Carla no esperaba oír nada. Ningún ruido, nada.
Pero esa vez oyó algo. Esa vez alguien salió del ascensor. Oyó unos pasos, el sonido llegó hasta ella con claridad desde el rellano, que probablemente lucía bien iluminado.
Carla tragó saliva. Notó un hormigueo en la piel.
¡Ahora no vayas a volverte loca! Primero te inquietaba que no saliera nadie del ascensor, y ahora te inquietas por todo lo contrario, porque ha salido alguien.
Los pasos se acercaron a su apartamento.
Viene hacia aquí, pensó Carla, alguien viene a mi casa.
Se quedó paralizada frente a la puerta de la entrada.
Había alguien al otro lado.
Cuando sonó el timbre, el hechizo se desvaneció. El timbre denotaba normalidad.
Los ladrones no llaman a la puerta, pensó Carla.
Sin embargo, tuvo la precaución de utilizar la mirilla de la puerta.
Dudó un momento y, al fin, la abrió.
1
Gillian volvió a la cocina.
—Era la madre de Darcy —aclaró—. Hoy Darcy no irá a la escuela. Tiene la garganta inflamada.
El sonido del teléfono no había conseguido arrancar a Becky de su letargo. Seguía aferrada a su cuenco de muesli, mirando fijamente los trozos de frutas y los copos de cereales mezclados con la leche.
Acaba de cumplir doce años, pensó Gillian, y ya es tan gruñona y desganada como una adolescente en el punto álgido de la pubertad. ¿Antes no éramos diferentes?
—Mmm… —respondió Becky sin demasiado interés. En la silla que tenía al lado estaba sentado Chuck, su gato negro. La familia lo había encontrado durante unas vacaciones en Grecia, hecho polvo y medio muerto de hambre al borde de una calle. Se lo habían llevado a hurtadillas al hotel. El resto de las vacaciones habían consistido básicamente en lidiar con el problema, en sacar a Chuck del hotel cada día sin que nadie se diera cuenta para llevarlo al veterinario y volver a meterlo en la habitación a escondidas. Gillian y Becky habían pasado horas enteras administrándole alimento líquido con una pipeta sin muchas esperanzas de que llegara a sobrevivir. Becky había llorado mucho, pero a pesar de las dificultades y los nervios, había sido de gran ayuda para su madre con los cuidados.
Al final, habían vencido las ganas de vivir de Chuck y acabó acompañando a la familia en el viaje de vuelta hacia Inglaterra.
Gillian se sentó a la mesa frente a su hija. Le tocaría llevar a Becky a la escuela en coche. La madre de Darcy y ella solían ponerse de acuerdo para llevar a las dos niñas y esa semana no le tocaba a Gillian. Sin embargo, no habría sido normal que la madre de Darcy llevara a Becky si su propia hija estaba enferma y se quedaba en casa.
—Me he enterado de algo interesante por casualidad —dijo Gillian—. ¿Es cierto que hoy tenéis un examen de matemáticas?
—Puede ser.
—No. Puede ser, no. ¡Ya te lo digo yo! Hoy tienes un examen y yo ni siquiera me había enterado.
Becky se encogió de hombros. Tenía un bigote de cacao en el labio superior. Los vaqueros negros que llevaba puestos eran tan estrechos que Gillian se preguntaba cómo debía de haber conseguido meter las piernas dentro. Además llevaba un jersey ceñido a la piel también de color negro y un pañuelo negro alrededor del cuello. Hacía todo lo posible por tener un aspecto guay, pero la marca de cacao que tenía alrededor de la boca le daba una apariencia infantil, era como una especie de extraña mascarada. Por supuesto, Gillian se guardó muy mucho de comentarlo en voz alta.
—¿Por qué no me has dicho nada? Cada día te pregunto cuándo tenéis exámenes. Me dijiste que no tenías ninguno. ¿Por qué?
Becky volvió a encogerse de hombros.
—¿Podrías hacer el favor de contestarme? —preguntó Gillian con tono cortante.
—No lo sé —masculló Becky.
—¿Que no sabes qué?
—Por qué no te he dicho nada.
—Supongo que no te apetecía estudiar —constató Gillian con resignación.
Becky la miró con una expresión furiosa.
¿Qué estoy haciendo mal?, se preguntó Gillian, ¿qué estoy haciendo mal para que a veces me mire con tanto odio? ¿Por qué la madre de Darcy sí estaba al corriente? ¿Por qué estaban al corriente probablemente todas las demás madres, menos yo?
—Lávate los dientes —le dijo— y vuelve enseguida. Es hora de irse.
Durante el trayecto hacia la escuela, Becky no articuló ni una sola palabra y se limitó a mirar por la ventana. Gillian se moría de ganas de saber si su hija se veía capaz de aprobar el examen, si hasta cierto punto se sabía ya la lección, pero no se atrevió a preguntarlo. Temía recibir una respuesta impertinente porque presentía que en ese caso probablemente acabaría llorando. Últimamente le pasaba cada vez con más frecuencia y no encontraba la manera de evitarlo. Estaba a punto de convertirse en una llorona que temía enfrentarse a las circunstancias de la vida y a la conducta provocadora de su hija de doce años. ¿Cómo era posible que una mujer de cuarenta y dos años tuviera tan poca autoridad?
Becky se despidió de ella frente a la escuela con un par de palabras distantes y cruzó la calle con su rigidez característica. Tenía las piernas delgadas y el pelo largo ondeaba tras ella mientras la mochila («¡Hoy en día ya no se llevan las carteras, mamá!») se balanceaba sobre su espalda. No se dio la vuelta para mirar a su madre. Durante el parvulario siempre se volvía para lanzarle un beso con la mirada radiante. ¿Cómo había podido cambiar tanto en tan pocos años? Naturalmente, esa mañana se había puesto a la defensiva. Se había dado cuenta de que el examen de matemáticas le iría fatal y que había sido un error por su parte haberse escaqueado de estudiar. Se había visto obligada a mostrarse más malhumorada que nunca.
Gillian se preguntaba si todos eran igual. Tan agresivos, tan tercos, tan despiadados.
Arrancó el coche, pero se limitó a conducir hasta la calle siguiente antes de detenerse de nuevo junto al bordillo. Abrió parcialmente la ventanilla y encendió un cigarrillo. La escarcha cubría la hierba de los jardines que había por los alrededores. A lo lejos vio el Támesis, con el aspecto de cinta plomiza, ya muy amplia y sometida a los ritmos de las mareas, que adoptaba cerca de la desembocadura. El viento olía a algas y se oían los chillidos de las gaviotas. Hacía frío. Era una mañana de invierno gris y desapacible.
Había hablado acerca de ello con Tom una vez, de eso hacía ya dos años. Para ser más exactos, había intentado hablar con él acerca de ello. Sobre si hacía algo mal como madre. O si el resto de chicos y chicas eran iguales. Él no había sabido qué responderle.
—Si tuvieras un poco más de contacto con las demás madres —le había dicho al fin—, probablemente lo sabrías. Sabrías si estás haciendo algo mal. Tal vez incluso sabrías cómo podrías hacerlo bien. Pero por algún motivo te niegas a relacionarte con ellas.
—No es que me niegue. Simplemente no me entiendo muy bien con las demás madres.
—Pero son mujeres completamente normales. ¡No te harán nada malo!
Por supuesto, tenía razón. Pero no se trataba de eso.
—Es que tampoco me aceptan. Siempre es igual, como si… como si de algún modo habláramos idiomas distintos. Al parecer me equivoco en todo lo que digo. No cuadra con nada de lo que dicen ellas… —se había dado cuenta de cómo debía de haberle sonado todo aquello a Tom, el hombre más racional del mundo. Como una tontería, una absoluta tontería.
—¡Tonterías! —le había respondido él enseguida—. Creo que todo eso no son más que imaginaciones tuyas. Eres una mujer inteligente, eres guapa, tienes éxito en tu trabajo. Tu marido, hasta cierto punto, no está nada mal y tampoco puede decirse que no haya tenido éxito en su trabajo. Tienes una hija guapa, inteligente y sana. ¿De dónde sacas todos esos complejos?
¿Tenía complejos?
Perdida en sus cavilaciones, tiró la ceniza del cigarrillo por la ventanilla del coche.
No tenía motivos para tener complejos. Quince años atrás había fundado junto a Tom una empresa en Londres especializada en la consultoría fiscal y económica. Habían tenido que trabajar muy duro para lanzar la empresa, pero había valido la pena: en esos momentos daban trabajo a dieciséis empleados. Tom siempre insistía en que sin Gillian habría sido incapaz de conseguirlo. Desde el nacimiento de Becky, Gillian no trabajaba cada día en la oficina, pero había seguido ocupándose de sus propios clientes, porque confiaban en ella. Tres o cuatro veces por semana tomaba el tren hacia Londres y se ocupaba de su trabajo. Gozaba de libertad absoluta para organizarse los horarios. Si Becky la necesitaba, pasaba un día entero sin aparecer por el despacho y durante el fin de semana siguiente se ocupaba del trabajo que le había quedado pendiente.
Todo iba bien. Debería ser feliz.
Miró por el retrovisor y vio reflejados en él sus ojos de color azul oscuro y los mechones rojizos que le caían sobre la frente. Era incapaz de conseguir que su pelo largo y revuelto tuviera un aspecto decente, recordaba a la perfección lo mucho que había sufrido al respecto durante la infancia: por sus rizos, por ser pelirroja, por las inevitables pecas a juego que decoraban su rostro. Más adelante, en la universidad, había conocido a Thomas Ward, su primer novio, el que tenía que ser el hombre de su vida, su gran amor. Él había quedado prendado del color de su pelo y le había contado las pecas una a una y, de repente, había empezado a sentirse guapa y a valorar la peculiaridad de su aspecto.
