Tengo que matarte otra vez (6 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Fielder asintió. Encajaba con la imagen que tenía de la víctima: una persona que había vivido sin entorno social, que había pasado diez días muerta en su casa sin que nadie la echara de menos.

—¿Cuándo dejó de trabajar su madre?

—Hace cinco años. Tras el divorcio, encontró trabajo en una droguería, pero no le gustaba nada y terminó por jubilarse a los sesenta. Por suerte, había cotizado algo durante los primeros años de su matrimonio, de lo contrario habría quedado en una mala situación económica. Pero gracias a eso consiguió salir adelante.

—¿Mientras estuvo en la droguería tuvo problemas con algún compañero de trabajo?

—No. Se entendía bien con todo el mundo y nadie tenía problemas con ella. Pero perdió el contacto con ellos después de dejar el empleo. No creo que siguiera viendo a nadie durante todo este tiempo.

—¿Y aparte de eso? ¿No tenía ninguna afición que compartiera con otras personas de vez en cuando?

—No. Nada.

—¿Y en el edificio? ¿No hablaba con ninguno de los vecinos?

—Tampoco. Todos los que residen allí parecen vivir de forma bastante anónima, pendientes solo de sí mismos. Y mi madre no era de ese tipo de personas con facilidad para dirigirles la palabra a los demás. Era demasiado tímida e insegura para esas cosas. Por otra parte, tampoco tuvo jamás ningún problema con nadie, era buena persona. Era amable. No comprendo cómo alguien ha podido demostrar tanto odio con ella. ¡No lo comprendo!

Fielder pensó en la brutalidad con la que habían matado a Carla. Posiblemente el asesino no había tenido ningún problema en especial con ella, con aquella jubilada amable y algo quejica. Tal vez lo que tenía era un problema con todas las mujeres en general. Un sádico, un psicópata, un tipo profundamente trastornado. El caso sugería algo por el estilo.

—¿Hay algo más que debería saber? —preguntó Fielder.

Keira reflexionó un momento.

—Creo que no —respondió ella, aunque enseguida se corrigió—. Espere, sí. No sé si es importante, pero esa noche en la que hablé por teléfono con mi madre por última vez mencionó algo raro… o al menos a ella le parecía raro. Me dijo que el ascensor subía a menudo hasta su piso. Pero que jamás salía nadie de él.

—¿Estaba segura de eso? ¿De que nadie salía del ascensor?

—Sí, al parecer sí. De lo contrario lo habría oído. Y puesto que de todos modos tampoco vivía nadie más en la misma planta que ella, le parecía extraño que subiera hasta allí.

—¿Desde cuándo se había dado cuenta de que ocurría eso tan extraño? ¿Se lo comentó?

—Me dijo que hacía una o dos semanas. Y que antes no había ocurrido jamás. Porque yo le dije que tal vez el sistema estaba programado de tal manera que el ascensor se paraba de vez en cuando en todas las plantas… Pero a continuación cambió de tema. Se dio cuenta de que yo tenía ganas de terminar la conversación. —Keira se mordió los labios.

Fielder se inclinó hacia delante. Sentía compasión por aquella joven. Perder a la madre era duro, pero perderla en un crimen tan brutal era directamente inconcebible. Y encima, estaba seguro de que Keira Jones tendría que acarrear durante el resto de su vida el remordimiento de haberse comportado de forma demasiado negligente, enervada y fría con su madre. Algo prácticamente insoportable.

—Señora Jones —dijo—, ¿tuvo la impresión de que su madre se sentía amenazada?

Los ojos de Keira volvieron a llenarse de lágrimas.

—Sí —admitió ella con algo parecido a un sollozo—. Sí, creo que tenía miedo. Era solo que no sabía decir de qué. Se sentía amenazada, sí. Y yo no me ocupé ni un solo segundo de ello.

Dejó caer la cabeza sobre las rodillas y rompió a llorar con ganas.

4

La madre de Darcy estaba preparando magdalenas.

¿Por qué todas las madres de hoy en día se pasan el día preparando magdalenas?, se preguntó Gillian a la vez que empezaba a notar un dolor de cabeza leve pero constante. ¿Quién se comía todas esas magdalenas que millones de madres horneaban a diario?

Diana, la madre de Darcy, vaciaba el recipiente de cerámica en el que había preparado la mezcla y la distribuía por los moldes. La cocina olía a chocolate, mantequilla y almendras. Sobre la mesa había unas velas gruesas de color rojo y una jarra con té de vainilla. Junto a ella, un pequeño cuenco con azúcar candi.

—Sírvete algo de té —dijo Diana.

Era una mujer atractiva, rubia y delgada. Jugaba muy bien al tenis y al golf. Sabía cocinar de maravilla y tenía maña para arreglar su casa de manera que resultara acogedora. Sus hijas la adoraban. Siempre colaboraba en la decoración de las fiestas del curso y se ofrecía como acompañante en las excursiones, motivo por el que también los profesores la adoraban.

Y encima horneaba magdalenas.

