Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
El rey Lisuarte como fue tornado a las tiendas de sus enemigos, siendo ya todos ellos destruidos, preguntó por los tres caballeros de las armas de las sierpes, mas no halló que en otra cosa le dijese sino que los vieran ir a más andar hacia la floresta. El rey dijo a don Galaor:
—Por ventura sería aquel del yelmo dorado vuestro hermano Amadís, que según lo que él hizo no podía ser otorgado a otro sino a él.
—Creed, señor —dijo Galaor—, que no es él, porque no pasan cuatro días que de él supe nuevas que está en Gaula con su padre y con don Florestán, su hermano.
—¡Santa María! —dijo el rey—, ¿quién será?
—No sé —dijo don Galaor—, pero quienquiera que sea. Dios le dé buena ventura que a grande afán y peligro ganó honra y prez sobre todos.
Estando en esto llegó el escudero y dijo al rey todo lo que le mandaron, y mucho le pesó cuando le dijo que iban a tal peligro como ya oísteis, mas si Amadís lo dijo burlando muy de verdad salió, como adelante se dirá. Así que los hombres siempre deberían dar buenas nuncias y hados en sus cosas, y el caballo que el escudero llevaba cayó delante del rey muerto de las grandes heridas que tenía. Aquella noche albergaron don Galaor y Agrajes y otros muchos de sus amigos en la tienda de Arcalaus, que muy rica y hermosa era, en la cual hallaron broslada de seda la batalla que con Amadís hubo, y cómo lo encantó y otras que había hecho.
Otro día, luego el rey partió el despojo por todos los suyos, y dio gran parte a las doncellas de la torre, y dando licencia a los que quisiesen a sus tierras ir, con los otros se fue a una villa, que Gandapa había nombre, donde la reina y su hija estaban. El placer que entre sí hubieron no es de contar, pues que cada uno según lo pasado puede pensar que tal sería.
Cómo los caballeros de las armas de las sierpes embarcaron para su reino de Gaula, y la fortuna los echó donde por engaño fueron puestos en gran peligro de la vida, en poder de Arcalaus el Encantador, y de cómo delibrados de allí embarcaron tornando su viaje, y don Galaor y Norandel vinieron acaso el mismo camino buscando aventuras, y de lo que les acaeció.
Algunos días holgaron en aquella floresta el rey Perión y sus hijos, y como el tiempo bueno y enderezado viesen, metiéronse luego a la mar en su galera, pensando ser breve en Gaula, mas de otra guisa les avino, que aquel viento fue presto trocado e hizo embravecer la mar, así que por fuerza les convino tornar a la Gran Bretaña, no a la parte donde antes estaban, sino a otra más desviada, y llegaron la galera al pie de una montaña que tocaba con la mar en cabo de cinco días de tormenta, e hicieron sacar sus caballos y armas, por andar por aquella tierra, en tanto que la mar asosegase y les viniese más enderezado viento, y sus hombres metiesen agua dulce en la galera que les había faltado, y desde que hubieron comido armáronse y cabalgaron y entraron por la tierra por saber dónde habían aportado y mandaron a los de la galera que los atendiesen. Llevaron tres escuderos consigo, pero Gandalín no iba allí, porque era muy conocido.
Así como oís subieron por un valle, encima del cual hallaron un llano, y no anduvieron mucho por él que hallaron cabe una fuente una doncella que a su palafrén a beber daba, vestida ricamente, y encima una capa de escarla que con hebillas y ojales de oro se abrochaba, y dos escuderos y dos doncellas con ella que le traían halcones y canes con que cazaba, y como ella los vio conociólos luego en las armas de las sierpes y fue haciendo gran alegría contra ellos, y como llegó saludólos con mucha humildad, haciendo señas que era muda; ellos la saludaron y parecióles muy hermosa y hubieron mancilla que fuese muda. Ella se llegaba al del yelmo dorado y abrazábalo y quería le besar las manos, y cuando allí una pieza estuvo convidábalos por señas que fuesen aquella noche sus huéspedes en un su castillo, mas ellos no la entendían; ella hizo señas a sus escuderos que se lo declarasen, y así lo hicieron. Ellos viendo aquella buena voluntad, y que era ya muy tarde, fuéronse con ella a salvarle, y no anduvieron mucho que llegaron a un hermoso castillo, teniendo a la doncella por muy rica, pues que de él era señora, y entrando en él hallaron gentes que le recibieron humildosamente, y otras dueñas y doncellas, que todas acataban a la muda como a señora. Luego les tomaron los caballos, y subieron a ellos a una rica cámara que sería veinte codos en alto de la tienda, y haciéndolos desarmar les trajeron ricos mantos que cubriesen; y desde que hubieron hablado con la muda y con las otras doncellas, trajéronles de cenar, y fueron muy bien servidos, y ellas se fueron a sus aposentamientos, mas no tardó mucho que luego volvieron con muchas candelas e instrumentos acordados para les dar placer, y cuando fue tiempo de dormir dejáronlos y fuéronse. En aquella cámara había tres camas muy ricas que la doncella muda mandara hacer, y pusiéronlas sus armas cabe cada cama. Ellos se acostaron y durmieron sosegadamente como aquéllos que trabajados y fatigados andaban, y aunque sus espíritus reposaban, no lo hacían sus vidas, según en el peligroso lazo en que metidos eran, que con mucha causa se puede comparar a las cosas de este mundo, que sabed que aquella cámara era hecha por una muy engañosa arte, que toda ella se sostenía sobre un estello de hierro hecho como un husillo de lagar cerrado en otro de madero que en medio de la cámara estaba y podíase bajar y alzar por debajo, trayendo una palanca de hierro alrededor, que la cámara no llegaba a pared ninguna. Así que cuando a la mañana despertaron halláronse en hondos otros veinte codos que en alto estaba cuando en ella entraron.
