Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—¡Ea, caballeros, que el del yelmo blanco lo hace mejor!— pero en este socorro fue el caballo de Amadís muerto y cayó con él en la mayor prisa, y los de su padre y hermanos mal heridos, y como a pie le vieron y con tan gran peligro descabalgaron de los suyos y pusiéronse con él.
Allí cargó mucha gente por matarlos y otros por socorrerlos, pero en gran peligro estaban que si no fuera por los duros y crueles golpes de que herían, que se no osaban a ellos llegar fueran muertos, y como el rey Lisuarte anduviese discurriendo por las batallas a un cabo y a otro con aquéllos sus siete compañeros que ya oístes, vio a los de las sierpes en tan gran afrenta, y dijo a don Galaor y a los otros:
—Ahora, mis buenos amigos, parezca vuestra bondad, socorramos aquéllos que tan bien nos ayudan.
—Ahora, a ellos —dijo don Galaor.
Y entonces hirieron de las espuelas a sus caballos y entraron por medio de aquella gran prisa hasta llegar a la seña del rey Arábigo, el cual daba voces esforzando los suyos, y el rey Lisuarte iba tan bravo y aquélla su muy buena espada en la mano, y daba tantos y tan mortales golpes, que todos eran espantados de verlo y sus guardadores apenas lo podían seguir, y por mucho que lo hirieron no pudieron tanto resistir que él no llegase a la seña y la no sacase por fuerza de las manos del que la tenía, y echándola a los pies de los caballos dijo a grandes voces:
—¡Clarencia, Clarencia, que yo soy el rey Lisuarte! —que éste era su apellido.
Tanto hizo y tanto duró entre sus enemigos que matáronle el caballo y cayó, de que fue muy quebrantado, así que los que le guardaban no le podían subir en otro, mas llegaron luego allí Angriote y Antimón el Valiente y Landín de Fajarque; descendiendo de su caballo le pusieron a él en el de Angriote a mal de su grado de los enemigos, con ayuda de aquéllos que lo aguardaban, y como quiera que mal herido y quebrantado estuviese, no se partió de allí hasta que cabalgaron Arcamón y Landín de Fajarque y trajeron otro caballo a Angriote de los que el rey mandara andar por la batalla para socorrerse de ellos.
Aquella hora que esto acaeció quedó todo el hecho de la batalla y afrenta en don Galaor y Cuadragante, y allí mostraron bien su gran valentía en sufrir y dar golpes mortales, y sabed que si por ellos no fuera que con su gran esfuerzo destruyera la gente que el rey Lisuarte y los que con él eran estaban a pie, se vieran en gran peligro y las doncellas de la torre daban voces diciendo que aquellos dos caballeros de las divisas de las flores llevaban lo mejor, pero ni por eso no se pudo excusar que la gente del rey Arábigo en aquella sazón no tuviese la mejoría y cobraban campo reciamente, y la causa principal de ello fue que entraron de refresco dos caballeros de tan alto hecho de armas y tan valientes, que con ellos cuidaban vencer a sus enemigos, porque pensaban que a la parte del rey Lisuarte no había caballero que les tuviese campo; el uno había nombre Brontajar Dafania y el otro Argomades de la Ínsula Prófuga. Éste traía armas verdes y palomas blancas sembradas por ellas, y Brontajar de veros de oro y colorado, y como fueron en la batalla parecían tan grandes que los yelmos y los hombros mostraban sobre todos, y cuanto las lanzas les tiraron les quedó caballero en la silla, y como quebradas fueron metieron mano a sus espadas grandes y descomunales. ¿Qué os diré? Tales golpes dieron con ellas que ya casi no hallaban a quien herir, tanto escarmentaban con ellos a todos, y así iban delante librando el campo de todos, y las doncellas de la torre decían:
—Caballeros, no huyáis, que hombres son, que no diablos.
Mas los suyos dieron grandes voces, diciendo:
—Vencido es el rey Lisuarte.