Sin embargo, en ese momento había sacado un tema que no encajaba para nada con la acogedora atmósfera previa a la Navidad que reinaba en su cocina: el asesinato que se había cobrado la vida de una anciana que vivía sola en Londres. Al parecer todo el mundo hablaba de ello y Gillian era la única que todavía no se había enterado. Becky había querido llevarle los deberes a su amiga Darcy, que estaba enferma, por eso se habían presentado en su casa. Las chicas se habían encerrado en la habitación de Darcy y la madre de esta había invitado a Gillian a una taza de té. En realidad hubiera preferido rechazarla. A pesar de haber vuelto de la oficina muerta de cansancio, se había empeñado en acompañar a Becky a casa de su amiga porque no quería que rondara por las calles a oscuras. No le apetecía en absoluto pasar el rato charlando, pero Diana se le había adelantado con la pregunta cuando todavía estaba en la puerta:

—¿Qué? ¿Qué te parece ese crimen tan atroz?

Por supuesto, Gillian había respondido preguntándole a qué se refería y con ello había sellado su destino. Diana, que siempre estaba buscando a alguien con quien poder cotillear, la había arrastrado hasta la cocina y le había contado con todo lujo de detalles todo lo que sabía al respecto.

—Llevaba muerta en su casa más de una semana ¡y nadie se había dado cuenta! ¿No es horrible? Me refiero a vivir tan sola y que a nadie le llame la atención hasta que alguien se da cuenta de que has muerto.

—Aún encuentro más horrible que la mataran en su propia casa —dijo Gillian—. ¿Cómo lo hizo el asesino para conseguir entrar? ¿Se sabe algo al respecto?

—Bueno, según se dice no había ni el más mínimo rastro de que hubiera forzado la puerta para entrar. Por consiguiente, debió de dejarlo entrar ella misma. También es posible que el crimen lo haya cometido alguien que la conociera. Porque ya nadie es tan imprudente como para abrir de par en par la puerta de casa cada vez que llaman, ¡sobre todo cuando una vive completamente sola!

Diana se dedicó un rato a amasar con abnegación la pasta de las magdalenas y Gillian se tomó el té y pensó en el asesinato de Londres y en aquella madre perfecta. Durante todo el tiempo intentó respirar relajadamente, porque a veces eso la ayudaba cuando el dolor de cabeza amenazaba con atormentarla.

Una vez llenos todos los moldes, Diana los metió en el horno, seleccionó la temperatura adecuada y se instaló en la mesa para servirse también algo de té.

—Tenía una hija ya adulta. Fue ella quien la encontró.

—¡Terrible! —dijo Gillian.

—Sí, bueno, pero esa misma hija había estado diez días sin saber nada de su madre. Es muy raro. Eso no podría sucederme a mí con mi hija.

Gillian pensó en la conducta provocadora que Becky había demostrado con ella ese mismo día. ¿Podría decir ella lo mismo de su hija con tanta convicción? ¿Que a ella no le ocurriría nunca?

—¿Y cómo… cómo la mataron? —preguntó Gillian algo acongojada.

—La policía mantiene silencio al respecto —respondió Diana en tono compasivo—. Secreto de sumario, ya sabes. Quieren evitar que surjan casos de imitación y confesiones falsas. Eso dice el periódico. Deben de haberla matado de un modo extremadamente brutal.

—Debe de haber sido alguien muy perverso —dijo Gillian con repulsión.

Diana se encogió de hombros.

—O alguien que sentía un odio incontenible por esa mujer.

—Sí, pero es difícil que alguien pueda odiar tanto. En cualquier caso, eso no es normal. Espero que atrapen al asesino muy pronto.

—Yo también lo espero —consintió Diana con fervor.

Las dos mujeres se quedaron en silencio un rato, abatidas, hasta que Diana cambió de tema abruptamente.

—¿Vendrás a la fiesta de Navidad del club de balonmano? ¿El viernes?

—No sabía nada. ¿Una fiesta?

—¡Becky no te cuenta nada! —exclamó Diana con una crueldad ingenua.

—Tal vez me lo haya contado y sea yo quien no la ha escuchado —dijo Gillian, a pesar de que sabía que no había sucedido de ese modo. Ella ponía atención siempre que Becky le contaba algo. Pero su hija apenas le contaba ya nada. Ese era el problema.

—Pero ¿vendrás? —insistió Diana—. Cada persona llevará unas galletas o algo por el estilo. Estará bien, ya verás.

—Sí, seguro.

¡Y seguro que tú llevarás tus malditas magdalenas!, pensó para sí.

Tengo que contenerme, se dijo, ¡de algún modo tengo que conseguir contenerme!

Con la excusa de que Tom no tardaría en llegar a casa y que tenía que preparar la cena, Gillian logró escapar de allí un cuarto de hora más tarde. Se sintió liberada cuando Becky y ella se encontraron por fin de nuevo en la oscura calle. El viento frío le sentó bien. Había llegado un momento en el que había empezado a hacérsele insoportable aquella cocina decorada con motivos navideños, el aroma del horno y Diana, la madre perfecta.