A esta doncella muda, hermosa, podemos comparar el mundo en que vivimos, que pareciéndonos hermoso sin boca, sin lengua, halagándolos, lisonjeándonos, nos convida con muchos deleites y placeres, con los cuales sin recelo alguno siguiéndole nos abrazamos, y perdiendo de nuestras memorias las angustias y tribulaciones que por albergue de ellas se nos aparejan después de las haber seguido y tratado, echámonos a dormir con muy reposado sueño, y cuando despertamos, siendo ya pasados de la vida a la muerte, aunque con más razón se debería decir de la muerte a la vida, por ser perdurable, hallámonos en tan gran hondura que ya apartada de nos aquella gran piedad del muy alto Señor, no nos queda redención alguna, y si estos caballeros la hubieran fue por ser aún esta vida, donde ninguno por malo, por pecador que sea debe perder la esperanza del perdón, tanto que dejando las malas obras siga las que son conformes al servicio de aquel Señor que se lo puede dar.
Pues tomando a los tres caballeros, cuando fueron despiertos y no vieron señal ninguna de claridad, y sentían cómo la gente del castillo sobre ellos andaba, mucho se maravillaron, y levantáronse de los lechos y buscando a tientas las puertas y las finiestras, halláronlas, pero metiendo las manos por ellas topaban en el muro del castillo. Así que luego conocieron que eran traídos a engaño.
Estando con gran pesar de se ver en tal peligro pareció suso a una finiestra de la cámara un caballero grande y membrudo, y el rostro había medroso y en la barba y cabeza más cabellos blancos que negros, y vestía paños de duelo; en la mano diestra tenía una lúa de paño blanco que al codo le llegaba, y dijo a una voz alta:
—¿Quién yace allá dentro? Que mal seáis albergados, que según el gran pesar que me habéis hecho así hallaréis la mesura y merced, que serán muy crueles y amargas muertes, y aun con esto no seré vengado, según lo que de vos recibí en la batalla del falso rey Lisuarte. Sabed que yo soy Arcalaus el Encantador, si me nunca visteis, ahora me conoced, que nunca ninguno me hizo pensar que de él no me vengase sino es de uno solo, que aún yo cuido tener donde vos estáis, y cortarles las manos por ésta que él me cortó, si yo antes no muero.
Y la doncella que cabe él estaba, dijo:
—Buen tío, aquel mancebo que allí está es el que traía el yelmo dorado, y tendió la mano contra Amadís.
Cuando ellos vieron que aquél era Arcalaus fueron en gran pavor de muerte y por extraña cosa tuvieron ver hablar a la doncella muda que vos allí trajera, y saber que esta doncella se llamaba Dinarda, y era hija de Ardán Canileo, y era muy sutil en las maldades y viniera a aquella tierra y hacer por algún arte matar a Amadís y por ello se hacía muda.
Arcalaus les dijo:
—Caballeros, yo os haré ante mí tajar las cabezas y enviarlas he al rey Arábigo, en alguna enmienda de lo que le deservísteis.
Y tiróse de la finiestra, y mandóla cerrar, y quedó la cámara tan oscura que no se veían unos a otros.
El rey Perión les dijo:
—Mis buenos hijos, esto en que somos nos muestra las grandes mudanzas de la fortuna. ¿Quién pudiera pensar que siendo escapados de una tal batalla do tantos caballeros, donde tantos peligros pasamos con tanta fama, con tanta gloria, que por una flaca doncella sin lengua y sin habla engañados de tal forma fuésemos? Por cierto, maravillosa cosa sena a aquéllos que en las mundanales y perecederas cosas ponen su esperanza sin se les acordar cuán poco vales y en cuán poco aprecio deben de ser tenidas. Pero a nosotros, que muchas veces por la experiencia lo hemos ya ensayado, no se nos debe hacer extraño ni grave, porque siendo nuestro principal oficio buscar las aventuras, así las buenas como las contrarias, conviene de las tomar como vinieren, y poniendo nuestras fuerzas en el remedio de ellas lo restante donde ellas no bastaren dejarlo a aquel alto Señor, en quien el poder es entero, así que hijos, dejando aparte el gran dolor que la humanidad nos acarrea de haber vosotros de mí, y yo más de vosotros, a él dejemos que como más su servicio sea ponga el remedio.