También deberías pensar en eso de vez en cuando, pensó, en todo lo bueno que Tom te ha aportado. Estás casada con un hombre maravilloso.
Después de fumarse el cigarrillo valoró la posibilidad de acudir al despacho. Le esperaba un trabajo considerable y sabía por experiencia que el trabajo era la mejor manera de combatir las cavilaciones. Decidió pasar por casa para tomar una última taza de café, cambiarse de ropa y salir de nuevo hacia Londres.
Arrancó el coche.
Tal vez debería volver a quedar con Tara Caine. Su amiga trabajaba como fiscal en Londres y según Tom, a quien no le caía especialmente simpática, era una feminista radical. En cualquier caso, a Gillian le iba bien poder charlar con ella de vez en cuando.
La última vez que se habían visto, Tara no había tenido miramientos en decirle que la había visto inmersa en una fuerte depresión.
Quizá tuviera razón.
2
Samson llevaba un buen rato aguzando el oído y cuando estuvo seguro de que no había nadie en el piso inferior, bajó la escalera en calcetines. Quería ponerse los zapatos y el anorak tan rápido como fuera posible y sin que lo viera nadie para después salir afuera, pero mientras estaba encorvado hacia delante atándose los cordones la puerta de la cocina se abrió y apareció su cuñada Millie. La manera en la que se le acercó le recordó a un ave de rapiña cuando divisa a su presa.
Samson se puso de pie.
—Hola, Millie —dijo, algo confuso.
Millie Segal era de ese tipo de mujeres que, antes incluso de haber cumplido los cuarenta, ya llevaban escrita en la frente una frase de doble filo como «Estoy segura de haber sido guapa». Era rubia, tenía buen tipo y unos rasgos simétricos, aunque surcados por profundas marcas y arrugas como consecuencia de un bronceado excesivo y del abuso de cigarrillos, lo que la hacía parecer mayor de lo que en realidad era. Además, parecía acongojada y algo amargada. Esto último no dependía tanto de una vida poco saludable como del hecho de que fuera una mujer profundamente insatisfecha, frustrada. Samson había hablado de ello alguna vez con su hermano. Este le había explicado que Millie estaba convencida de que vivía instalada en la mala suerte y no porque le hubiera ocurrido algo realmente trágico, sino porque se sentía agraviada por la suma de pequeñas injusticias y desengaños cotidianos.
Cuando Gavin, su marido, le preguntaba qué era exactamente lo que le amargaba tanto la vida, ella siempre respondía lo mismo.
—Todo. Todo en general…
Por desgracia, Samson sabía que su papel en ese «todo en general» no era precisamente insignificante.
—Me ha parecido oírte —dijo Millie. Todavía no se había vestido. Cuando trabajaba por la tarde, por la mañana se ponía un chándal y le preparaba el desayuno a su marido antes de que este se marchara para cumplir con su turno de mañana. Gavin trabajaba como conductor de autobús. A menudo tenía que levantarse a las cinco de la madrugada. En esos casos, Millie le preparaba café, beicon, huevos revueltos, tostadas y unos bocadillos para que se los llevara al trabajo. Ponía un cuidado realmente especial en ello, pero Samson estaba convencido de que no lo hacía de todo corazón. Por esos opíparos desayunos, Gavin solía pagar un alto precio: tenía que aguantar a todas horas los lamentos y las quejas de Millie, así como sus reproches. Samson en ocasiones se preguntaba si su hermano no preferiría pasar con una taza de café y una tostada con mermelada que hubiera tenido que prepararse él mismo a esas horas tan intempestivas, a cambio de poder sentarse en la cocina sin que nadie lo molestara mientras leía el periódico.
—Iba a salir ahora mismo —dijo Samson mientras se enfundaba el anorak.
—¿Eso significa que tienes trabajo? —preguntó Millie.
—Todavía no.
—¿Y haces algo para encontrar uno?
—Por supuesto. Pero son tiempos difíciles.
—Esta semana todavía no has puesto nada en el bote común de gastos domésticos y yo tengo que ir a comprar de todos modos. Además, a la hora de comer no te muestras tan parco.
Samson revolvió el contenido del monedero que llevaba en el bolsillo y sacó un billete.
—¿Crees que es suficiente con esto?
—No es que sea gran cosa —dijo Millie, aunque naturalmente aceptó el dinero—. Pero bueno, menos da una piedra.
¿Qué es lo que quiere exactamente?, se preguntaba Samson. No ha salido a mi encuentro solo por el dinero.
Él la miró con actitud interrogante.
—Gavin vendrá a mediodía —se limitó a decir Millie—. Comeremos a las dos. Hoy tengo turno de tarde.
—No vendré a comer —dijo Samson.
Ella se encogió de hombros.
—Tú sabrás.
Puesto que era evidente que no tenían nada más que decirse, él asintió levemente, abrió la puerta y salió a plantar cara al frío de la calle.
Los enfrentamientos con Millie siempre lo ponían nervioso, le provocaban tanta inseguridad y angustia que hasta le costaba respirar. Cuando salía se sentía mejor enseguida.