—¿Por qué no me has contado que pasado mañana celebráis una fiesta de Navidad en el club de balonmano? —preguntó cuando ya estaban a punto de llegar a casa. Como de costumbre, habían guardado silencio durante el camino.

—No me apetecía —murmuró Becky.

—Que no te apetecía ¿qué? ¿Contármelo? ¿Ir a la fiesta?

—Contártelo.

—¿Por qué?

Becky entró en el jardín de casa sin decir nada. El coche de Tom estaba aparcado frente al garaje. Por la mañana solía marcharse a Londres antes que Gillian y volvía mucho más tarde. Gillian todavía tenía que ocuparse de Becky y de la casa, por lo que siempre iban cada uno por su cuenta.

Gillian agarró a su hija por un brazo.

—¡Me gustaría que me respondieras!

—¿A qué? —preguntó Becky.

—A mi pregunta. ¿Por qué no me lo has contado?

—¡Quiero tener conexión a Internet de una vez!

—Eso no es una respuesta.

—En mi clase todos…

—¡Tonterías! No es cierto que todos los de tu clase tengan conexión a Internet. Internet…

—… es muy peligroso, está lleno de hombres malos que intentan seducir a jovencitas a través del chat para después…

—Pues desgraciadamente los hay, sí —dijo Gillian—. Pero ese es solo uno de los peligros de Internet. Me parece que eres demasiado joven para pasarte varias horas al día conectada al ordenador sin ningún tipo de control. Eso no está bien.

—¿Por qué? —preguntó Becky.

—Porque es más importante que termines los deberes, que te encuentres con tus amigas y practiques algún deporte —dijo Gillian y se dio cuenta de que sus palabras sonaban como las de una institutriz.

Becky puso los ojos en blanco.

—Mamá, tengo doce años. Siempre me tratas como si aún tuviera cinco.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es. Incluso cuando quiero ir a casa de Darcy me acompañas porque piensas que podría sucederme algo por el camino. Y eso que odias como la peste hablar con su madre. ¿Por qué no me dejas ir sola?

—Porque es de noche. Porque…

—¿Por qué no puedes simplemente confiar en mí? —preguntó Becky. En ese momento, vio que su padre había abierto la puerta de casa y las estaba esperando con la luz del vestíbulo de fondo. Sin aguardar respuesta de su madre, salió corriendo hacia él para abrazarlo.

Gillian la siguió poco a poco, pensativa.

5

Se sobresaltó cuando el haz de luz pasó por la pared que quedaba detrás del televisor y acto seguido se preguntó si no lo habría imaginado. O soñado. Se había quedado dormida a pesar de la tensión de la película de suspense que estaban emitiendo. Pero eso le pasaba a menudo. Era una persona diurna. Se levantaba a las cinco y media de la madrugada llena de energía, pero por la noche… En ocasiones se acostaba a las ocho.

Se enderezó de nuevo en su sillón.

Aguzó el oído, pero no oyó nada fuera.

Le había llamado la atención tres o cuatro veces últimamente. Un coche llegaba, cuando ya había oscurecido, de noche. Oía el motor y veía la luz de los faros proyectada sobre la pared del salón. Y luego… nada. Ni ruido, ni luz, nada. Como si alguien hubiera parado, hubiera apagado el motor y finalmente las luces.

Para quedarse allí, en la oscuridad, pero… ¿para qué?

Anne Westley no era una mujer miedosa. La primera vez se había levantado y había salido a la puerta, incluso había recorrido el sendero de losas del jardín hasta la puerta de la verja. Había intentado distinguir algo, pero había sido en vano. El bosque llegaba hasta su finca y, a pesar de que Anne sabía que la noche jamás es completamente negra, allí fuera no había podido ver nada. La oscuridad era prácticamente impenetrable.

Y la ubicación de su casa era lo que convertía en singular el hecho de que un coche apareciera por allí. No había ninguna carretera que llegara hasta las inmediaciones de la casa. A una cierta distancia había un aparcamiento aislado del que salían diferentes senderos en dirección a los bosques. Durante los fines de semana, sobre todo en verano, las idas y venidas eran constantes. En invierno, en cambio, poco después de la puesta del sol casi nadie se dejaba caer por allí, como mucho alguna parejita, para besuquearse. Pero raramente se adentraban en el bosque y menos con el coche, que habría sufrido lo suyo por el estrecho sendero que terminaba frente a la verja del jardín de la casa de Anne.

Se levantó, se acercó a la ventana e intentó mirar hacia fuera, pero no consiguió ver más que su propio rostro reflejado en el cristal. Apagó la lamparita del rincón y el televisor, la habitación quedó completamente a oscuras. Volvió a mirar hacia fuera, esforzándose por divisar algo entre la oscuridad, pero era difícil distinguir nada. Tan solo consiguió atisbar el jardín poblado de arbustos, la hierba alta y los árboles frutales ya pelados. En verano había recolectado cerezas, manzanas y peras sin fin y se había pasado varias semanas preparando mermelada y jalea con las que había llenado grandes tarros cerrados con las tapas, las juntas de goma y las etiquetas correspondientes, caligrafiadas con esmero.

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