Pensó si estaría siendo lo suficientemente imparcial etiquetando a Finley de ese modo, como llamativamente discreto.
—¿A qué escuela vas? —le preguntó.
—A la William Ellis School. En Highgate.
—¿Te gusta ir a la escuela? ¿Tienes muchos amigos allí?
El chico pensó un poco antes de responder.
—Sí, está bien. Pero tampoco es que tenga tantos amigos. Aunque me gusta estar solo.
—Comprendo —dijo John. A continuación, volvió a insistir—: ¿Ha pasado otras veces? Me refiero a que tu madre desparezca y nadie sepa dónde está.
—Una vez. Hace más o menos dos años. Pero esa vez volvió al cabo de diez días.
O sea, que la desaparición de la señora Stanford tampoco era tan normal como el señor Stanford le había dicho a Fielder, pensó John. Ya había desaparecido en una ocasión, pero solo se había ausentado durante un período de tiempo previsible. En esa ocasión, en cambio, no sabían nada de ella desde el 15 de noviembre. Y ya era 11 de enero. Habían pasado casi dos meses.
—La policía también ha venido a preguntar por ella —dijo Finley—. El viernes. Vino un inspector de Scotland Yard. ¿Usted también es policía?
—No, Finley. Yo no soy policía.
—Entonces, ¿por qué le hace tantas preguntas? —dijo una voz de tono arisco que procedía de su espalda. John se dio la vuelta. No se había dado cuenta de que un hombre se le había acercado desde la casa. Vaqueros, jersey y el pelo de canas plateadas meticulosamente peinado. Era Logan Stanford.
—¿Doctor Stanford? —preguntó John.
—¿Qué quiere? —preguntó Stanford a su vez como toda respuesta—. ¿Qué le estaba diciendo a mi hijo?
—Conoce a mamá —explicó Finley—. Tiene que hablar con ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué motivo?
—Es muy personal —respondió John.
—¿Quién es usted? —inquirió Stanford con calma.
—John Burton.
Stanford lo miró de arriba abajo. John se imaginó a ese hombre en la sala de audiencias. Su aspecto no era ni especialmente amable, ni especialmente hostil. Muy imparcial. Controlando la situación. Era imposible saber lo que pasaba por dentro de su cabeza. Era absolutamente impenetrable.
John decidió abordar el tema directamente.
—Doctor Stanford, la policía vino a verle el viernes. Por lo de su esposa. Ya sabe de qué le hablo.
—¿Quién es usted? —preguntó Stanford de nuevo.
—Dos mujeres han sido asesinadas. Y un hombre, aunque es probable que esta última muerte no estuviera prevista. El verdadero objetivo del asesino era la esposa de la víctima, que se salvó gracias a una coincidencia, pero también es posible que siga en peligro. ¿Quiere saber quién soy yo? Soy un amigo íntimo de esa mujer. Estoy preocupado por ella.
—Es comprensible. Pero no puedo ayudarle.
—Supongo que el inspector Fielder le ha explicado las circunstancias del caso. Ya sabe usted cómo llegó la policía hasta su esposa. Hasta el momento es la única conexión conocida entre las dos mujeres asesinadas. Es realmente importante que pueda hablar con ella.
—No sé dónde está.
—¿Y eso le parece normal? ¿No saber el paradero de su esposa desde hace dos meses?
Stanford se encogió de hombros.
—Lo que yo encuentre normal, en cualquier caso es asunto mío, señor Burton.
—¿Su esposa sufre graves depresiones?
—Señor Burton…
—En cualquier caso eso lo que usted le dijo a la policía, ¿no?
—Ha dado en el clavo, señor Burton: ya he hablado con la policía. Pero no tengo por qué hacerlo con un hombre al que no conozco de nada, que ha abordado a mi hijo en la puerta de casa y lo ha interrogado con el único pretexto de que conoce a la familia de la víctima de un asesinato. Me parece que nuestra conversación ha terminado.
Los dos hombres se miraron fijamente y en silencio durante unos instantes. John se dio cuenta de que en ese momento no conseguiría nada más. No conseguiría conmoverlo, probablemente ni siquiera podría provocarlo, por no hablar ya de la posibilidad de conseguir que soltara un comentario imprudente. No lograría sonsacarle nada en absoluto.
—Adiós, doctor Stanford —dijo.
—Adiós —replicó este con la mano sobre el hombro de su hijo.
John se dio la vuelta, cruzó la calle y subió al coche, lo había aparcado en la acera de enfrente. Estaba convencido de que Stanford anotaría el número de la matrícula y que lo siguiente que haría sería verificar si coincidía con el nombre con el que John se había presentado. Probablemente incluso pediría un informe al respecto.
Y qué, si lo hacía.
No pensaba tirar la toalla. Aún había una posibilidad: el chico. Tenía que ir a la escuela y Stanford no podría estar vigilándolo en todo momento. La William Ellis School, en Highgate. No le costaría mucho encontrar a Finley por allí.
El chico era el punto débil de Logan Stanford. No solo porque podía acceder a él, sino también porque sabía muchas cosas. Había aprendido a encajar las cosas por sí mismo, a retraerse y participar en el juego de sus padres: somos una familia intacta, feliz, acomodada y afortunada.
