Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Señor, veis allí el mejor caballero que después de don Galaor yo sé, y sabed que don Florestán vuestro hijo es.
El rey fue muy alegre que lo nunca viera, y sabía su gran fama, y anduvo más que antes, pero llegado don Florestán apeóse del caballo, e hincados los hinojos, quiso besar el pie al rey, mas el rey lo levantó y diole la mano y besólo en la boca. Entonces lo llevaron consigo al palacio, e hiciéronlo desarmar y lavar su rostro y sus manos, y Amadís le hizo vestir una paños suyos muy ricos y bien hechos, que hasta entonces no se vistieran, y como era grande de cuerpo y bien tallado y hermoso de rostro, parecía tan bien que pocos hubiera que tan apuestos como él pareciesen. Así lo llevaron a la reina, que de ella y de su hija Melicia fue con tanto amor recibido como lo fuera cualquiera de sus hermanos, que en no menos le tenían, según los hechos en armas porque había pasado que de él se sabían, y hablando con él en algunas de ellas, él respondía como caballero cuerdo y bien criado. Preguntáronle, pues de la Gran Bretaña venía, por qué cosa era aquello de los reyes de las penÍnsulas y de sus compañías. Don Florestán les dijo:
—Eso sé yo bien cierto, y creed, señores, que el poder de aquellos reyes es tan grande y de tan extraña y fuerte gente, que creo yo que el rey Lisuarte no podrá valer a sí ni a su tierra, de que no nos debe mucho pesar, según las cosas pasadas.
—Hijo, don Florestán —dijo el rey—, yo tengo al rey Lisuarte por lo que de él me dicen en tal posesión, así de esfuerzo como de las otras buenas maneras que el rey debe tener, que saliera de esta afrenta con la honra que de las otras no ha salido, y puesto que al contrario fuese, no nos debe placer de ello, porque ningún rey debe ser alegre con la destrucción de otro rey, si él mismo no le destruye por legítimas causas que a ello le obligasen.
Así estuvieron allí una pieza, y el rey se acogió a su cámara. Amadís y don Florestán a la suya, y cuando solos estaban, Florestán dijo:
—Señor, yo os viene demandar por vos decir una cosa que he oído por todas las partes donde anduve, de que gran dolor mi corazón siente, y no os pese de lo oír.
—Hermano —dijo Amadís—, toda cosa por vos dicha he yo placer de la oír, y si es tal que deba ser castigada, con vuestro acuerdo así lo haré.
Don Florestán dijo:
—Creed, señor, que profazan de vos todas las gentes, menoscabando vuestra honra, pensando que con maldad habéis dejado las armas, y aquello para que señaladamente extremado todos nacisteis.
Amadís le dijo riendo:
—Ellos piensan de mí lo que no deben, y de aquí adelante se hará de otra guisa y de otra guisa lo dirán.
Aquel día pasaron con mucho placer con la venida de aquel caballero, al cual muchas gentes ocurrieron por le ver y hacer honra. La noche venida acostáronse en ricos lechos y Amadís no podía dormir pensando en dos cosas. La una en hacer tanto aquel daño en armas que lo contrario se purgase. Y la otra qué haría en aquella batalla que se esperaba que según la grandeza de ella no podía él sin gran vergüenza excusarse no ser en ella, pues ser contra el rey Lisuarte su señora se lo defendía, y ser en su ayuda defendíalo la razón, según le fuera desagradecido y había malparado a los de su linaje, pero en la fin determinóse de ser en la batalla en la ayuda del rey Lisuarte por dos cosas. La una porque su gente era mucho menos que los contrarios, y la otra porque siendo vencidos perdíase la tierra que de su señora Oriana había de ser.
Otro día en la mañana, Amadís tomó consigo a Florestán y fuese a la cámara del rey su padre, y mandando salir a todos les dijo:
—Señor, yo no he dormido esta noche pensando en esta batalla que se apareja entre aquellos reyes de las ínsulas y el rey Lisuarte, que como ésta será una cosa señalada todos los que armas traen debían ser en tan gran cosa como ésta será de la una o de la otra parte, y como yo haya estado tanto tiempo sin ejercitar mi persona y con ello haya cobrado tan mala fama, como vos, hermano, sabéis, en fin de mi cuidado determiné ser en ella y de la parte del rey Lisuarte, no por le tener amor, más por dos cosas que ahora oiréis. La primera por tener menos gente a que todo bueno debe socorrer, y la segunda porque mi pensamiento es de morir allí o hacer más que en ninguna parte donde me hallase y de la parte contraria del rey Lisuarte fuese, está en ella Galaor y don Cuadragante y Brián de Monjaste, que cada uno de éstos según su bondad tendrán este mismo pensamiento y no pudiendo excusar de encontrar conmigo, ver que de esto podrá redundar no otra cosa, sino su muerte o la mía, pero mi ida será tan encubierta que a todo mi poder no seré conocido.
