se exhibe con frecuencia a todos los ojos… y hasta el propietario no puede hacer más que mirar lo que posee, aunque con mayor frecuencia que los demás. Las tribus primitivas podían fabricar adornos tan satisfactorios para ellos como lo es la joyería para nosotros con dientes de tiburón, colmillos de morsa, conchillas, o corteza de abedul. La belleza es independiente del material, o de las reglas estéticas fijas, ya mi modo yo soy su servidor.
—Pero usted prefiere vender las formas más costosas de belleza, ¿no es así? —preguntó Gonzalo.
—Muy cierto —dijo Reed—. Estoy sujeto a las leyes económicas, pero eso tuerce lo menos posible mi apreciación de la belleza, hasta donde me es posible.
Rubin sacudió la cabeza. Tenía la barba rala erizada y su voz, asombrosamente llena para alguien tan pequeño, se alzó apasionada:
—No, señor Reed, si usted se considera sólo un suministrador de belleza, está siendo hipócrita. Lo que usted vende es escasez. Un rubí sintético es tan bello como uno natural e imposible de distinguir químicamente. Pero el rubí natural es más raro, más escaso, más difícil de obtener, y en consecuencia más caro y buscado con más ansiedad por aquellos que pueden adquirirlo. Puede tratarse de belleza, pero es una belleza destinada a servir a la vanidad personal.
»Una copia de la “Mona Lisa”, correcta hasta la última resquebrajadura de pintura, es sólo una copia, que no vale más que cualquier mamarracho, y si hubiese mil copias, la pintura auténtica seguiría siendo invalorable porque sería el único original y reflejaría su carácter único sobre su propietario. Pero eso, como verá, no tiene nada que ver con la belleza.
—Es fácil quejarse de la humanidad —dijo Reed—. La escasez no aumenta el valor a los ojos de los vanidosos, y supongo que algo que sea lo bastante raro y, al mismo tiempo, notable alcanzaría un precio enorme aunque no hubiera belleza en él…
—Un autógrafo raro —murmuró Halsted.
—Sin embargo —dijo Reed con firmeza—, la belleza siempre es un factor de realce, y yo sólo vendo belleza. Algunas de mis mercancías también son raras, escasas, pero nada de lo que vendo, o me importa vender, es raro sin ser hermoso.
—¿Qué más vende además de belleza y escasez? —dijo Drake.
—Utilidad, señor —dijo Reed de inmediato—. Las joyas son un medio de almacenar riqueza compacta y permanente de un modo independiente de las fluctuaciones del mercado.
—Pero pueden robarse —dijo Gonzalo con tono acusador.
—Por cierto —dijo Reed—. Sus mismos valores (belleza, carácter compacto, permanencia) hacen que sean para un ladrón más útiles que cualquier otro objeto. El equivalente en oro sería mucho más pesado; el equivalente en cualquier otra cosa mucho más voluminoso.
—Latimer comercia en valores eternos —dijo Avalon, con una nítida sensación de gloria refleja por la profesión de su huésped.
—No siempre —dijo Rubin con bastante cólera—. Algunas mercancías del negocio de joyería tienen un valor sólo transitorio, porque la rareza puede desaparecer. Hubo una época en que podían usarse copas de oro en ocasiones moderadamente importantes pero, para la auténtica culminación de la vanidad, se exhibía el cristal tallado veneciano… hasta que los procesos de fabricación del vidrio mejoraron al extremo de que ese tipo de objetos bajó al quinto o décimo nivel.
»En la década de 1880, el Monumento a Washington fue recubierto con nada menos que aluminio y, en unos pocos años, el proceso Hall abarató el aluminio y logró que la capa del monumento fuera totalmente común. El valor también puede cambiar con el cambio de las leyendas. Mientras el alicorno (el cuerno del unicornio) tuvo fama de incluir propiedades afrodisíacas, los cuernos de los narvales y los rinocerontes fueron valiosos. Un pañuelo de tejido tieso que podía limpiarse arrojándolo a las llamas era invalorable por su mágica negativa a arder… hasta que se conocieron bien las propiedades de los asbestos.
»Cualquier cosa que se vuelve escasa por accidente (la primera edición de un libro sin ningún valor, escaso porque era sin ningún valor) se vuelve invalorable para los coleccionistas. Y la joyería sintética de todo tipo aún puede hacer que sus mercancías dejen de tener valor, señor Reed.
—Tal vez los bienes bellos individuales puedan perder parte de su valor —dijo Reed—, pero la joyería es sólo el material en bruto de lo que vendo. Queda aún la belleza de la combinación, del engarce, el trabajo individual y creativo del artesano. En cuanto a las cosas cuyo valor depende sólo de su escasez, no comercio con ellas; no comerciaré con ellas; no les tengo simpatía, no me interesan. Yo mismo poseo algunas cosas que son al mismo tiempo raras y hermosas (es decir, las poseo sin intención de venderlas) y espero que nada que sea feo y valorado sólo por su rareza. O casi nada, en todo caso.
Pareció advertir por primera vez que las joyas que había repartido un momento antes descansaban ante él.
—Ah, ¿han terminado, caballeros? —las atrajo hacia él con la mano izquierda—. Están todas, hasta la última. Sin omisiones. Sin sustituciones. Todas las necesarias. —Las miró individualmente—. Les mostré éstas, caballeros, porque hay algo interesante relacionado con cada una de ellas…
—Aguarde —dijo Halsted—. ¿A qué se refería cuando dijo “casi nada”?
—¿Casi nada? —dijo Reed, confundido.
—Usted dijo que no poseía nada sólo porque fuese raro. Después dijo “casi nada”.
El rostro de Reed se iluminó.
—Ah, mi amuleto. Lo tengo en alguna parte —buscó en el bolsillo—. Aquí está. Pueden mirarlo, caballeros. Es bastante feo, pero en realidad me molestaría más perder esto que cualquiera de las joyas que traje conmigo.
Le pasó el amuleto a Drake, que estaba sentado a su izquierda.
Drake lo hizo girar en sus manos. Era de dos o tres centímetros de ancho, con forma ovoide, negro y finamente agujereado.
—Es de metal —dijo—. Parece hierro meteórico.
—Por lo que sé es exactamente eso —dijo Reed. El objeto pasó de mano en mano y volvió a él.
—Es mi joya de hierro —dijo Reed—. Rechacé quinientos dólares por ella.
—¿Quién demonios ofrecería quinientos dólares por eso? —preguntó Gonzalo, visiblemente asombrado.
Avalon carraspeó.
—Supongo que un coleccionista de meteoritos podría hacerlo, si por cualquier motivo tuviese un interés científico especial. La verdadera pregunta, Latimer, es por qué diablos rechazaste la oferta.
—Oh —y Reed pareció pensativo por un momento—. No lo sé en realidad. Para ser desagradable, quizás. No me gustó el sujeto.
—¿El tipo que te ofreció el dinero? —preguntó Gonzalo.
—Sí.
Drake tendió la mano hacia el trozo de metal negro y, cuando Reed se lo dio por segunda vez, lo estudió con más esmero, haciéndolo girar una y otra vez.
—¿Sabe si esto tiene algún valor científico?
—Sólo por el hecho de ser meteórico —dijo Reed—. Lo llevé al Museo de Historia Natural y se interesaron en tenerlo para su colección si a mí me interesaba donarlo sin cargo. No quise, y no conozco la profesión del hombre que quiso comprarlo. No recuerdo muy bien el incidente (fue hace diez años) pero estoy seguro de que no me impresionó como un científico de ningún tipo.
—¿Nunca lo viste desde entonces? —preguntó Drake.
—No, aunque en esa época estaba seguro de que sí lo vería. Para ser francos, durante un tiempo se me ocurrieron las cosas más dramáticas. Pero no volví a verlo nunca. Sin embargo fue después de eso que empecé a usarlo como amuleto. —Lo colocó otra vez en el bolsillo—. Después de todo no hay muchos objetos tan poco atractivos por los que yo rechazaría quinientos dólares.