Los hijos que en más tenían la piedad del padre que la afrenta ni peligro en que estaban cuando aquel tan gran esfuerzo en él sintieron, mucho fueron alegres, e hincados los hinojos le besaron las manos, y él les echó su bendición. Así como oís pasaron aquel día sin comer y sin beber. Y desde que Arcalaus cenó y pasó ya parte de la noche, vínose a la finiestra donde ellos estaban con dos hachas encendidas y Dinarda y dos hombres ancianos con él, y mandándola abrir, dijo:
—Vos, caballeros, que allá yacéis, cuido que comierais si tuvieseis qué.
—De grado —dijo don Florestán—, si nos lo mandaseis dar.
Él dijo:
—Si en voluntad lo tengo, Dios me la quite, pero porque del todo no quedéis desconsolados en enmienda de la comida os quiero decir unas nuevas. Sabed cómo ahora, después que fue noche vinieron a la puerta del castillo dos escuderos y un Enano, que preguntaban por los caballeros de las armas de las sierpes, y mandólos prender y echar en una prisión, que ende debajo tenéis, de éstos sabré mañana quien sois o los haré cortar miembro a miembro.
Sabed que esto que Arcalaus les dijo, era allí verdad, que los de la galería viendo que tardaba y tenían el tiempo enderezado para navegar, acordaron que los buscase Gandalín y el Enano y Orfeo, el repostero del rey, y a éstos tenían en la prisión, como es dicho.
Mucho les pesó al rey y a sus hijos de estas nuevas, porque muy peligrosas eran. Amadís respondió a Arcalaus diciendo:
—Bien cierto soy yo que después que sepáis quién somos, que no nos haréis tanto mal como antes, porque como vos seáis caballeros y hayáis pasado por muchas cosas no tendréis a mal lo que nosotros hicimos en ayudar a nuestros amigos sin ninguna fealdad, y así lo hiciéramos. siendo de vuestra parte, y si alguna bondad en nosotros. hubo por eso deberíamos ser en más tenidos y hecha más honra. Lo cual al contrario, dentro en la batalla merecíamos, mas teniéndonos así presos y tratarnos de tal manera, no hacéis en ello cortesía.
—¿Quién se pusiese con vos en disputa sobre eso?, dijo Arcalaus.
—La honra que vos yo, haré será la que haría a Amadís de Gaula si ahí lo tuviese, que es el hombre del mundo que yo peor quiero y de quien más me querría vengar.
Dinarda dijo:
—Tío, como quiera que las cabezas de estos enviéis al rey Arábigo, entretanto no los matéis de hambre, sostenerles las vidas porque con ella mayor pena sostengan.
—Pues que así os parece, sobrina —dijo él—, yo lo haré.
Y díjoles entonces:
—Caballeros, decidme en vuestra fe cual os aqueja más, el hambre o la sed.
—Pues que hemos de decir verdad —dijeron ellos—, aunque el comer era más conveniente, primero la sed nos aqueja mucho.
—Entonces —dijo Arcalaus a una doncella—, sobrina, echadles una empanada de tocino, porque no digan que no acorro a su menester.
Y fuese de allí y todos los otros. Aquella doncella vio a Amadís tan apuesto, y sabiendo las grandes caballerías que en la batalla hiciera, que era mucho movida a piedad de él y de los otros, y luego puso en un cesto un barril de agua y otro de vino y la empanada, y colgándolo por una cuerda se lo dio diciendo:
—Tomad esto, y tenédmelo poridad, que si yo puedo no lo pasaréis mal.
Amadís se lo agradeció mucho, y ella se fue. Con aquello cenaron y acostáronse en sus camas, y mandaron a sus escuderos que allí con ellos estaban, que tuviesen las armas en tal parte donde las hallasen, que si de hambre no morían, de otra manera ellos venderían bien sus vidas.
Gandalín y Orfeo y el Enano fueron metidos en la prisión, que era de suyo de aquel sobrado donde sus señores estaban, y hallaron ahí una dueña y dos caballeros, el uno que era su marido y ya de días, y el otro su hijo asaz mancebo, y había un año que allí estaban, y hablando unos con otros, dijo Gandalín cómo viniendo en busca de los tres caballeros de las armas de las sierpes, los han prendido:
—¡Santa María! —dijo el caballero—, sabed que ellos que decís fueron en este castillo muy bien recibidos, y estando durmiendo entraron aquí cuatro hombres, y trayendo alrededor esta palanca de hierro que aquí veis, bajaron con ella este sobrado, así que han recibido gran traición.
Gandalín, que muy avisado era, entendió luego que su señor y los otros estaban allí y el peligro grande de muerte en que estaban, y dijo:
—Pues que así es, trabajémonos de lo subir suso, sino ellos ni nosotros nunca saldremos de aquí, y creed que si ellos se salvan, que nosotros seremos libres.
Entonces el caballero, su hijo de una parte y Gandalín y Orfeo de la otra, comenzaron a rodear la palanca así que el sobrado comenzó luego a subir, y el rey Perión que no dormía sosegado más con cuita de sus hijos que de sí, sintiólo luego y despertólos y dijoles:
—Veis cómo el sobrado se alza no sé por cuál razón.