Quedaba Nancy Cox. Le había parecido muy simpática por teléfono.
—Puede pasar por mi casa a cualquier hora por la mañana —le había dicho a Christy—, estoy jubilada, tengo todo el tiempo del mundo.
Mientras conducía por la ciudad entre el tráfico de primera hora de la mañana que poco a poco se iba volviendo cada vez más fluido, Christy se puso a pensar en la conversación que había tenido con Fielder el sábado. Ella había querido saber qué tipo de persona era Logan Stanford, al que hasta entonces solo había conocido por la prensa del corazón, y Fielder había titubeado un rato antes de responder:
—Le voy a ser sincero, no me gusta nada —había dicho finalmente—. Aunque por supuesto eso no debería influir lo más mínimo en la investigación. Es solo que está podrido de dinero y le gusta dejarlo bien claro, y ese tipo de personas nunca me ha caído bien. Además, es el clásico abogado estrella que parece no tener escrúpulos, que interpreta la verdad como le da la gana, acepta dinero negro y obtiene un auto provisional cada vez que alguien se atreve a seguirle la pista lo más mínimo. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí —respondió ella entre risas—. Ya le entiendo. Pero tenga cuidado con lo que dice. ¡Sobre todo con lo del dinero negro!
—Solo se lo digo a usted, Christy. No tengo ni idea de si es cierto. Pero no resulta difícil imaginar que lo sea.
—¿La desaparición de la esposa no lo ha inquietado en absoluto?
—Me ha asegurado que ya está acostumbrado. Del mismo modo que está acostumbrado a que vuelva a aparecer en cualquier momento. Por eso mantiene la preocupación a raya.
—¿Y lo encuentra usted normal? Quiero decir que incluso estando acostumbrado… Que una persona tan depresiva desaparezca durante semanas de vez en cuando… ¡Es algo insoportable! No puede dejar que suceda como si nada. Debería intentar ayudarla.
—Me da la impresión de que es bastante insensible, que prefiere centrarse mucho más en su carrera y en su prestigio. En cualquier caso, no sabemos hasta qué punto debe de haber intentado hacer algo para solucionar ese problema en el pasado. Las parejas también pueden fracasar por culpa de un cónyuge depresivo. Llega un momento en el que ya no quedan fuerzas para seguir luchando y dejas que las cosas sigan su curso con la esperanza de que todo salga más o menos bien después de todo.
En esos momentos, mientras recorría la ciudad en dirección a comisaría, Christy pensó en algo más. La auxiliar de médico de la consulta de Anne Westley había excluido la posibilidad de que Liza Stanford hubiera podido sufrir una depresión. Y además estaba el hecho de que esa familia, al parecer, estaba realmente forrada.
Esposa de un abogado, pensó Christy, e inmensamente rica. Joyería cara, trapitos de diseñador, un Bentley… Bien podría ser que una mujer como esa se ausentara por otros motivos, para hacerse un repaso general en algún lugar como Brasil, por ejemplo. Tal vez esté ingresada en una clínica de São Paulo donde le estén succionando la grasa de las cartucheras, estirándole la piel de los párpados, alisándole el escote y acolchándole los labios. A nadie le gusta hablar de ese tipo de cosas. Tal vez su marido le había prohibido tajantemente mencionar esa afición extravagante y lo único que a él se le había ocurrido decir era que su mujer sufría depresiones. No pueden excluirse las posibilidades más inofensivas.
Sin embargo, acabó de comprender por completo la argumentación de Peter Fielder.
—Tenemos a dos mujeres asesinadas y la única que tenía algo que ver con ambas ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Eso huele mal, Christy! Sé que pueden darse coincidencias descabelladas, pero esta tendría que explicármela alguien. Y no olvide una cosa: es evidente que el matrimonio de los Stanford era cualquier cosa menos plácido. Que una esposa se ponga en contacto con un grupo de autoayuda para mujeres que viven solas para así reunir estímulos que la ayuden a dar el paso definitivo significa que el matrimonio está tocado de muerte. ¿Qué sabemos, pues? Tal vez que Carla Roberts había estado aconsejando sin cesar a su amiga para que dejara a ese abogado sin corazón de una vez. Quién sabe si la señora Stanford acabó harta del tema. El divorcio podría costarle a él una fortuna de la que quizá ni siquiera dispone. Esa gente vive en una casa ostentosa, conducen coches de lujo y están forrados de dinero, pero ¿cuántas veces hemos visto un matrimonio de esas características con pies de barro? Tal vez les hayan prestado esa casa tan imponente, que tengan esos coches tan fabulosos en
leasing
y se las vean y se las deseen para pagar los recibos. El divorcio sería el golpe de gracia. Es posible que Stanford odiara ese grupo al que acudía su esposa y que por encima de todo odiara a Carla Roberts.
—¿Y qué pasa con Anne Westley? ¿Y con Thomas Ward? ¿O Gillian Ward?
Fielder no había sabido qué responder a ninguna de esas preguntas. Y Christy tampoco.
En casa de Nancy Cox se había encontrado con un desayuno preparado a base de tostadas, diferentes variedades de mermeladas, huevos revueltos con beicon y un bollo recién horneado. Y también una gran cafetera humeante, por supuesto. Nancy había puesto la mesa en el salón de su pequeño chalé adosado, en Fulham. Era una mujer delicada, de ojos bondadosos, pelo corto de color gris y un cálido atractivo. Sobre el sofá dormían dos gatos. En el jardín había un muñeco de nieve.
—Mis nietos han venido a verme el fin de semana —explicó en cuanto vio la mirada de asombro de Christy.
Esta, que una vez más se había limitado a tomar un café justo después de levantarse y a comer una chocolatina a lo largo de toda la mañana, no se resistió a la tentación. Se zampó dos raciones de huevos revueltos con una rebanada de pan tostada y tomó tres tazas de café. Pudo constatar de nuevo hasta qué punto un desayuno como Dios manda era capaz de levantarle el ánimo. Sin embargo, se propuso ponerse a dieta durante los próximos días. Christy mantenía una lucha constante contra la báscula.
Lo que Nancy le contó acerca de Liza coincidió con lo que ya le había dicho Ellen Curran. Solo se distinguió en una cosa respecto a la descripción de la auxiliar de médico.
—¿Arrogante? A mí nunca me lo ha parecido. Sí, siempre viste ropa increíblemente cara y seguro que las joyas que lleva en una sola mano valen más que lo que yo percibo como jubilada en cinco años. Pero ese tipo de cosas no son las que hacen feliz a la gente, ¿verdad? A mí me parecía más bien triste. Deprimida.
—¿Qué contaba acerca de su matrimonio? Tenía intención de separarse, ¿no?
—Ay, ¿sabe?, siempre he pensado que jamás llegaría a hacerlo. A veces lo único que quería era saber si aquella posibilidad existía para ella. Es difícil decir qué es lo que le reprochaba a su marido, al fin y al cabo. Es que hablaba muy poco. Tanto ella como Carla Roberts eran bastante calladas. En cambio, las otras cuatro no parábamos de charlar en todo el rato.
—Carla Roberts…
Nancy adoptó una mueca afligida.
—¿Ya se sabe quién la mató? Cuando lo leí en el periódico no me lo podía creer. Nunca piensas que algo así le ocurrirá a alguien a quien conoces. ¡Me quedé hecha polvo!
—A pesar de que Carla y Liza hablaran poco, algo debían de decir, ¿no?
Nancy reflexionó un poco.
—Sí, claro. Liza mencionó en un par de ocasiones que se sentía muy desgraciada en su matrimonio. Su marido solo se preocupaba por el dinero y el prestigio. Aparecía a menudo en las revistas por las galas de beneficencia que solía organizar. Pero eso no significa que se preocupara lo suficiente de su esposa, ¿no? Creo que en el fondo ella se sentía muy sola, incluso cuando estaba junto a él.
—¿Sabe si a él le había parecido bien que su esposa acudiera a las reuniones del grupo?
—Creo que no estaba al corriente de ello. Le había contado todo lo del grupo de autoayuda, pero a él seguramente le había parecido una tontería y no debió de considerarlo nada peligroso.
—¿Carla le aconsejaba que se divorciara?
—No lo sé. En ocasiones hablaban en voz baja entre ellas, pero no sé de qué. —Nancy adoptó una expresión de culpabilidad—. A decir verdad, las dos me parecían bastante aburridas. El resto nos divertíamos mucho juntas, mientras que ellas dos eran muy sosas. Llegó un punto en el que dejé de hacerles caso. De todos modos, Liza faltaba a menudo.
—¿Y justificaba su ausencia de algún modo?
—Compromisos sociales. Bueno, supongo que tenía que ver con lo que hacía su marido. Aunque Ellen estaba disgustada por ello.
—¿Podríamos excluir la posibilidad de que su marido le hubiera impedido acudir a las reuniones en alguna ocasión?
—No, por supuesto que no. Yo solo me atrevo a relatarle lo que ella decía. Tampoco es que insistiéramos con esas preguntas.
—¿Liza llegó a mencionar en alguna ocasión a la doctora de su hijo? ¿La pediatra Anne Westley?
—No. Jamás. ¿Por qué?
Christy ignoró la pregunta.
—¿Y sobre qué hablaba Carla Roberts? —preguntó—. Cuando hablaba, quiero decir.
—Bueno, Carla tenía unos problemas enormes —dijo Nancy—. Era una mujer devastada. Su marido se había fugado con su secretaria, la empresa había quebrado, la casa se puso a subasta… Carla lo perdió todo de la noche a la mañana. De repente se encontró de nuevo en una droguería, desembalando cajas y reponiendo los artículos de las estanterías para mantenerse a flote. Al menos hasta que se jubiló y se quedó sola del todo. Simplemente no podía con todo lo que le estaba sucediendo. Y su hija, la única persona que le quedaba, llevaba su propia vida.
—Sí, la hija se preocupaba poco por su madre.
—Bueno —Nancy se encogió de hombros—, así son los jóvenes de hoy en día. Solo se preocupan por ellos mismos, por su vida, por su futuro. Cuando mi marido apareció de repente con otra mujer y me pidió el divorcio, yo también me sentí en un pozo sin fondo, créame. Y a mis hijos pude verlos poco durante esa época. Tenían sus estudios, sus amigos… Pasar el fin de semana con una madre que no paraba de llorar no debía de ser lo más agradable del mundo.
Christy pensó de nuevo que había sido una buena elección renunciar a tener hijos y llevar una vida familiar clásica. A menudo tenía la impresión de que en esos tiempos los niños crecían como unos egoístas incorregibles.
Bebió el último sorbo de café, sacó una tarjeta de un bolsillo y se la tendió a Nancy por encima de la mesa.
—Tenga. Por favor, llámeme si le viene algo más a la memoria. Cualquier cosa que Carla o Liza hubieran dicho, aunque no lo hubieran mencionado más que de forma ocasional. Cualquier cosa podría llegar a ser relevante.
—De acuerdo, pensaré en ello —prometió Nancy.
3
La finca era excepcionalmente extensa incluso para tratarse de Hampstead y, puesto que John estaba al corriente del precio del metro cuadrado en diferentes partes de Londres, estimó lo que los Stanford debían de haber pagado por una propiedad de esas características. La casa quedaba bien alejada de la calle entre los altos árboles que, a pesar de no estar muy juntos y de que en esa época del año ya no tenían follaje, formaban un muro bastante hermético frente a las miradas ajenas. John verificó hacia dónde estaba orientada y se dio cuenta de que los árboles hacia el sur formaban una pantalla perfecta que especialmente en verano debía de proteger la casa de la luz del sol, por lo que debía de estar sumida en una sombra constante. John se preguntaba cómo alguien era capaz de acumular la fortuna que valía una mansión tan gigantesca, con un jardín que parecía un parque, y luego vivir rodeado de una oscuridad que cualquier vivienda con patio trasero podía ofrecer igualmente por un precio mucho menor. No le extrañó en absoluto que Liza Stanford sufriera depresiones.
Se disponía a tocar el timbre que se encontraba justo al lado de una cámara de vigilancia junto a la puerta de hierro forjado cuando vio que se le acercaba un chico por el jardín cubierto de nieve. No seguía el sendero que conducía hasta la casa, sino que andaba pesadamente por el terreno nevado arrastrando un trineo, una especie de bandeja de plástico rojo, moldeada con forma de asiento. John pensó en cómo eran los trineos cuando él era niño.
Las cosas habían cambiado mucho desde entonces.
El chico abrió la puerta y se sobresaltó al ver que había un hombre esperando tras ella.
—Hola —dijo con voz titubeante.
—Hola —respondió John—, me llamo John Burton. ¿Tú eres…?
—Finley. Finley Stanford.
—Hola, Finley. Me gustaría hablar con tu madre. ¿Está en casa?
—No.
—¿Y sabes a qué hora volverá?
—No.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—Ha desaparecido —dijo Finley.
John lo miró simulando una expresión de asombro.
—¿Desaparecido? ¿Y desde cuándo ha desaparecido?
—Desde mediados de noviembre. Desapareció el quince de noviembre. Un domingo.
—Ya veo. Cogió sus cosas, salió de casa y todavía no ha vuelto, ¿no?
—No. El domingo por la tarde mamá y yo estuvimos viendo juntos la tele. Ella se tomó una taza de té y yo, leche con cacao. Y también estuvimos comiendo pastas.
—¿Solo tu mamá y tú? ¿Tu padre no estaba con vosotros?
—Papá estaba en su despacho. Tenía cosas que hacer.
—Entiendo. ¿Y luego?
—Papá salió de casa porque había quedado para cenar fuera. Con un cliente. Mi papá es abogado.
—Lo sé.
—Mamá y yo no cenamos porque habíamos comido muchas pastas para merendar. Luego yo estuve jugando un poco con el ordenador. Me metí en la cama hacia las nueve. —Finley interrumpió el relato de repente y miró a John con desconfianza—. ¿Por qué quiere saber todo eso?
—Conozco mucho a tu madre. Tenía que hablar con ella acerca de un asunto bastante urgente. Sería importante para mí saber qué ha sucedido.
—Sí —dijo Finley apenado—, pero yo tampoco lo sé. A la mañana siguiente, papá me despertó y me dijo que mamá se había marchado durante la noche, pero que estaba seguro de que volvería. Yo fui a la escuela como de costumbre, con la esperanza de que estaría de nuevo en casa cuando volviera por la tarde, pero… —Se encogió de hombros. John se fijó bien en él. El chico tenía la piel pálida y era muy delgado, pero parecía sano. Quedaba claro que estaba preocupado por su madre, pero no parecía en absoluto psicológicamente inestable. Parecía en paz consigo mismo. John se preguntó si esa paz no era incluso excesiva. Como entrenador de balonmano había tenido contacto con niños que sufrían problemas especialmente graves en casa y, en ocasiones, había tenido la sensación de que los niños que pasaban por situaciones vitales especialmente desastrosas a veces demostraban una calma peculiar que no era más que la expresión de un absoluto retraimiento. Había niños sin problemas familiares que sin embargo tenían un comportamiento mucho más llamativo que los que tenían una madre alcohólica o un padrastro violento. A John le había llamado la atención que ese comportamiento más bien discreto pudiera ocultar un verdadero desastre en el hogar.