Cuando el rey esto oyó comenzó a esforzar a los suyos diciendo:
—Aquí quedaré muerto o vencedor porque el señorío de la Gran Bretaña no se pierda.
Todos los más se llegaban a él, que mucho era menester. Amadís tomara ya otro caballo muy bueno y holgado y atendía a su padre que cabalgase, y cuando oyó aquellas grandes voces y decir que el rey Lisuarte era vencido, dijo contra don Florestán que a caballo estaba:
—¿Qué es esto? ¿Por qué brama aquella astrosa gente?
Él le dijo:
—No veis aquellos dos más fuertes y valientes caballeros que se nunca vieron que estragan y destruyen cuantos ante sí hallan, y aunque en esta batalla hasta ahora no han parecido y hacen con su fortaleza ganar campo a la gente de su parte.
Amadís volvió la cabeza y vio venir contra aquella parte do él estaba a Brontajar Danfania hiriendo y derribando caballeros con su espada, y algunas veces la dejaba colgar de una cadena con que trabada la tenía y tomaba a brazos y a manos los caballeros que alcanzaba, así que ninguno le quedaba en la silla y todos se alongaban de él huyendo.
—¡Santa María val! —dijo Amadís—, ¿qué puede ser esto?
Entonces tomó una fuerte lanza que el escudero que el caballo le dio tenía, y membrándose aquella hora de Oriana y de aquel gran daño si su padre se perdiese que ella recibía, enderezóse en la silla y dijo a don Florestán:
—Guardad a nuestro padre.
Y a esta hora llegaba Brontajar más cerca, y vio a Amadís cómo enderezaba contra él y cómo tenía el yelmo dorado, y por las nuevas de las grandes cosas que de él le dijeron, antes que él en la batalla entrase, andaba con gran saña rabiando por encontrarle, y tomó luego una lanza muy gruesa y dio a una voz alta:
—Ahora veréis hermoso golpe si aquel del yelmo de oro me osase atender, e hirió el caballo de las espuelas, la lanza so el sobaco, y fue contra él, y Amadís, que ya movía por el semejante e hiriéronse con las lanzas en los escudos que luego fueron falsados y las lanzas quebradas, y ellos se toparon de los cuerpos de los caballos uno con otro tan fuertemente que cada uno le pareció que una peña dura topara, y Brontajar fue tan desvanecido de la cabeza que no se pudo tener en el caballo y cayó en el suelo como si fuese muerto, y con la gran pesadumbre suya dio todo el cuerpo sobre un pie y quebró la pierna cabe él y llevó un trozo de la lanza metido por el escudo, aunque era fuerte. El caballo de Amadís se hizo atrás bien dos brazadas, y estuvo por caer, y Amadís fue tan desacordado que no le pudo dar de las espuelas, ni poder mano a la espada para se defender de los que le herían, pero el rey Perión, que ya era a caballo y vio el gran caballero y el encuentro que Amadís le diera tan fuerte, fue muy espantado, y dijo:
—Señor Dios, guarda aquel caballero.
—Ahora —dijo Florestán—, acorrámosle.
Entonces llegaron tan bravos que maravilla era de los ver, y metiéronse por entre todos hiriendo y derribando hasta llegar a Amadís, díjole el rey:
—¿Qué es esto, caballeros? Esforzad, esforzad, que aquí estoy yo.
Amadís conoció la voz de su padre, aunque no era enteramente en su acuerdo, y puso mano a su espada y vio cómo herían muchos a su padre y a su hermano y comenzó a dar por los unos y por los otros, aunque no con mucha fuerza, y aquí hubieran de recibir mucho peligro, Porque la gente contraria era muy esforzada y los del rey Lisuarte habían perdido mucho campo y estaban muchos sobre ellos por los matar y muy pocos en su defensa, más aquella sazón acudieron Agrajes y don Galvanes y Brián de Monjaste que venían a gran prisa por se encontrar con Brontajar Danfanía, que tanto estrago como ya oísteis hacía, y viendo los tres caballeros de las sierpes en tal afrenta, llegaron en su socorro como aquéllos que en ninguna cosa de peligro les fallecían los corazones, y en su llegada fueron muchos de los contrarios muertos y derribados, así que los de las armas de las sierpes tuvieron lugar de poder herir más a su salud a los enemigos.