El rey le dijo:
—Hijo, yo soy amigo de los buenos y como sepa ser este rey que decís uno de ellos, siempre mi voluntad fue aparejada de le honrar y ayudar en lo que pudiese, y si de ello por ahora soy apartado, ha sido por estas diferencias que con vos y vuestros amigos ha tenido, y pues que vuestra intención es tal, también quiero ser en su ayuda, y ver las cosas que allí se harán. Pésame que el negocio es tan breve que no podré llevar la gente que querría, pero con la que pudiere haber iremos.
Oído esto por don Florestán estuvo una pieza cuidando y después dijo:
—Señor, es acordándoseme de la crudeza de aquel rey y como nos dejara morir en el campo si por don Galaor no fuera y de la enemistad que sin causa nos tiene, no hay en el mundo cosa porque mi corazón fuese otorgado a le ayudar, pero dos cosas que al presente me ocurren hacen que mi propósito mudado sea. La una es querer vosotros, señores, a quien yo de servir tengo ser en su ayuda, y la otra que al tiempo que don Galvanes con el pleito cuando la Ínsula de Mongaza le fue entregada, asentamos treguas por dos años, así que pues yo no le puedo de servir, conviene que mal de mi grado le sirva. Y quiero ir en vuestra compañía, que siempre en gran congoja mi ánimo sería si tal batalla pasase sin que yo en ella fuese en cualquiera de las partes.
Amadís fue muy alegre de cómo se hacía todo a su voluntad y dijo al rey:
—Señor, por mucha gente se debe contar vuestra sola persona, y nosotros que os serviremos, solamente queda en dar orden como encubiertos vamos y con armas señaladas y conocidas que nos guíen y a que socorremos podamos, que si más gente llevaseis imposible sería nuestra ida ser secreta.
—Pues que así os parece —dijo el rey—, vamos a la mi cámara de las armas y tomemos de ellas las más olvidadas y señaladas que allí halláremos.
Entonces, saliendo de la cámara entraron en un corral donde había unos árboles, y siendo debajo de ellos vieron venir una doncella ricamente vestida y en un palafrén muy hermoso, y tres escuderos con ella y un rocín con un lío encima de él. Llegó al rey después que los escuderos la apearon y saludólos, y el rey la recibió muy bien, y díjole:
—Doncella, ¿queréis a la reina?
—No —dijo ella—, sino a vos y a esos dos caballeros, y vengo de parte de la dueña de la Ínsula no Hallada y os traigo aquí unos dones que os envía, por ende mandar apartar toda la gente y mostrároslos he.
El rey mandó que se tirasen afuera.
La doncella hizo a sus escuderos desliar el lío que el palafrén traía y sacó de él tres escudos, el campo de plata, y sierpes de oro por él tan extrañamente puestas, que no parecían sino vivas, y las orlas eran de fino oro con piedras preciosas. Y luego sacó tres sobreseñales de aquella misma obra, que los estudos y tres yelmos diversos unos de otros, el uno blanco el otro cárdeno y el otro dorado. El blanco con el escudo, y su sobreseñal dio al rey Perión, y el cárdeno a don Florestán, y el dorado con el otro a Amadís, y díjole:
—Señor Amadís, mi señora os envía estas armas que lo habéis hecho después que en esta tierra entrasteis.
Amadís hubo recelo que descubriera la causa de ello, y dijo:
—Doncella, decid a vuestra señora que en más tengo ese consejo que me da que las armas, aunque son ricas y hermosas, y que a todo mi poder así como ella lo manda lo haré.
La doncella dijo:
—Señores, estas armas os envía mi señora, porque por ellas en la batalla conozcáis y ayudéis donde fuere menester.
—¿Cómo supo vuestra señora —dijo el rey— que seríamos en la batalla que aún nosotros no lo sabemos?