Seguramente no había en toda la ciudad un teatrillo más falso que ese.
1
Gillian tenía la impresión de no haber parado ni un momento desde que había encontrado a Thomas muerto en el comedor de casa. Y así había sido con la única salvedad de las noches, cuando se tomaba un fuerte somnífero y caía sobre la cama como un árbol talado. Por suerte, a la mañana siguiente salía de esa anestesia sin recordar lo más mínimo los agobiantes sueños que había tenido. Sus noches eran oscuras, absolutamente negras y vacías. Cuando se levantaba, se sentía como un hámster cuando entra en su rueda y se echa a correr hasta quedar exhausto. El animal enjaulado corre para combatir el aburrimiento y la soledad de su cárcel. Gillian rehuía el momento de afrontar las cosas realmente.
Llegaría un día en el que no podría continuar de ese modo.
Se dedicó a ordenar y limpiar la casa. Había metido la ropa de Tom en un número incontable de bolsas. Había separado la que le había quedado pequeña a Becky y la que ella misma no se ponía desde hacía tiempo. Recogió todos los periódicos y los metió en las cajas de cartón vacías que encontró en el desván para echarlos al contenedor de papel. Llamó a un servicio de recogida de muebles y concertó una cita para la semana siguiente. En el sótano todavía había piezas de mobiliario de los primeros años de matrimonio, recuerdos que en aquel momento evocaban sentimientos demasiado nostálgicos y que Gillian no habría podido tirar sola. Lo que hizo fue una lista de todo lo que tendrían que pasar a buscar para no tener que hacerlo ella.
En el sótano incluso había unas cuantas cajas de cartón plegadas que habían utilizado para mudarse a esa casa. Se las llevó arriba, las montó y empezó a empaquetarlo todo. Libros, figuras de porcelana, fotografías enmarcadas y candelabros.
En esos momentos, ese martes a mediodía, la casa parecía preparada ante una mudanza inminente.
Se dio cuenta de que tenía hambre, sacó una pizza del congelador y la metió en el horno. Mientras esperaba a que se preparara, encendió el ordenador y buscó en Google a un agente inmobiliario en Southend o en Londres. No conocía a nadie del sector y estaba dispuesta a elegir el primero que apareciera, pero sus ojos repararon en el nombre de Luke Palm y se disparó una alarma en su interior. Ese nombre había aparecido en uno o dos periódicos. Palm era el tipo que había encontrado el cadáver de Anne Westley. Pensó que tal vez sería la persona más adecuada para encargarse de ello. Podía contarle abiertamente el motivo por el que quería vender la casa sin que él se desmayara enseguida o reaccionara con desconcierto o incluso con sensacionalismo. De algún modo se había visto envuelto en una historia parecida. Desde que la violencia más brutal había irrumpido en la vida de Gillian, a veces se sentía como si se encontrara encima de un bloque de hielo, flotando lejos de la normalidad y de la gente que vivía ajena a ese tipo de actos de violencia. Luke Palm le pareció alguien que de algún modo también se había visto desplazado a uno de esos bloques de hielo. Por eso le inspiraba más confianza que los demás.
Marcó el número de su despacho y la secretaria le pasó la llamada enseguida.
—Luke Palm, agente inmobiliario.
—Hola. Soy Gillian Ward. —Hizo una breve pausa y esperó alguna reacción del hombre, pero al parecer a Palm no debía de sonarle el nombre. Sin duda había leído acerca del asesinato de Tom en los periódicos, pero el nombre completo solo había aparecido mencionado en una sola publicación.
—Me gustaría vender mi casa —dijo ella—. Está en Southend, en el barrio de Thorpe Bay. Me gustaría que me recomendara el precio que puedo pedir por ella. Yo no tengo ni idea de cuál es la situación del mercado actualmente.
—No hay problema. Puedo pasar a ver la casa en cualquier momento. ¿Cuándo le apetece que vaya?
—¿Le iría bien pasar mañana por la mañana?
—Por desgracia, mañana tengo ya un par de citas concertadas. ¿A las cinco y media sería demasiado tarde para usted?
—No, eso sería perfecto.
Gillian le dictó la dirección y el número de teléfono. Después de despedirse y de colgar, se quedó sentada todavía un par de minutos más a la mesa del comedor, mirando hacia el jardín nevado. Probablemente sería el último invierno que pasaría en esa casa.
Lo haré, pensó, realmente lo haré. Voy a volar todos los puentes que he dejado atrás.
Un par de pájaros hambrientos revoloteaban alrededor del comedero que había fuera, justo al lado del cerezo. Cambiaron de rumbo bruscamente en cuanto se dieron cuenta de que estaba vacío. Gillian no era capaz de ahuyentar de su mente una imagen que le había quedado marcada a fuego: el cumpleaños de Becky dos años antes. El 22 de noviembre. Lo que más había deseado que le regalasen era el comedero y finalmente lo había conseguido. Gillian había estado mirando por la ventana mientras su hija y Tom lo estuvieron instalando por la tarde. A Becky le habían ardido las mejillas de felicidad. Tom había disfrutado pasando ese rato junto a su hija. Esa tarde, a Gillian le había parecido que ambos desprendían felicidad y armonía y los había estado observando con la mirada llena de calidez. Y parte de esa calidez seguía notándola todavía, lo que le pareció peligroso, demasiado peligroso.