Amadís, que ya en su acuerdo estaba, miró a la diestra parte y vio al rey Lisuarte con alguna compañía de caballeros que atendía al rey Arábigo que contra él venía con gran poder de gentes, y Argomades delante todos y dos sobrinos del rey Arábigo, valientes caballeros, y el mismo rey Arábigo dando voces y esforzando a los suyos, porque oía decir desde la torre:
—El del yelmo de oro mató al gran diablo.
Entonces dijo:
—Caballeros, socorramos al rey que menester se hace.
Luego fueron todos de consuno y entraron por la prisa de la gente hasta llegar donde el rey Lisuarte estaba, el cual cuando cerca de sí vio los tres caballeros de las sierpes, mucho fue esforzado, porque vio que el del yelmo dorado había muerto de un golpe aquel tan valiente Brontajar Dafania, y luego movió contra el rey Arábigo que cerca de él venía, y Argomades, que venía con su espada en la mano esgrimiéndola por herir al rey Lisuarte, parósele delante el del yelmo dorado, y su batalla fue partida por el primer golpe. El del yelmo de oro de que vio venir la gran espada contra él alzó el escudo y recibió en él el golpe, y la espada descendió por el brocal bien un palmo, y entró por el yelmo tres dedos, así que por poco lo hubiera muerto. Amadís lo hirió en el hombro siniestro de tal golpe que le tajó la loriga, que era de muy gruesa malla, y cortóle la carne y los huesos hasta el costado, de guisa que el brazo con gran parte del hombro fue del cuerpo colgado. Éste fue el más fuerte golpe de espada que en toda la batalla se dio.
Argomades comenzó a huir como hombre tullido que no salía de sí, y el caballo lo tornó por donde viniera, y los de la torre decían a grandes voces:
—El del yelmo dorado espanta las palomas.
Y el uno de aquellos sobrinos del rey Arábigo que llamaban Ancidel dejóse ir a Amadís y diole un golpe de espada en el rostro del caballo que se lo cortó todo a través y cayó el caballo muerto en tierra. Don Florestán cuando esto vio dejóse ir a él, que se estaba alabando e hiriéndolo por encima del yelmo de tal golpe que le hizo abajar al cuello del caballo y trabóle tan recio que al sacar de la cabeza dio con él a los pies de Amadís, y don Florestán fue llagado en el costado de la punta de la espada de Ancidel. A esta hora se juntó el rey Lisuarte con el rey Arábigo y la una gente con la otra, así que entre ellos hubo una esquiva y cruel batalla, y todos tenían mucho que hacer en se defender los unos de los otros y en socorrer a los que muertos y heridos caían.
Durín, el doncel de Oriana que allí viera por llevar nuevas de la batalla, estaba en uno de los caballos que el rey Lisuarte mandara traer por la batalla para socorro de los caballeros que menester los hubiesen, y cuando vio al del yelmo dorado en tierra, dijo contra los otros donceles que en otros caballos estaban:
—Quiero socorrer con este caballo a aquel caballero, que no puedo hacer mayor servicio al rey.
Y luego se metió a gran peligro por donde era la menos gente y llegó a él y dijo:
—Yo no sé quién vos sois, mas por lo que he visto, os traigo este caballo.
Él lo tomó y cabalgó en él y dijo de paso:
—¡Ay, amigo Durín, éste es el primer servicio que tú me hiciste.
Durín lo trajo del brazo y dijo:
—No os dejaré hasta que me digáis quién sois.
Y él se abajó lo más que pudo y díjole:
—Yo soy Amadís y no lo sepa de ti ninguno sino aquélla que tú sabes.