—No sé —dijo la doncella—, sino que me dijo que a esta hora os hallaría juntos en este lugar, y que aquí os diese las armas.
El rey mandó que le diesen de comer y le hiciesen mucha honra. La doncella, desde que hubo comido, partió luego a la Gran Bretaña, donde la mandaban ir. Amadís como tal aparejo de armas vio, aquejábase mucho por la partida, con recelo que la batalla se daría sin que él en ella se hallase, y conocido esto por el rey su padre mandó secretamente que una nave fuese aderezada, en la cual con achaque de ir a monte una noche a la medianoche entrados en ella sin ningún entrevalo pasaron en la Gran Bretaña, aquella parte donde antes sabía que los siete reyes eran arribados, y pasaron en una floresta entre espesas matas, donde sus hombres les armaron un tendejón, y de allí enviaron un escudero que supiese lo que hacían los siete reyes, y en qué parte estaban, que pugnase por saber en qué día se daría la batalla, y allí mismo enviaron una carta al rey del rey Lisuarte para don Galaor, como que de Gaula se la enviaban, y que de palabra le dijese cómo ellos quedaban en Gaula todos tres, que le rogaban mucho que en pasando la batalla les hiciese saber de su salud, esto hacían por ser más encubiertos.
El escudero volvió otro día tarde, y díjoles que la gente de los reyes no tenía número y que entre ellos había muy extraños hombres y de lenguajes desvariados, y que tenían cercado un castillo de unas doncellas cuyo era, y aunque el castillo muy fuerte era, ellas estaban en gran fatiga según oyera decir, y que andando por el real viera a Arcalaus el Encantador que iba hablando con dos reyes y diciendo que convenía darse la batalla en cabo de seis días, porque las viandas serían malas de haber para tanta gente. Así estuvieron en aquel albergue viciosos y con mucho placer, matando de las aves con sus arcos que a una fuente que cerca de sí tenían venían a beber, y aun algunos venados, al cuarto día llegó el otro mensajero y díjoles:
—Señores, yo dejo a don Galaor muy bueno y esforzado, tanto que todos se esfuerzan con él y cuando le dije vuestro mandado y que quedabais todos tres en Gaula juntos, las lágrimas le vinieron a los ojos y suspirando dijo: "¡Oh, señor, si a vos pluguiera que así juntos fueran en esta batalla de parte del rey como sabían perdiera todo pavor", y díjome: "Si de la batalla vivo saliese, que luego os haría saber de su hacienda y de todo lo que pasase".
—Dios le guarde —dijeron ellos—, y ahora nos decid de la gente del rey Lisuarte.
—Señores —dijo él—, muy buena compañía trae y de caballeros muy señalados y conocidos, pero con la de los contrarios muy poca dicen que es, y el rey será estos dos días a vista de sus enemigos, por socorrer las doncellas que están cercadas.
Y así fue que el rey Lisuarte vino con sus gentes y puso en un monté a media legua de la vega donde sus enemigos estaban, donde se veían los unos a los otros, pero bien serían dos tantos la gente de los reyes, allí estuvo aquella noche aderezando todas sus armas y caballos para darles la batallar otro día. Ahora sabed que los seis reyes y otros grandes señores hicieron aquella noche homenaje al rey Arábigo de tenerle en aquella afrenta por mayor, y guiarse por su mandado, y él les juró de no tomar más parte de aquel reino que cualquiera de ellos, solamente quería para sí la honra y luego hicieron pasar toda su gente un río que entre ellos y el rey Lisuarte estaba, así que se pusieron muy cerca de él. Otro día de mañana armáronse todos y paráronse delante del rey Arábigo tan gran número de gente y tan bien armados, que no tenían a los contrarios en tanto como nada y decían que pues el rey les osaba dar batalla, que la Gran Bretaña suya era. El rey Arábigo hizo de su gente nueve haces, cala una de mil caballeros; pero en la suya había mil y quinientos, y diolas a los reyes y otros caballeros y puso las unas y las otras muy juntas. El rey Lisuarte mandó a don Grumedán, y a don Galaor, y a don Cuadragante y Angriote Destravaus que repartiese sus gentes y las parasen en el campo como había de pelear, que éstos sabían mucho en todo hecho de armas, y luego descendió del monte por el recuesto ayuso a ponerse en lo llano, y como era a tal hora que salía el sol, hería en las armas y parecían tan bien y tan apuestos que aquéllos sus contrarios que de ante en poco los tenían, de otra manera los juzgaba. Aquellos caballeros que os digo hicieron de la gente cinco haces, y la primera hubo don Brián de Monjaste con mil caballeros de España que lo aguardaban que su padre enviaría al rey Lisuarte. Y la segunda tuvo el rey Cildadán con su gente y con otra que le dieron. La tercera tuvo don Galvanes y Cavarte, su sobrino, que allí viniera por amor de él y de los amigos que allí eran más que por servir al rey. En la cuarta iba Giontes, sobrino del rey con asaz de buenos caballeros. La quinta llevaba el rey Lisuarte, en que había dos mil caballeros, y rogó y mandó a don Galaor y a don Cuadragante y Angriote Destravaus y a Gayarte de Valtemeroso y Agrimón el Valiente que le guardasen y mirasen por él, y por esta causa no les daba cargo de gente.
