Vio un hueco para aparcar y lo ocupó con su coche. Había un buen trecho andando hasta el restaurante en el que se había citado, pero por aquella zona las plazas de aparcamiento eran tan escasas como los manantiales en medio del desierto. Por si fuera poco, todavía eran más escasas a causa de las montañas de nieve procedentes de la calzada que las máquinas habían acumulado en los últimos días a ambos lados de las calles, lo que también ocupaba una buena cantidad de espacio.
El restaurante italiano lo recibió con calidez: la luz de las velas, el aroma a pasta y hierbas aromáticas y el sonido de platos y copas. Era sábado por la noche y el local estaba bastante lleno, aunque John pudo ver ya desde la puerta que su acompañante había acudido ya puntualmente a la cita. Estaba sentada en el fondo de la estancia, a una mesa que quedaba un poco apartada de las demás.
Qué chica tan lista.
Era perfecto para lo que se proponían.
Ella se había dado cuenta de que John acababa de llegar y le hizo señas para llamar su atención. Mientras pasaba junto a las demás mesas para acercársele, percibió la expectación con la que ella lo esperaba. Tenía algo para él. Ansiaba poder sorprenderlo y recibir las alabanzas de rigor por ello.
La agente Kate Linville tenía treinta y cinco años, pero aparentaba al menos cuarenta y dos. Tenía el pelo castaño claro, la cara muy pálida y unos rasgos que pasaban fácilmente desapercibidos. Sus ojos pequeños parecían siempre algo hinchados, como si la noche anterior se hubiera emborrachado y hubiera dormido poco, a pesar de que sin duda alguna el motivo no era ese. Simplemente sus ojos tenían esa forma tan poco agraciada. Kate no conseguía llamar la atención de los hombres y su carrera como policía también era bastante deslucida. Ya desde los tiempos en los que John estaba en el cuerpo, todo el mundo se preguntaba en vano por qué motivo Kate insistía en aferrarse a esa profesión para la que tan poco talento demostraba.
Por aquel entonces había sido una de las mujeres de Scotland Yard que vivían enamoradas de John Burton. Durante mucho tiempo él lo había ignorado, hasta que un día, frente a la fotocopiadora, ella se le había acercado también con un expediente por fotocopiar en la mano y había esperado un rato en silencio antes de soltar una pregunta de repente:
—¿Le apetece acompañarme al cine este fin de semana?
Kate había soltado la proposición con la voz temblorosa y los labios lánguidos. John la había mirado con asombro hasta que al fin comprendió que ella había estado esperando durante meses enteros una oportunidad como aquella para soltar una frase que debía de haber ensayado un millón de veces. Y se había dado cuenta de algo más en cuanto la hubo mirado a los ojos: que ella se moría por sus huesos, que se estaba consumiendo por él, que en la imaginación de aquella mujer existía un mundo en el que ambos compartían las vivencias más maravillosas. John se había dado cuenta de lo monótona que era la vida de Kate, de lo tranquilas que eran sus noches y lo vacíos que estaban sus fines de semana. Había percibido la desesperación que había alimentado el coraje que ella había necesitado para hacerle aquella pregunta.
¿Le apetece acompañarme al cine este fin de semana?
John había conseguido eludir la invitación con amabilidad y, conforme a lo esperado, ella no se había atrevido a acercársele de nuevo con otra pregunta u ofrecimiento de ese tipo.
Sin embargo, cuando años más tarde él había estado pensando quién podría proporcionarle información, había recordado el nombre de Kate. Ella no era nada temeraria y estaría arriesgando mucho con ello, su trabajo y el canon disciplinario, pero John lo había calculado bien: ella se sentía tan sola que sería incapaz de resistirse al intento de conseguir una cita, daba igual el motivo. Al final, habría una segunda o tercera cita. Y además con el hombre con el que había estado soñando durante años. John había calculado que la desesperación de Kate podría más que la prudencia y no se había equivocado. Ese día era la segunda vez que se citaban y ella seguramente ya llevaba una media hora esperándolo.
—Hola, Kate —dijo él nada más llegar a la mesa.
—Hola, John —respondió ella.
—Siento llegar tarde. He tenido que aparcar bastante lejos. No es fácil encontrar un lugar por aquí cerca. ¿Has venido en coche?
Ella negó con la cabeza.
—En autobús. Me apetecía beber vino.
John suspiró, pero solo por dentro. Habría preferido ir a casa de ella, en Bexley, donde vivía desde hacía una eternidad, pero con el pretexto de hacer un par de compras urgentes ella había insistido en que debían verse en el centro. John sabía perfectamente que si se hacía tarde, tal como había sucedido la última vez, cuando ella había intentado prolongar indefinidamente la cita, no podría dejar que se marchara con el tren y quedarse con la conciencia tranquila. ¿Ella lo estaría esperando? ¿Estaría esperando que John la llevara a casa en coche? ¿O que le ofreciera la posibilidad de quedarse en su casa a pasar la noche?
John tomó asiento y consultó la carta que le tendió el camarero. Kate esperó hasta que él hubo pedido para los dos, se inclinó hacia delante y susurró:
—¡Tengo novedades!
—¡Cuéntame! —la invitó él con una sonrisa.
—Bueno, hemos descubierto algo relevante en la vida de Carla Roberts. Resulta que formaba parte de una especie de grupo de autoayuda. Para mujeres que vivían solas. Divorciadas, viudas y todo eso. Se reunían una vez por semana e intentaban… bueno, de algún modo intentaban sobrellevar mejor la situación. El grupo se disolvió hace nueve meses, pero la fundadora ha prestado declaración y el inspector Fielder me lo ha contado. En el grupo había una mujer que… bueno, no puede decirse que fuera amiga de Carla Roberts, pero digamos que se había relacionado con ella más que el resto. Liza Stanford. Y no vivía sola, por cierto, pero no era especialmente feliz en su matrimonio.
—Comprendo —dijo John. Anotó mentalmente el nombre que acababa de oír—. ¿Cuántas mujeres formaban parte de ese grupo?
—Eran seis, Fielder tiene todos los nombres. Por desgracia, Anne Westley no era una de ellas, habría estado bien. Pero esa tal Stanford… ¡ha sido un verdadero hallazgo!
—¿En qué sentido?
—Bueno, ayer Christy tuvo una idea. Nuestra querida y astuta Christy McMarrow —contestó Kate con cierta amargura en la voz. Nunca había podido soportarla. Christy tampoco tenía pareja estable, pero a diferencia de Kate mantenía esa situación por voluntad propia y de buena gana y jamás tenía problemas para encontrar una cita el fin de semana. Por no decir que su jefe la idolatraba—. Bueno, Christy acudió con la lista de nombres de las mujeres que formaban parte del grupo a la consulta en la que había trabajado la doctora Anne Westley y los comparó con el fichero de pacientes de Westley. ¿Y qué nombre descubrió allí?
—Liza Stanford —respondió John—. Ese debe de ser el hallazgo del que me hablabas.
—Exacto —confirmó Kate.
Kate guardó silencio mientras el camarero les dejaba una botella de vino y otra de agua en la mesa. Les sirvió la bebida y se alejó de nuevo.
—Liza Stanford tiene un hijo —explicó Kate—. Finley Stanford. Lo llevó cuatro o cinco veces a la doctora Westley. Por supuesto, el jefe está absolutamente eufórico, porque llevaba ya mucho tiempo buscando algún tipo de relación entre Carla Roberts y Anne Westley. En su opinión, no es coincidencia que las dos conocieran a esa tal Liza Stanford.
—Y probablemente no lo sea —dijo John. Intentó seleccionar entre las numerosas preguntas e ideas que pasaron por su cabeza de repente.
—¿Hubo algún episodio relevante con el hijo? —inquirió él—. Desde el punto de vista médico, quiero decir. ¿Algún problema? ¿Algo serio?
Kate negó con la cabeza.
—En todos los casos acudió por pequeñeces. Una inflamación de garganta, sarampión, una lesión deportiva… Nada espectacular. Nada que en determinadas circunstancias pudiera motivar un crimen contra Westley.
—¿Y qué hay de Gillian Ward? ¿También conocía a esa mujer?
Kate hizo una mueca compasiva.
—Como es lógico, lo verificaron enseguida. Eso sí que habría sido redondo. Pero no, jamás había oído ese nombre. Fielder está intentando descubrir si podía haber tenido contacto con el marido, ya fuera por una relación laboral o deportiva. Aunque, claro, eso es mucho más difícil.
—¿Habéis ido a ver a Liza Stanford? —preguntó John.
Parecía como si Kate hubiera estado esperando esa pregunta.
—Ahora viene lo mejor —anunció ella—, Fielder acudió a verla enseguida. Ayer mismo por la tarde. O mejor dicho, lo intentó. Porque se enteró de que ha desaparecido. ¡Desde hace dos meses!
—¿Desaparecido?
—Encontró a su marido. ¿Y adivinas quién es? Stanford. ¡El doctor Logan Stanford!
—¿Ah, sí? —exclamó John sorprendido—. ¿El Caritativo?
—Exacto. Ese abogado rico y famoso que tiene un pedazo de mansión en Hampstead y una agenda de contactos en la que debe de haber desde el primer ministro hasta la reina de Inglaterra. El que siempre aparece en la prensa del corazón por sus actos de beneficencia. Y le ha explicado a Fielder que su esposa desapareció a mediados de noviembre.
—Ajá. ¿Y Stanford lo encuentra normal? ¿O ha tomado algún tipo de medida al respecto?
—Por lo que yo sé, todo esto me parece muy misterioso —dijo Kate. La manera en la que lo formuló le hizo pensar a John que en ese aspecto Kate no estaba al corriente de los hechos al cien por cien—. Stanford no ha tomado ningún tipo de medida porque al parecer no es algo extraordinario que su esposa haga algo así. Desaparecer de vez en cuando, quiero decir. Le reconoció a Fielder que su matrimonio no era especialmente plácido. Eso encaja con lo que sabemos a través del grupo de mujeres. Liza Stanford estaba valorando la posibilidad de separarse. Resulta que sufre de episodios depresivos y es una mujer bastante nerviosa que necesita escaparse continuamente para descubrir cómo debería ser su futuro. Últimamente no mantiene ningún tipo de contacto con su familia.
—¿En qué consisten exactamente los problemas del matrimonio? ¿Fielder ha podido preguntárselo?
—Por desgracia, no lo sé —confesó Kate—. Ya sabes que solo habla sin reservas con su Christy. Yo únicamente me entero de lo que se explica en las reuniones generales y acerca de ese desarrollo solo tuvimos una conversación muy breve ayer a última hora.
—¿Y el hijo? ¿Qué pasa con él? ¿Estaba en casa?
—Sí. Finley tiene doce años y estaba sentado frente al ordenador cuando Fielder se presentó en su casa. Al parecer no se mostró especialmente comunicativo, aunque eso es algo típico de los jóvenes de su edad. Pero todo parecía correcto, en su caso. A Fielder no le pareció que estuviera especialmente trastornado. Sobre todo porque parecía más bien acostumbrado a ese tipo de situaciones.
—Mmm… ¿Y tú qué crees? —quiso saber John—. ¿Cómo lo ves?
—¿Yo? —preguntó Kate sorprendida. Al parecer no había esperado en absoluto que John se interesara seriamente por su opinión al respecto—. Bueno, a decir verdad, yo no lo veo nada claro. Una esposa y madre que desaparece durante semanas mientras su marido y su hijo siguen viviendo como si nada hubiera sucedido. Quiero decir que, además, siendo depresiva, lo normal sería preocuparse por ella, ¿no? Aunque hasta la fecha siempre haya vuelto, sería de imaginar que podría llegar un momento en el que hiciera alguna tontería. ¡Podría haberse suicidado y su familia ni siquiera lo sabría!
—A eso hay que añadirle el hecho de que tuviera contacto con dos mujeres a las que han asesinado en un período de tiempo relativamente breve. Es evidente que Fielder también se ha dado cuenta de que no puede tratarse de una coincidencia —dijo él con aire reflexivo.
John jugueteó con la copa de vino y retiró las manos enseguida en cuanto se dio cuenta de que el camarero se acercaba a la mesa para servirles un gran plato lleno de pasta humeante. Durante unos minutos estuvieron comiendo en silencio, lo que le fue muy bien a John para poder concentrarse en sus cavilaciones.
Lo que no podía valorar era si Stanford era digno de crédito. Para juzgarlo por sí mismo, tendría que hablar con él. En todo caso, la historia le parecía demasiado extraña.
Si quiero seguir metido en el caso, pensó, tengo que hablar con él.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Kate levantó la mirada del plato justo en ese instante para preguntarle algo:
—John, ya sé que no es asunto mío, pero… ¿por qué? ¿Por qué quieres saber todo esto? ¿Por qué no te limitas a dejar que Fielder haga su trabajo? ¿Por qué quieres investigarlo por tu cuenta?
Al principio, él le había dicho que conocía a Gillian Ward, que habían asesinado a su marido y que eso le había hecho interesarse por el caso. Lo que no había mencionado era que mantenía una relación con ella… ¿O sería más justo decir que la había mantenido? Ya no lo sabía con toda seguridad. Se había limitado a contarle que era el entrenador de balonmano de la hija de Gillian. A John el instinto le decía que Kate se habría cerrado como una ostra si llegaba a saber la verdad. Lo único que la impulsaba a hablar eran las esperanzas que albergaba respecto a él.
—Es divertido —respondió él. En ese mismo momento, se sorprendió al darse cuenta de hasta qué punto esa respuesta se ajustaba a la verdad. Si dejaba de lado los motivos que lo impulsaban, realmente lo encontraba divertido. La conexión con Gillian había sido el detonante, la chispa inicial, pero entretanto se había despertado su instinto cazador. Tenía la formación necesaria para hacer lo que estaba haciendo y se dio cuenta de que echaba de menos ese trabajo. No echaba de menos la jerarquía de la carrera como funcionario, ni las intrigas, ni la lucha por los ascensos. Pero sí el trabajo. Simplemente el trabajo en sí mismo.
—Y ya sabes —prosiguió John— que conozco a la familia Ward. La hija me cae muy bien y esa chica ha quedado completamente traumatizada. Tal vez sea eso lo que está aumentando la ira que siento por el autor del asesinato.
Miró a Kate y se dio cuenta de que la había convencido.
—Hay dos cosas más que no te había mencionado todavía —dijo ella—. La prensa tampoco sabe nada acerca del tema. Sabemos que Carla Roberts, durante las dos últimas semanas previas a su muerte, se había sentido vagamente amenazada. Se lo había contado a su hija. Vivía en el piso superior de un bloque de viviendas y se había dado cuenta de que el ascensor solía subir hasta su planta con una cierta frecuencia. Con demasiada frecuencia, a decir verdad. Y sin que nadie saliera del ascensor. Eso había despertado sus temores.