Gillian ahuyentó esa imagen de su mente. El jardín volvía a aparecer vacío frente a sus ojos, soterrado bajo un manto de nieve virgen. Ahí fuera no había ningún hombre riendo y hablando con una niña. Solo había pájaros hambrientos.
Tendré que ir a comprar alpiste, pensó Gillian.
2
Samson cerró con esmero la puerta de la caravana y se guardó la llave en el bolsillo del anorak. Temblaba del frío que sintió nada más salir fuera. El cielo era de un azul radiante, el sol brillaba y hacía refulgir la superficie de la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Supuso que estarían al menos a diez grados bajo cero. No recordaba haber vivido un invierno tan frío y tan nevoso. Al contrario, en los últimos años había reinado un tiempo desesperadamente lluvioso y nadie creía ya que sería posible volver a celebrar unas Navidades blancas en Inglaterra o ver a los niños arrastrando trineos para pasar tardes enteras lanzándose por las cuestas. De su primera infancia, Samson solo recordaba esa clase de alegrías.
Pero todo eso había quedado muy atrás en el tiempo.
Llevaba una bolsa con rebanadas de pan seco en una mano y utilizó la otra para sacudir la nieve acumulada sobre un muro a medio construir antes de verter las migajas de pan por encima de los ladrillos. Sabía que en cuanto se hubiera alejado un poco, los pájaros acudirían formando una nube oscura y se lanzarían sobre el muro. Los había estado alimentando regularmente durante los últimos días. Eran su única compañía en aquel lugar tan solitario y los chillidos hambrientos que soltaban casi le rompían el corazón.
—A partir de ahora tendréis que apañároslas solos —dijo en voz baja—. No aguanto más tiempo aquí.
Su plan consistía en cruzar los campos hasta llegar a las afueras de Londres y, una vez allí, buscar una cabina telefónica o una oficina de correos para descubrir, con la guía de teléfonos o el servicio de información telefónica, cuál era la dirección de John Burton. Necesitaba encontrar otro lugar en el que esconderse y Burton era el único que podía ayudarlo. Si no conseguía encontrarlo, solo le quedaría la posibilidad de recurrir a Bartek, aunque imaginaba que este lo echaría si no se desmayaba nada más verlo aparecer. Gavin, su hermano, sería la última alternativa, por Millie. Pero antes de morir de hambre o de frío, tendría que meterse en la boca del lobo. Al final no tendría más remedio que acudir a la policía y terminaría en el calabozo, no se hacía ilusiones a ese respecto. La única cuestión era durante cuánto tiempo podría seguir postergando ese momento. Y hacía días que había alcanzado ese punto en el que ir a parar a una celda había dejado de parecerle el peor de los escenarios concebibles. La soledad lo había dejado devastado. Si decidía marcharse entonces para ir a buscar a John era para intentar salvar la vida. Un par de días más en la caravana en aquella obra abandonada y acabaría suicidándose.
Hacia la una y media de la tarde, en el horizonte pudo reconocer la silueta espectral de las primeras casas de la periferia, aunque no sabía de qué parte de la ciudad se trataba. Supuso que tenía por delante al menos una hora y media andando para llegar hasta ese núcleo habitado, pero eso no lo amedrentó. Siempre le había gustado andar, iba bien abrigado y antes de partir se había zampado unas cuantas latas de conserva para coger fuerzas. De momento no podía sucederle gran cosa. Lo único que necesitaba urgentemente era un lugar en el que alojarse antes de que cayera la noche. En esa época del año, el termómetro bajaba hasta casi los quince grados bajo cero por las noches.
Se puso en marcha. Le costaba andar porque con cada paso se le hundían los pies en la nieve.
Mañana tendré unas buenas agujetas, pensó.
Se dio la vuelta. Las estructuras encofradas de los bloques de pisos y las grúas se alzaban hacia un cielo de un azul sobrenatural. La caravana parecía pequeña e insignificante, algo fuera de lugar.
Los pájaros se amontonaban sobre el muro para disputarse las migajas de pan.
3
John llevaba tres horas aparcado frente a la escuela controlando con la mirada todos los accesos. Unos cuantos alumnos habían salido del edificio de ladrillo rojo con las ventanas de molduras blancas y otros habían entrado, pero Finley no había aparecido por allí. Los prados y campos de Hampstead Heath llegaban casi hasta la escuela, tan solo los separaban las pistas de tenis, otras instalaciones deportivas y algún que otro edificio que pertenecía a la misma institución. John supuso que, si Finley había tenido clase, en algún momento tendría que volver a casa y entonces lo vería salir, o por lo menos lo vería pasar por delante de él. Algo más lejos había una parada de autobús. Era de esperar que Finley se detuviera allí para volver a casa.