Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Ya sabéis cómo Gandalín era hijo de aquel buen caballero don Gandales, que Amadís crió, y su hermano de leche, y desde el día que Amadís fue caballero, llamándose Doncel del Mar, supo que no era su hermano, que hasta allí por hermanos se habían tenido, y desde aquella hora siempre Gandalín le aguardó como su escudero. Y comoquiera que por él muchas veces había sido importunado que le hiciese caballero, Amadís no se atrevió a lo hacer, porque éste era el mayor remedio de sus amores, éste era el que muchas veces le quitó de la muerte, que según las angustias y mortales deseos que por su señora Oriana pasaba y continuo atormentaban y afligían su corazón, si en este Gandalín no hallara el consuelo que siempre halló mil veces fuera muerto, que como éste fuese el secreto de todo y con otro ninguno pudiese hablar, si por alguna manera de sí lo apartara, no era otra co¿a salvo apartar de sí la vida, y como él supiese que haciéndole caballero no podían estar en uno, porque luego le convendría ir a buscar las venturas donde honra ganase, aunque la razón a ello le obligaba, como esta gran historia lo ha contado, así por la parte de su padre, que le crió y sacó de la mar, como por él, que le sirvió mejor que nunca caballero de escudero fue servido, no se atrevía a lo apartar de sí, y Gandalín, habiendo este conocimiento, que muy cuerdo era, y con el demasiado amor que le tenía, comoquiera que mucho desease ser caballero, por se mostrar hijo del buen caballero Gandales y criado de tal hombre, no le osaba ahincar mucho por le ver en tan gran necesidad; pero ahora, viendo cómo ya tenía en su poder a su señora Oriana, que por grado o por la fuerza no había de quitar de si sin la vida perder, acordó que con mucha razón le podía demandar caballería, y en especial en una cosa tan grande y tan señalada como aquella batalla sería, y con este pensamiento, después de le haber dado las encomiendas de la reina, su madre y de le haber dicho de la venida de su hermana Melicia y del placer que Oriana y Mabilia y todas aquellas señoras con ella habían habido, y cómo era la más hermosa cosa del mundo ver juntas a Oriana y a la reina Briolanja y Melicia, en quien toda la hermosura del mundo encerrada estaba, y asimismo cómo don Galaor, su hermano, algo mejor quedaba y las encomiendas que de él le traían. Tomóle un día por aquel campo donde ninguno oírles pudiese y díjole:
—Señor, la causa porque yo he dejado de os pedir con aquella afición y voluntad que me convenía que me hicieseis caballero, porque pudiese cumplir con la honra y gran duda que a mi padre y mi linaje debo, vos lo sabéis, que aquel deseo que siempre he tenido de os servir y el conocimiento de la necesidad con que siempre habéis estado de mis servicios han dado lugar que, aunque mi honra hasta aquí haya sido menoscabada, que antes a lo vuestro socorriese que a lo mío, que tan tenido era; ahora que puedo ser excusado, porque en vuestro poder veo aquélla que tanta congoja os daba, ni para conmigo ni menos para con otros ninguna excusa que honesta fuese podría hallar, dejando de seguirla orden de caballería. Porque os suplico, señor, por me hacer merced que hayáis placer de me la dar, pues sabéis; cuánta deshonra no la teniendo de aquí adelante se me seguirá, que en cualquier manera y parte donde yo fuere soy vuestro, para os servir con el amor y voluntad que de mi siempre conocisteis.
Cuando Amadís esto le oyó fue tan turbado que por una pieza no pudo hablar, y díjole:
—¡Oh, mi verdadero amigo y hermano, que tan grave es a mí cumplir lo que pedís! Por cierto, no en menos grado lo siento que si mi corazón de mis carnes se apartase, y si con algún camino de razón apartarlo pudiese, con todas mis fuerzas los haría, mas tu petición veo ser tan justa que en ninguna manera se puede negar, y siguiendo más la obligación en que te soy que la voluntad de mi querer, yo me determino que así como lo pides se haga, solamente me pena por no haber antes sabido, porque con aquellas armas y caballo que tu honra mereciese cumpliera esta honra que tomar quieres.
Gandalín hincó los hinojos por le besar las manos, mas Amadís lo alzó y lo tuvo abrazado, viniéndole las lágrimas a los ojos con el mucho amor que le tenía, que ya tenía en sí figurada la gran soledad y tristeza en que se vería no le teniendo consigo, y díjole:
—Señor, de eso no hayáis cuidado, que don Galaor, con su bondad y mesura, diciéndole yo cómo quería ser caballero, me mandó dar su caballo y todas sus armas, pues que a él poco, con su mal, le aprovechaban, y yo se lo tuve en merced y le dije que tomaría el caballo porque era muy bueno y la loriga y el yelmo; mas que las otras armas habían de ser blancas, como a caballero novel convenían; dábame su espada, y yo, señor, le dije que vos me daríais una de las que la reina Menoresa en Grecia os diera, y mientras allí estuve hice hacer todas las otras armas que convienen, con sus sobreseñales, y aquí lo tengo todo.
—Pues que así es —dijo Amadís—, bien será que la noche antes del día que la batalla hubiéremos de haber veles armado en la capilla de la tienda del rey, mi padre, y otro día cabalga en tu caballo así armado, y cuando quisiéremos romper contra nuestros enemigos, el rey te hará caballero, que ya sabes que en todo el mundo no se podría hallar mejor hombre ni de quién más honra recibas en este acto.
Gandalín le dijo:
—Señor, todo cuanto decís es verdad, y apenas hallaría hombre otro tal caballero como el rey; pero yo no seré caballero sino de vuestra mano.
—Pues que así queréis —dijo Amadís—, así sea, y haz lo que te digo.
—Todo se hará como lo mandáis —dijo él—, que Lasindo, escudero de don Bruneo, me dijo ahora cuando llegué que ya tenía otorgado de su señor que le hiciese caballero, y él y yo velaremos las armas juntos, y Dios por su piedad me guíe como yo pueda cumplir las cosas de su servicio y las de mi honra, así como la orden de caballería lo manda, y que en mí parezca la crianza que de vos he recibido.
Amadís no le dijo más, porque sentía gran congoja en le oír aquello y muy mayor en pensar que había de llegar a efecto.
Así, se fue Amadís donde el rey, su padre, andaba haciendo fortalecer el real y aderezar las cosas convenientes a la batalla, como sus enemigos hacían, así estuvieron las huestes dos días que en otra cosa no entendían, salvo en aderezar todas las gentes que tenía cada uno en su cargo por estar prestos para la batalla. Y al segundo día, en la tarde, llegaron las espías del rey Arábigo, suso en la montaña que cerca de allí estaba, y no se quisieron mostrar, porque así les fue mandado, y vieron los reales tan cerca como os dijimos uno de otro y luego lo hicieron saber al rey Arábigo, el cual, con todos aquellos caballeros acordó que los escuchas se tornasen donde bien pudiesen ver lo que se hacía y ellos quedasen encubiertos lo más que ser pudiese y en tal parte que, aunque aquellas gentes se aviniesen y los quisiesen demandar, que no los temiesen, que por la sierra se pudiesen acoger a sus naos, si en tal estrecho fuesen que lo hubiesen menester, y si ellos peleasen, que saldrían de allí sin sospecha y darían sobre los que quisiesen a su salvo. Y así lo hicieron, que se pusieron en un lugar muy áspero y fuerte y tomaron todos los pasos y subidas de la montaña y fortaleciéronlo de manera que tan seguros estaban como en una fortaleza, y allí esperaron el aviso de sus escuchas, pero no se pudieron ellos encubrir tanto que antes que allí llegasen que el rey Lisuarte no fuese avisado de cómo desembarcaran en su tierra y la gente que venían, y por esta causa mandó alzar todas las viandas, así de ganados como de todo lo otro, a la parte de aquella comarca, y que la gente de las aldeas y lugares flacos se acogiesen a las ciudades y villas y las velasen y rondasen y se no partiesen de allí hasta que la batalla pasase, y dejó en ellas algunos de los caballeros que la hacían hasta mengua para en lo que estaba. Mas no supo más de lo que habían hecho ni dónde habían parado.
El rey Perión también supo de aquella gente y recelábase de ellos, mas no sabía dónde estaban. Así que a ambas las partes ponían temor. Pues estando así la cosa como oís, al cabo de tres días que los reales se asentaron, el emperador Patín se aquejaba mucho porque la batalla se diese, que vencido o vencedor, no veía la hora de ser tornado a su tierra, porque así acontece muchas veces a los hombres accidentales, que apresuradamente hacen sus cosas que tan presto las aborrecen como éste con su liviandad hacía.
Amadís y Agrajes y don Cuadragante y todos los otros caballeros asimismo aquejaban mucho al rey Perión que la batalla se diese y que Dios fuese juez de la verdad. Pues el rey no la quería menos que todos, mas habíalo detenido hasta que las cosas estuviesen en disposición cual convenía, y luego mandaron pregonar que todos al alba del día oyesen misa y se armasen y cada gente acudiese a su capitán, porque la batalla se daría luego, y asimismo se hizo por los contrarios que luego lo supieron.
Pues venida el alba, las campanas sonaron, y tan claros se oían los unos a los otros como si juntos estuviesen. La gente se comenzó a armar y a ensillar sus caballos y por las tiendas a oír misa y cabalgar todos y se ir para sus señas. ¿Quién sería aquél de tal sentido y memoria que, puesto caso que lo viese y mucho en ello metiese todas sus mientes, que pudiese contar ni escribir las armas y caballos con sus divisas y caballeros que allí juntos eran? Por cierto mucho loco sería y fuera de todo saber el hombre que este pensamiento en si tomase, y por esto, dejando lo general, algo de lo particular se dirá aquí, y comenzaremos por el emperador de Roma, que era valiente de cuerpo y fuerza y asaz buen caballero, si su gran soberbia y poca discreción no se la gastasen. Éste se armó de unas armas negras, así el yelmo como el escudo y sobreseñales, salvo que en el escudo llevaba figurada una doncella de la cinta arriba, a semejanza de Oriana, hecha de oro, muy bien labrada y guarnida de muchas piedras y perlas, de gran valor, pegada en el escudo con clavos de oro, y por sobre lo negro de las sobrevistas llevaba tejidas unas cadenas muy ricamente bordadas, las cuales tomó por divisa y juró de nunca las dejar hasta que en cadenas llevase preso a Amadís y a todos los qué fueron en le tomar a Oriana. Y cabalgó en un caballo hermoso y grande y su lanza en la mano, así salió del real y se fue donde estaba acordado que se juntasen sus gentes. Luego, tras él, salió Floyán, hermano del principe Salustanquidio, armado de unas armas amarillas y negras a cuarterones, y no había otra cosa en ellas, salvo que iba muy señalado entre los suyos. Tras él salió Arquisil. Éste llevaba unas armas azules y blancas, de plata de por medio, y todas sembradas de unas rosas de oro, así que iba muy señalado. El rey Lisuarte llevaba unas armas negras y águilas blancas por ellas y una águila en el escudo, sin otra riqueza alguna. Pero al cabo bien salieron de gran valor, según lo que su dueño en aquella batalla hizo. El rey Cildadán llevó unas armas todas negras, que después que fue vencido en la batalla de los ciento por ciento que con el rey Lisuarte hubo, donde quedó su tributario, nunca otras trajo; de Gasquilán, rey de Suesa, no se dirá las armas que llevaba hasta su tiempo, como adelante oiréis. El rey Arbán de Norgales y don Guilán el Cuidador y don Grumedán no quisieron llevar sino armas más de provecho que de parecer, mostrando la tristeza que tenían en ver al rey su señor puesto en mucha afrenta con aquéllos que ya fueron en su casa y a su servicio y que tanta honra le habían dado.
Ahora os diremos las armas que llevaba el rey Perión, y Amadís, y algunos de aquellos grandes señores que de su parte estaban. El rey Perión se armó de unas armas, el yelmo y escudo limpios y muy claros, de muy buen acero, y las sobreseñales, de una seda colorada de muy viva color, y en un gran caballo, que le dio su sobrino don Brián de Monjaste, que su padre, el rey de España, le envió veinte de ellos muy hermosos que por aquellos caballeros repartió, y así salió con la seña del emperador de Constantinopla. Amadís fue armado de unas armas verdes, tales cuales las llevaba al tiempo que mató a Famongomadán y a Basagante, su hijo, que eran los dos más fuertes gigantes que en el mundo se hallaban; todas sembradas muy bien de leones de oro, y con estas armas tenía mucha afición, porque las tomó cuando salió de la Peña Pobre, y con ellas fue a ver a su señora al castillo de Miraflores, como el segundo libro de esta historia lo cuenta. Don Cuadragante sacó unas armas pardillas y flores de plata por ellas y en un caballo de los de España. Don Bruneo de Bonamar no quiso mudar las suyas, que eran una doncella figurada en el escudo y un caballero hincado de rodillas y delante, que parecía que le demandaba merced. Don Florestán, el bueno y gran justador, llevó unas armas coloradas con flores de oro por ellas y un caballo grande de los de España. Agrajes, sus armas eran de un fino rosado, y en el escudo, una mano de una, doncella que tenía un corazón apretado con ella. El bueno de Angriote no quiso mudar sus armas, de veros azules y de plata, y todos los otros, de que no se hace mención por no dar enojo a los que lo leyeren, llevaban armas muy ricas, de sus colores, como más les agradaba, y así salieron todos al campo, en buen orden.
Pues la gente, toda junta, cada uno con sus capitanes, según habéis oído, movieron muy paso por el campo a la hora que el sol salía, que les daba en las armas, y como todas eran nuevas y frescas y lucidas, resplandecían de tal manera que no era sino maravilla de los ver. Pues a esta hora llegaron Gandalín y Lasindo, escudero de don Bruneo, armados de armas blancas, como convenía a caballeros noveles. Gandalín se fue donde su señor Amadís estaba, y Lasindo, a don Bruneo. Cuando Amadís le vio así venir, salió de la batalla a él y rogó a don Cuadragante que detuviese la gente hasta que él hiciese aquél su escudero caballero, y tomóle consigo y fuese donde el rey Perión, su padre, estaba, y por el camino le dijo:
—Mi verdadero amigo, yo te ruego mucho que hoy en esta batalla te quieras haber con mucho tiento y no te partas de mí, porque cuando menester sea te pueda socorrer, que, aunque has visto muchas batallas y grandes afrentas, y a tu parecer piensas que sabrás hacer lo que cumple y que no te falte para esto sino solamente el esfuerzo, no lo creas, que muy gran diferencia es entre el mirar y el obrar, porque cada uno piensa viendo las cosas que muy mejor recaudo en ellas daría que el que las trata, si en el caso estuviese, y después que en ello se ve, muchos embarazos delante se le ponen, que por no lo haber usado se ofenden y grandes mudanzas hallan, que de antes no las tenían pensadas, y esto es porque todo está en la obra, aunque algo por la vista aprender se puede, y como tu comienzo sea en un tal alto hecho de armas como al presente tenemos y de tantos te hayas de guardar, es menester que, así para guardar tu vida como tu honra, que más preciada es y en más tener se debe, que con mucha discreción y buen saber, no dando lugar al esfuerzo que el seso te turbe, te hayas y acometas a nuestros enemigos, y yo tendré mucho cuidado de mirar por ti en cuanto pudiere, y así lo haz tú por mí cada que vieres que es menester.