Rubin, ceñudo, dijo:
—Olfateo un misterio aquí…
—¡Por Dios, no tengamos misterio! —explotó Avalon—. Esta es una reunión social. Latimer, me aseguraste que no ibas a plantearnos ningún acertijo.
Reed parecía honestamente confundido.
—No estoy planteando ningún acertijo. En lo que me concierne, la historia no significa nada. Me ofrecieron quinientos dólares; los rechacé; y ahí termina todo.
Rubin alzó la voz indignado.
—El misterio consiste en el motivo de la oferta de quinientos dólares. Es un brote legítimo del interrogatorio y exijo el derecho de examinar la cuestión.
—¿Pero qué sentido tiene un examen? —dijo Reed—. No sé por qué él ofreció quinientos dólares a menos que creyese en la ridícula historia que contaba mi bisabuelo.
—Allí reside el valor del examen. Ahora sabemos que hay una ridícula historia relacionada con el objeto. ¿Cuál era la ridícula historia que contaba su bisabuelo?
—La historia de cómo el meteorito, suponiendo que eso fuera, llegó a pertenecer a mi familia…
—¿Quiere usted decir que es una herencia? —preguntó Halsted.
—Si algo sin el menor valor puede ser una herencia, lo es. En todo caso mi bisabuelo lo envió a casa desde el Lejano Oriente en 1856 con una carta que explicaba las circunstancias. Yo mismo vi la carta. No se las puedo citar palabra por palabra, pero puedo darles una idea del sentido.
—Adelante —dijo Rubin.
—Bueno: por empezar la década de 1850 fue la época del clíper en los mares, el Yankee Clipper, como saben, y los marinos norteamericanos vagaban por el mundo hasta que primero la Guerra Civil y después el continuo desarrollo del barco a vapor le pusieron punto final a los barcos a vela. Sin embargo, no tengo la intención de contar un cuento chino de marineros. No podría. No sé nada sobre naves y no podría distinguir un bauprés de una bitácora si es que las dos cosas existen. Sin embargo, lo menciono para explicar que mi bisabuelo (que llevaba mi nombre; o más bien cuyo nombre yo llevo) se las ingenió para ver mundo. Hasta allí la historia es concebible. Entre eso y el hecho de que también se llamaba Latimer Reed, cuando joven yo tenía tendencia a querer creer en él.
»Como saben, en aquellos días el mundo islámico estaba en gran parte cerrado para los hombres del Occidente cristiano. El Imperio Otomano aún incluía vastos territorios de los Balcanes y el difuso recuerdo de la época en que amenazaba a toda Europa seguía brindándole un eco de remoto poder. Y la propia Península árabe era, para el Occidente, una mezcla mística de sheiks y camellos del desierto.
»Como es lógico, la antigua ciudad de la Meca estaba cerrada para los que no fuesen musulmanes y una de las hazañas riesgosas que podía llevar acabo un europeo o un norteamericano era aprender árabe, vestirse como un árabe, desarrollar cierto conocimiento de la cultura y la religión musulmanas, y participar de algún modo en el ritual del peregrinaje a la Meca y volver para contar el cuento. Mi bisabuelo pretendía haberlo cumplido.
—¿Pretendía? —interrumpió Drake—. ¿Mentía?
—No sé —dijo Reed—. No tengo evidencias aparte de esa carta que envió desde Hong Kong. No había motivo aparente para mentir dado que no tenía nada que ganar con ello. Desde luego, simplemente puede haber querido divertir a mi bisabuela y destacarse ante ella. Había estado lejos de casa por tres años y se había casado sólo tres años antes de embarcarse. Y la leyenda familiar afirmaba que era una gran pareja de enamorados.
—Pero cuando regresó… —empezó Gonzalo.
—Nunca regresó —dijo Reed—. Cerca de un mes después de escribir la carta murió en circunstancias desconocidas y lo enterraron en algún lugar de ultramar. Como es lógico la familia sólo se enteró más tarde. Mi abuelo tenía sólo cuatro años cuando murió su padre y fue criado por mi bisabuela. Mi abuelo tuvo cinco hijos y tres hijas y soy el segundo hijo de su cuarto hijo y ésa es en pocas palabras la historia de mi familia.