Así como oís, en esta orden movieron por el campo muy paso los unos contra los otros. Mas a esta sazón eran ya llegados a la vega el rey Perión y sus hijos Amadís y Florestán con sus hermosos caballos y con las armas de las sierpes, que mucho con el sol resplandecían, y veníanse derechos a poner entre los unos y los otros blandiendo sus lanzas con unos hierros tan limpios que lucían como estrellas, e iba el padre entre los hijos. Mucho fueron mirados de ambas partes y de grado los quisiera cada una de ellas de su parte, mas ninguno sabia a quién querían ayudar ni los conocían, y ellos como vieron que la haz de Brián de Monjaste iba por juntarse con los enemigos, pusieron las espuelas a los caballos y llegaron cerca de la seña de Brián de Monjaste y luego se volvieron contra el rey Targadán, que contra él venían. Alegre fue don Brián con su ayuda, y aunque no los conocía y cuando vieron que era tiempo fueron los tres a herir en la haz de aquel rey Targadán tan duramente que a todos ponían gran pavor, de aquella ida irió el rey Pedís hirió a Abdasián el Bravo que no puso en tierra y entróle por el pecho una parte del hierro de la lanza. Amadís hirió a Abdasian el Bravo que no le prestó armadura, y pasó la lanza de un costado a otro y cayó como hombre de muerte. Don Florestán derribó a Carduel a los pies del caballo y la silla sobre él, aquestos tres como los más preciados de aquella haz vinieron delante por se combatir con los de las sierpes, y luego pusieron por aquella haz primera, derribando cuantos ante sí hallaban, y dieron en la otra segunda, y cuando allí se vieron enmedio de entrambas allí pudierais ver las sus grandes maravillas que con las espadas hacían tanto que de la una ni otra parte no había hombre que a ellos se negase, y tenían debajo de sus caballos más de diez caballeros que habían derribado, pero al fin, como los contrarios viesen que no eran más de tres, cargaban ya sobre ellos de todas partes con grandes golpes, así que fue bien menester la ayuda de don Brián de Monjaste, que llegó luego con los sus españoles, que era fuerte gente y bien cabalgada y entraron tan recio por ellos derribando y matando y de ellos también muriendo y cayendo por el suelo que los de las sierpes fueron socorridos, y los contrarios tan afrentados que por fuerza llevaron aquellas dos haces hasta dar en la tercera, y allí fue muy gran prisa y gran peligro de todos, y murieron muchos caballeros de ambas partes; pero lo que el rey Perión y sus hijos hacían, no se puede contar. La revuelta fue tan grande que el rey Arábigo temió que los mismos suyos que se habían retraído harían huir a los otros y dio grandes voces a Arcalaus que hiciese mover todas las haces y rompiesen de golpe, así se hizo que todos rompieron juntos y el rey Arábigo con ellos, mas no tardó que lo mismo se hiciese por el rey Lisuarte. Así que las batallas todas fueron mezcladas y las heridas fueron tantas y las voces y el estruendo de los caballeros que la tierra temblaba y los valles reteñían. A esta hora el rey Perión, que muy bravo andaba en los delanteros, metióse tan de rondón por ellos que se hubiera de perder; mas luego fue socorrido de sus hijos, que muchos de los que le herían fueron por ellos muertos, y decían las doncellas desde la torre a voces: