Tres violentos asesinatos mantienen en vilo a la policía londinense. Si bien parece que todos ellos han sido cometidos por un único autor, ninguno de ellos parece tener un móvil claro y apenas si existe conexión entre las tres víctimas, dos mujeres de edad avanzada y el marido de Gillian Ward, madre de una adolescente y amante de John Burton, un expolicía que se vio obligado a dejar el cuerpo tras recibir una denuncia por acoso sexual y que decide investigar por su cuenta. Reuniendo pistas y nombres, John irá poco a poco descubriendo una historia de abusos, soledad y venganza sin sospechar que la próxima víctima está justo a su lado y que poco podrá hacer para salvarla…
Charlotte Link
Tengo que matarte otra vez
ePUB v1.0
Crubiera21.04.13
Título original:
Der Beobachter
Charlotte Link, 2011.
Traducción: Albert Vitó i Godina
Diseño portada: Yolanda Artola / Random House
Fotografía portada: Adrian Muttitt / Trevillion
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Se preguntaba si su mujer ya se habría dado cuenta de algo… En ocasiones lo miraba de una forma muy rara. Inquisitiva. Desconfiada. No decía nada, pero eso no significaba que no lo vigilara de cerca y que no sacara sus propias conclusiones.
Se habían casado en el mes de abril. Ya era septiembre y todavía se encontraban en aquella fase en la que las personas siguen tratándose con sumo respeto, intentando que los defectos propios no salgan a la luz con demasiada claridad. No obstante, a él ya le había quedado claro que su esposa acabaría revelándose como una criticona. No era ese tipo de mujeres a las que les gustaba pelearse con vehemencia, tirarse los platos a la cabeza, ni tampoco era capaz de amenazarlo con echarlo de casa. Más bien era de las que se lamentaban en voz baja pero sin cesar, lo que podía llegar a enervar a cualquiera.
Y, aun así, se contenía. Intentaba tenerlo todo perfecto para él. Le preparaba los platos que él deseaba, en la nevera no faltaba jamás la cerveza, le planchaba los pantalones y las camisas y veía con él las emisiones deportivas en televisión aunque lo que a ella le volvían loca eran las películas románticas.
Y, sin embargo, ella no le quitaba el ojo de encima. Al menos esa era la impresión que le daba.
Se había casado con él porque no sabía vivir sin un hombre, porque para ella era importante sentirse protegida y amparada. Por su parte, él se había casado con ella porque había visto que su situación empezaba a ser crítica. Sin trabajo fijo, casi sin dinero, se había dado cuenta de que pronto estaría en la cuerda floja. Ya había empezado a beber demasiado. Había conseguido mantenerse con algún trabajo eventual que le había servido para ir pagando el alquiler de aquel piso tan deprimente, pero estaba perdiendo las ganas de vivir. Se había quedado sin perspectivas.
Luego había aparecido Lucy, con el pequeño taller de reparación de bicicletas que había heredado de su difunto marido, y él decidió aprovechar la oportunidad. Siempre había tenido buen ojo para las oportunidades, estaba orgulloso de no ser una de esas personas que pasan mucho tiempo dudando.
Había pasado a ser un hombre casado, tenía un techo en el que cobijarse y tenía trabajo.
Su vida volvía a funcionar.
Y luego estaba aquello. Ese presentimiento, esa obsesión, la incapacidad de pensar en algo distinto. En algo que no fuera ella.
Aunque en el fondo ya lo sabía desde el principio.
Y ella no era Lucy.
Ella era rubia. No mal teñida, como Lucy, que ya tenía bastantes canas en el pelo, sino rubia de verdad. La melena le llegaba hasta la cintura y le brillaba al sol como un paño de seda dorada. Tenía los ojos entre azules y verdes, según lo claro que era el día, aunque también dependía de los colores de la ropa que llevaba puesta o del lugar por el que se movía. En ocasiones parecían azules como una nomeolvides, o verdes como un lago profundo. El intenso juego de colores de esos ojos lo tenía fascinado. No había visto nada igual en ninguna otra persona.
También le gustaban sus manos. Eran finas, suaves. Los dedos, largos y delgados.
Le gustaban sus piernas. Delicadas, casi quebradizas. Todo en ella tenía ese aspecto. Como si alguien la hubiera tallado en madera, una madera excepcional, de color claro, con mucha paciencia, dedicándole todo el tiempo necesario. No había nada en ella que pareciera pesado, grueso o basto. Era la gracia personificada.
Cuando pensaba en ella, empezaba a sudar. Cuando la veía era incapaz de volver la mirada y era muy probable que Lucy también se hubiera dado cuenta de ello. Intentaba estar en la puerta del patio cada vez que ella bajaba a la calle. La mayoría de las veces lo que hacía era probar alguna bicicleta recién reparada por la acera, así tenía una excusa para merodear por allí. Le encantaba cómo se movía. Esa manera de andar, tan ligera. En lugar de dar pasitos cortos y rápidos, caminaba con grandes pasos. Demostraba una gran fuerza en todo lo que hacía, tanto si corría como si hablaba o reía: sí, una fuerza indómita. Energía.
Belleza. El exceso de belleza y perfección era tal, que en ocasiones a él le parecía increíble.
¿Era amor lo que sentía? Tenía que ser amor. Además del mero deseo y de la excitación, que también intervenían en ello, la amaba. El amor era el principio, la tierra en la que había crecido su anhelo, ese anhelo que no había sentido en ningún momento por Lucy. Esta había sido una solución de emergencia que no había podido desaprovechar, porque sin ella se habría encontrado al borde del abismo social. Lucy representaba más bien una necesidad. En esos casos de necesidad extrema uno tenía que saber conformarse, a veces la vida lo exigía. Hacía ya tiempo que había aprendido que no servía de nada resistirse a ese tipo de cosas.
Y, sin embargo, por dentro se rebelaba y no dejaba de sentir una desesperación aplastante. Porque ¿qué posibilidades tenía? No era un hombre atractivo, no se hacía ilusiones a ese respecto. Lo había sido en otro tiempo, pero… Su generosa barriga daba fe de su afición por la cerveza y la comida grasienta. Tenía las facciones hinchadas y flácidas. Aparentaba diez años más de los cuarenta y ocho que había cumplido, especialmente de noche cuando había bebido demasiado, algo que desgraciadamente no conseguía dejar. Debería hacer deporte, comer más verdura y beber agua o té, pero ¡por Dios!, después de pasarse treinta años viviendo de una manera no le resultaba fácil cambiar sus costumbres de la noche a la mañana. Se preguntaba si esa sílfide, esa hada, ese ser maravilloso podría llegar a amarlo de todos modos. A pesar de la barriga y de las bolsas de los ojos, a pesar de que tosía y sudaba ante el más mínimo esfuerzo. Tenía virtudes interiores, tal vez serían suficientes si ella llegaba a apreciarlas. Si de algo estaba convencido era de que no sería capaz de renunciar a ella. A pesar de Lucy y de sus celos, a pesar del riesgo que eso suponía para él.
Era un tipo seboso de cuarenta y ocho años con un cuerpo y un alma ardientes.
El problema era que ella, la sílfide, el hada, el ser que lo estaba consumiendo día y noche, era mucho más joven que él. Muchísimo más joven.
Tenía nueve años.
Liza consiguió abandonar la mesa de la celebración sin que nadie la viera cuando el hijo del homenajeado se disponía a iniciar su discurso: había golpeado varias veces una copa con un tenedor para captar la atención del centenar aproximado de invitados. El rumor de las conversaciones y risas que hasta entonces había llenado la estancia quedó enmudecido de repente, todas las miradas se volvieron hacia ese hombre nervioso que parecía haberse arrepentido de inmediato de haber decidido dedicarle un discurso elogioso a su padre, que ese día cumplía setenta y cinco años.
Un par de hombres se burlaron del orador, porque el rubor y la palidez se alternaban en su rostro, y es que no pudo evitar embrollarse y tuvo que intentarlo tres veces antes de poder empezar realmente. En cualquier caso, con esa actuación tan deslucida consiguió llamar la atención de todos los asistentes.
El momento no podía ser más adecuado.
Liza se había pasado el último cuarto de hora abriéndose paso lentamente hacia la salida y en ese momento estaba solo a dos pasos de encontrarse por fin fuera. Cerró la pesada puerta tras ella, se apoyó en la pared un momento y respiró hondo. Qué tranquilidad reinaba en el exterior. ¡Y qué fresco! El ambiente de la habitación se había caldeado en exceso debido a la cantidad de gente que había dentro, pero le había parecido que nadie había sufrido tanto el calor como ella. El resto de los asistentes parecían estar disfrutando mucho de la velada, todo habían sido vestidos bonitos, joyas, perfumes y risas alegres. A diferencia de ellos, en medio de todo eso ella se había sentido desplazada, como si la hubieran separado con un tabique invisible. Se había reído de forma mecánica, había respondido cuando le habían preguntado, había asentido o había negado con la cabeza y había bebido champán, pero durante todo el tiempo se había sentido agobiada, había tenido la sensación de actuar como una marioneta, colgada de unos hilos que alguien se dedicaba a manejar sin que ella hubiera sido capaz de moverse por sí misma ni una sola vez. De hecho, llevaba tiempo así: hacía años que no vivía de acuerdo a su propia voluntad. Y eso, en caso de que a aquello pudiera llamársele vivir.
Una joven empleada del elegante hotel Kensington en el que se estaba celebrando aquel cumpleaños de postín se le acercó y sopesó por un momento la posibilidad de que aquella mujer apoyada en la pared pudiera necesitar ayuda. Liza supuso que su aspecto revelaba su agotamiento y, en cualquier caso, si no lo parecía, lo cierto era que estaba exhausta. Recuperó la compostura e intentó sonreír.
—¿Todo bien? —preguntó la empleada.
—Sí —asintió ella—. Es solo que… ¡hace tanto calor ahí dentro! —dijo mientras señalaba hacia la puerta con un movimiento de cabeza. La joven la miró con compasión y continuó con su trabajo. Liza se dio cuenta de que tenía que ir al baño y arreglarse un poco. Tal como la había mirado, debía de tener un aspecto bastante desastroso.
La sala alicatada en mármol la recibió con su luz suave y una música a bajo volumen muy tranquilizadora que surgía de unos altavoces ocultos. Había temido encontrarse con alguien ahí dentro, pero no fue así. Al parecer en los reservados tampoco había nadie. Sin embargo, Liza tenía claro que, entre el centenar de invitados a la fiesta de cumpleaños y los huéspedes que pudieran estar alojados en el hotel, esa soledad no podía durar mucho. En cualquier segundo podía entrar alguien. No le quedaba mucho tiempo.
Se plantó frente a uno de los lujosos lavamanos y contempló el gran espejo que tenía delante.
Como la mayoría de las veces que se miraba en un espejo, tuvo la impresión de que no conocía a la mujer que veía reflejada en él. Incluso cuando no estaba tan estresada como en aquel momento. Al inicio de la velada se había recogido el pelo, pero los mechones rubios le colgaban ya desgreñados a ambos lados de la cara. La barra de labios probablemente había quedado adherida al borde de su copa de champán, pero en cualquier caso ya no le coloreaba los labios, que tenían un aspecto más bien pálido. Había sudado con ganas. Le brillaba la nariz y se le había corrido el maquillaje.