Y luego se fue donde dio la mayor prisa, haciendo cosas extrañas y maravillosas en armas, como las hiciera si su señora estuviera delante, que así lo tenía estándolo aquel que muy bien se lo sabría contar.
El rey Lisuarte, que se combatía con el rey Arábigo, diole con la su buena espada tales tres golpes que no le osó más atender que como sabía que aquel era el cabo y caudillo de sus enemigos puso todas sus fuerzas por le herir y retrájose detrás de los suyos maldiciendo a Arcalaus el Encantador, que a aquella tierra le hizo venir, esforzándole que se la haría ganar. Don Galaor se hería con Salmadán, un valiente caballero, y como el brazo traía cansado de los golpes que diera y la espada no cortara, trabóle con sus muy duros brazos, y sacándolo de la silla dio con él en tierra y cayó sobre el pescuezo así que luego fue muerto. Y dígoos de Amadís que membrándose aquella hora del perdido tiempo que en Gaula estuvo, y de cómo su honra fue tan avietada y menoscabada y que aquello no se lo podía cobrar sino con lo contrario, hizo tales cosas que ya no hallaba quien delante se le osase parar, e iban teniendo con él su padre y don Florestán y Agrajes y don Galvanes y Brián de Monjaste y Norandel y Guilán el Cuidador y el rey Lisuarte, que muy bravo aquella hora se mostraba. Así que tantos derribaron de los contrarios y tanto los estrecharon y pusieron en pavor que no lo pudiendo sufrir y habiendo visto al rey Arábigo ir huyendo herido desamparado al campo, se metieron en huida trabajando de se acoger a las barcas, y otros a las sierras que cerca tenían. Mas el rey Lisuarte y los suyos iban hiriendo y matando muy cruelmente y los de las armas de las sierpes delante todos, que no los dejaban, y todos los más se acogían a una fusta con el rey Arábigo, y a las otras que podían alcanzar, mas muchos murieron en el agua y otros presos. A esta sazón que la batalla se venció era ya noche cerrada y el rey Lisuarte se tornó a las tiendas de sus enemigos, y allí albergó aquella noche con muy gran alegría del vencimiento que Dios le había dado. Mas los caballeros de las armas de las sierpes como vieron el campo despachado, y que no quedaba defensa ninguna, desviáronse todos tres del camino por donde cuidaban que el rey tornaría, y metiéronse debajo de unos árboles donde hallaron una fuente, y allí descabalgaron y bebieron del agua, y sus caballos que mucho menester lo sabían, según lo que trabajaran aquel día, y queriendo cabalgar para ser ir, vieron venir un escudero en un rocín y poniéndose los yelmos porque los no conociese lo llamaron encubiertamente. El escudero dudaba pensando ser de los enemigos, mas como las armas de las sierpes les vio, si ningún recelo se llegó a ellos. Y Amadís le dijo:
—Buen escudero, decid vuestro mensaje al rey si vos pluguiere.
—Decid lo que os pluguiere —dijo él—, que yo se lo diré.
—Pues decidle —dijo él— que los caballeros de las armas de las sierpes que en su batalla nos hallamos le pedimos por merced que no nos culpe porque no le vemos, porque nos conviene de andar muy lejos de aquí extraña tierra, y a nos poner a mesura y merced de quien no creemos que la habrá de nosotros, y que le rogamos que la parte del despojo que a nosotros daría lo mande dar a las doncellas de la torre, por el daño que les hicieron, y llevadle este caballo que tomé a un doncel suyo en la batalla, que no queremos de él otro galardón mas de éste que decimos.
El escudero tomó el caballo y se partió de ellos, y se fue al rey para se lo decir. Y ellos cabalgaron y anduvieron tanto hasta que llegaron a su albergue que en la floresta tenían, y después de ser desarmados y lavados sus rostros y manos de la sangre y del polvo, y reparando sus heridas como mejor pudieron, cenaron, que muy bien guisado lo tenían, y acostáronse en sus lechos, donde con mucho reposo durmieron aquella noche.