Y siempre pensando en Sean, en lo mucho que él se había entusiasmado por todo aquello, por los árboles frutales y por la mermelada casera. Y ella se había dado cuenta de que si recolectaba la fruta y la confitaba era solo por él, puesto que a ella no le gustaba especialmente la mermelada. En su vida no tendría tiempo de consumir todo lo que había almacenado en las estanterías del sótano. En algún momento moriría y tendrían que deshacerse de ella y de todas esas toneladas de mermelada casera envasada al vacío.
Sean y ella habían descubierto la casa ocho años atrás durante una excursión a Tunbridge Wells, una bonita ciudad al extremo oeste del condado de Kent, rodeada de prados, campos, colinas y frondosos bosques. La región era famosa por sus plantaciones de fruta y sus campos de lúpulo, prácticamente interminables. En esa región llovía poco, los veranos eran cálidos y secos, mientras que en primavera el aire estaba impregnado del aroma pesado y dulzón de las flores de los árboles frutales. Sean y Anne habían estado paseando por un bosque en el que crecían los muguetes y las anémonas y de repente la casa apareció ante ellos. Había pertenecido a un guardabosque o a un cazador, a juzgar por su aspecto. Parecía bastante decrépita, claramente deshabitada y no invitaba precisamente a entrar en ella. Pero todo eso no había molestado lo más mínimo a Sean. Se había enamorado del jardín y en lo sucesivo no pudo dejar de hablar de ello.
—¡Menuda extensión de terreno! Con árboles frutales, arbustos de lilas, codesos, jazmines, ¡hay de todo! Y rodeado de bosques. Es justo lo que siempre he estado buscando. ¡Llevo toda mi vida esperando encontrar algo así!
Ella no se había entusiasmado tanto. Los dos habían cumplido ya los sesenta por aquel entonces y a Anne le habría parecido que a esa edad avanzada no sería lo más sensato cargarse con el trabajo físico que exigiría mantener una propiedad como aquella. Por supuesto, Sean había encontrado argumentos para rebatir los de su esposa.
—Justo ahora, que nos quedan dos años para jubilarnos, nos lo podemos permitir. Y luego tendremos mucho tiempo y tampoco tendremos prisa. ¿Qué haremos todo el día en casa, mirar por la ventana? ¡Vamos, arriesguémonos! ¡Intentemos algo nuevo otra vez!
Al final consiguió comprar la casa. Y a decir verdad no le costó mucho lograrlo, porque no había nadie más interesado. La casa pertenecía al municipio de Tunbridge Wells, que se alegró de librarse de ella.
A partir de entonces pasaron su tiempo libre en el bosque, todos los fines de semana y festivos dedicados a renovar la casa, poco a poco y con mucho esfuerzo, y lo cierto es que Anne se había sorprendido al comprobar la satisfacción que suponía. Habían arrancado el parquet viejo, habían alicatado la cocina y los baños, habían pintado las paredes y habían mandado instalar ventanas nuevas. Habían eliminado tabiques para obtener habitaciones espaciosas donde antes había habido varios cuartos minúsculos. Habían construido una generosa terraza orientada al sur con una barandilla que la encerraba y unos escalones que permitían bajar al jardín. Tuvieron que cortar un par de árboles para conseguir que llegara más luz y Anne se instaló un estudio en el desván. Unos años antes había descubierto la pintura y se había convertido en su gran pasión.
Pensó si debía salir a ver si había algún coche aparcado por allí, para lo que tenía que andar hasta la puerta de la verja. Retrocedió al notar el frío intenso que la estaba aguardando fuera. Además, probablemente tampoco vería nada nuevo. Quizá esa vez no había más que imaginado el resplandor. Al fin y al cabo se había quedado medio traspuesta. Posiblemente, incluso se había dormido.
Pero algo la había despertado.
Intentó alejar la inquietante sensación que se había apoderado de ella. Realmente estaba completamente sola ahí afuera. Durante el día se las arreglaba bien, pero por la noche a veces tenía que esforzarse para no dejarse llevar por todo tipo de cavilaciones inquietantes.
Encendió la luz de nuevo y fue hacia la cocina. Era una cocina maravillosa con los muebles de madera pintados de color blanco, con los fogones en medio de la estancia y una gran encimera frente a la puerta, que daba a una terraza en la que se podía desayunar, leer el periódico o tomar un café de vez en cuando. Se sirvió un vasito de aguardiente que vació de un solo trago y acto seguido volvió a servirse otro. No solía recurrir al alcohol cuando tenía problemas, pero por un momento le pareció que el aguardiente la ayudaría a calmarse un poco.
Tras la muerte de Sean, no había vuelto a intentar buscar consuelo en el alcohol. Tampoco había tenido necesidad de pedir ningún tipo de ayuda a nadie. Por experiencia sabía que el trabajo era lo que mejor ayudaba a superar los problemas psicológicos, por eso se había volcado en el jardín, había pintado mucho y entre unas cosas y otras consiguió superar el primer año de soledad, que también era el peor. Desde entonces habían pasado ya dos años y medio y ya había retomado el control de sí misma, de su dolor y de aquella vida tan solitaria que llevaba en esa casa.
Sean había muerto justo después de concluir las obras de reforma. En pleno verano, pocas semanas antes de cumplir los sesenta y cinco. En junio se había retirado del mundo laboral, cuatro semanas después de que Anne abandonara la consulta de pediatría y se jubilara también. A principios de julio querían celebrar la inauguración de la nueva casa en el jardín, durante la época de floración de los jazmines. Habían invitado a casi ochenta personas y casi todas habían confirmado su asistencia. El día anterior a la fiesta, Sean trepó hasta el tejado porque se le había metido en la cabeza colgar una ristra de farolillos de colores en el canalón y se precipitó desde lo alto. Al principio no pareció nada dramático, se había roto la cabeza del fémur, pero aparte de eso no le había pasado nada. Por supuesto, estaba furioso y decepcionado porque tuvo que quedarse en el hospital y suspender la fiesta. El problema fue que a continuación contrajo una pulmonía, no reaccionó a ningún antibiótico y acabó muriendo al cabo de cuatro semanas, antes de que Anne pudiera acabar de comprender lo que había sucedido.
Lo enterró y en el mes de noviembre, ella misma subió al tejado también para descolgar la ristra de farolillos, que había seguido allí colgada. Una estúpida guirnalda de colores que no merecía ni mucho menos todo el dolor que había causado.
El segundo vasito de aguardiente consiguió, por fin, relajarla. Llegó a la conclusión de que el resplandor había sido en realidad fruto de su imaginación. Y que probablemente se había despertado a causa del televisor. Un grito, un disparo. Al fin y al cabo, ese tipo de cosas sucedían en las películas de suspense.
No obstante, esa noche puso un especial empeño en cerrar la puerta con llave y con la cadena de seguridad, algo que no solía hacer normalmente. Y cerró también los postigos de las ventanas de todas las habitaciones de la planta baja.
Por si acaso.
1
—¿Y? ¿Qué haces durante todo el día? —preguntó Bartek.
Había mucho ruido en el pub. Todas las mesas estaban ocupadas y todos los clientes reían, bebían y charlaban. A gritos. A Samson no le gustaba ir a ese pub, pero Bartek siempre insistía y Samson no quería disgustarlo, puesto que era su único amigo. De vez en cuando se encontraban, los viernes que Bartek libraba. Siempre temprano, normalmente alrededor de las seis o las seis y media. Bartek se estresaba por su novia cuando pasaba su tarde libre solo con un amigo en un bar, por eso como muy tarde volvían a casa a las ocho y media. Samson había acudido en coche y eso significaba que no podría beber nada, aunque de todos modos el alcohol tampoco le volvía loco y, en cambio, le parecía muy complicado volver en autobús. No le apetecía nada tener que esperar en la parada expuesto al frío y todavía menos ir a pie. Estaba muy acostumbrado a vagabundear por ahí, pero solo cuando había un buen motivo para ello.
El coche lo había heredado de su madre. Sabía que Millie se lo había tomado mal y que seguía enfadada por ello a pesar de los años que habían pasado desde entonces. Era incapaz de olvidar todo lo que los demás habían recibido y que ella desearía haber obtenido.
—Bueno, no me quedo todo el día sentado en casa, si es eso lo que quieres decir —respondió Samson ante la pregunta de Bartek—. Me aburriría demasiado. Y además Millie ha empezado esta semana el turno de tarde, se pasa medio día en casa y bueno… ya sabes. Prefiero renunciar a su compañía.
Millie trabajaba en una residencia para gente de la tercera edad y odiaba ese empleo, Samson lo sabía perfectamente. A veces la había oído hablar de sus pacientes y en esas ocasiones le asustaba imaginar que algún día también él envejecería y, para bien o para mal, caería en manos de alguien como ella.
—¡Mira que seguir viviendo con tu hermano y tu cuñada! —exclamó Bartek—. ¡Ya no tienes edad para eso!
—Pero ¡la casa también me pertenece a mí!
—Pues entonces que te paguen la parte proporcional del alquiler, pero búscate un lugar para ti solo. ¡Nunca llegarás a sentirte bien en esa casa!
—Tengo miedo de quedarme aislado si me largo a vivir solo —dijo Samson en voz baja.
Bartek arqueó las cejas.
—¿Cuántos años tienes? ¡Treinta y cuatro! ¡Ya va siendo hora de que encuentres una mujer con la que vivir! ¿No tienes previsto casarte algún día y formar una familia?
Samson tomó un sorbo de su cerveza sin alcohol.
Bartek había tocado un tema espinoso. Alguna vez habían hablado ya sobre ello, sobre casarse y traer hijos al mundo, llevar una vida normal y todo eso. Bartek, que tenía novia formal desde hacía varios años, se tomaba ese tema muy a pecho. Su novia hacía tiempo que quería casarse, mientras que él, a pesar de tener casi cuarenta años, temía ese compromiso. Samson, que jamás habría admitido que sus problemas eran de una índole completamente distinta, había acabado por atrincherarse tras un cierto temor al compromiso que en realidad no sentía. Al contrario, no había nada que anhelara más que encontrar a una mujer con la que casarse. Tener una casa, un jardín, hijos, un perro… Podía ver claramente esa imagen y a menudo pensaba que sería capaz de darlo todo para convertirla en realidad. Pero la triste e incluso perversa realidad era que jamás había tenido ni siquiera una novia. Ni en el instituto ni después. Jamás. Por eso le parecía tan lejana esa idea del matrimonio.
—Sí, hombre —dijo en tono evasivo—, ¡como si fuera tan fácil encontrar a una mujer con la que casarse!
—Bueno, pues mi novia ya me ha pedido que nos casemos —le explicó Bartek y al parecer se alegraba de que así hubiera sido—. Ahora realmente me ha puesto entre la espada y la pared y tal vez haya sido lo mejor. Nos casaremos el verano que viene. Será una gran fiesta, vendrá todo el mundo. ¡Y por supuesto, tú también estás invitado!
—Qué bien —repuso Samson, e intentó que su voz no sonara demasiado envidiosa. Bartek realmente había nacido de pie. Siempre, a todas luces, todo le salía bien. Se habían conocido antes de que Samson se dedicara a repartir congelados, cuando estuvo trabajando para un servicio de limusinas. Bartek también trabajaba allí y, a diferencia de Samson, a él no lo despidieron. Nadie despedía a alguien como Bartek, caía bien a todo el mundo, desde el jefe a los empleados y, por supuesto, también a los clientes. Muchos pedían que los atendiera Bartek cuando solicitaban un servicio. «¿Puede encargarse de ello Bartek? ¿Está libre ese polaco tan amable?».
Bartek hablaba un inglés perfecto, pero con un encantador acento de Europa del Este que tenía buena acogida especialmente entre las mujeres. Sabía cómo distraer a la gente, simplemente les contaba un par de historias de su vida, a menudo inventadas, y conseguía crear una tensión que les quitaba el aliento.
Samson pasaba noches enteras en vela preguntándose por qué las mujeres lo ignoraban continuamente y por qué siempre que conseguía un empleo era el primero a quien echaban. En ocasiones pensaba si el motivo no sería su currículo, tan aburrido que rozaba lo grotesco. ¿Qué podía poner que resultara interesante? O por su nombre. ¿Quién más se llamaba Samson? Si había algo que no les había perdonado a sus difuntos padres era precisamente que le hubieran puesto ese nombre. Durante el embarazo, su madre había leído un libro en el que aparecía un Samson y le encantó el nombre. Su hermano, dos años mayor que él, había tenido más suerte. Podías llamarte Gavin sin que todos tus compañeros de clase se burlaran continuamente de ti por ello.
—Tienes que ser más sociable —dijo Bartek—, de lo contrario no encontrarás jamás a una mujer con la que compartir tu vida. ¿Qué haces durante todo el día, si no te quedas en casa?
Todavía no le he contado lo que hago durante el día, pensó Samson, desconcertado. Bartek a veces no escuchaba. Y de todos modos tampoco es que fuera muy impresionante lo que tenía que contarle.
Sopesó un momento si valía la pena confiárselo y pensó en lo mucho que le gustaría poder hablarlo con alguien, pero aparte de Bartek no se le ocurrió nadie más.
—En cierto modo —dijo en un tono lleno de misterio—, me paso el día entero rodeado de gente.
—¿Ah sí? ¿Qué haces?
—Me dedico a observar la vida de otras personas.
—¿Cómo? —exclamó Bartek.
—Paseo por la calle, siempre a las mismas horas. Y es muy interesante… bueno, uno descubre muchas cosas acerca de la gente a partir del entorno en el que se mueven. Cómo viven, si están solos o tienen familia, si son felices o no. Cosas así.
De repente Samson pensó que probablemente acababa de cometer un error. Había sido una idiotez abrirse de ese modo con Bartek. Se dio cuenta de ello al ver la expresión que había adoptado el rostro de su amigo.
—¿Significa eso que vas siguiendo a varias personas con regularidad? —preguntó Bartek tras unos momentos en los que había estado intentando asumir lo que acababa de oír.
—Las analizo —explicó Samson.
—¿Cómo que… las analizas? ¿Qué quieres decir con eso?
—Intento descubrir cosas acerca de ellas. Por ejemplo, por qué alguien está solo. Y cómo le va sin compañía.
—¿Y qué consigues con eso?
—Comprenderlos.
—Sí, pero ¿para qué? Es decir, ¿qué pretendes descubrir en realidad?
Samson se dio cuenta de que todo aquello no tenía ninguna utilidad. Bartek no lo comprendería. Pero es que tal vez todo aquello no era comprensible.
—Bueno, yo también estoy solo, por ejemplo —a pesar de todo, intentó explicarlo—, y no paraba de preguntarme por qué. Entonces decidí intentar descubrir qué motivos tienen otras personas para vivir igual que yo.