—Ese tipo de cosas dan miedo —dijo Gillian—. Cada vez que leo algo así pienso que es increíble pasar por la vida sin que te suceda algo más o menos grave.
—Todo se aclarará. La mayoría de los crímenes acaban resolviéndose tarde o temprano.
—Pero todos no.
—Todos no —admitió él.
Gillian se atrevió a intentarlo de nuevo.
—¿Fue ese el motivo por el que se marchó? Del cuerpo de policía, quiero decir. ¿Porque le resultaba insoportable enfrentarse continuamente a una violencia horrorosa y ver cómo después no siempre se hace justicia?
Su rostro volvió a adoptar una expresión ensombrecida.
—Hubo varios motivos —dijo con tono evasivo. A continuación, vació su vaso de un trago y consultó el reloj—. Me temo que deberíamos volver al club. No es que me apetezca precisamente, pero si se dan cuenta de que no estamos empezarán a pensar cosas raras.
Gillian se percató de que había estado mirándolo fijamente. No como solemos mirar a un interlocutor, sino casi agarrándolo con los ojos. Las numerosas personas que tenían a su alrededor habían pasado a ser un mero sonido ambiente que se oía de fondo. Seguían allí, pero era como si hubieran erigido una fina pared que separaba a Gillian y John del resto del mundo.
Debe de ser el aguardiente, pensó Gillian, ya sabía yo que sería demasiado.
—¿Cosas raras? —preguntó ella y se asustó al instante al oír el matiz provocador que había adoptado su voz. Eso de flirtear no iba con ella. No solía hacerlo, de hecho no lo había hecho jamás. Tuvo la sensación de estar actuando como una tonta.
—Creo que ya sabe a qué me refiero —dijo John mientras se ponía de pie. Le había sentado mal el tono que ella había utilizado y Gillian tuvo la clara impresión de que se había enfadado. O como mínimo se había puesto nervioso. Tal vez la veía como a una pesada. Tal vez se había excedido preguntándole por el trabajo como policía. En cualquier caso, había desaparecido la pared que durante unos instantes había creado una cierta intimidad entre ellos. Volvían a formar parte de aquel bar atestado, de aquella multitud apiñada, de aquel elenco de innumerables voces. Parte de las risas, del tintineo de vasos, del olor a alcohol, sudor y abrigos húmedos.
Mientras salían, pasaron muy cerca de la mesa en la que estaba sentado el tipo que vivía al otro extremo de la calle de Gillian y entonces fue cuando le vino el nombre a la memoria: Segal. Samson Segal.
—Adiós —dijo ella.
Él asintió del mismo modo que había hecho al principio, cuando ella había reparado en él por primera vez.
Angustiada, Gillian se preguntó si se habría pasado todo el rato igual.
Si se habría pasado todo el rato mirándola fijamente de ese modo.
1
Era sábado, pero las investigaciones no atendían a horarios.
El inspector Fielder le había prometido a su esposa que la acompañaría a la ciudad para hacer un par de compras navideñas. Sin embargo, habían vuelto a llamarlo para que acudiera al lugar de los hechos, donde Carla Roberts había perdido la vida de un modo tan horrible, y de inmediato había sabido que su mujer volvería a sentirse decepcionada. En esa investigación, cada hora que pasaba era importante. Los labios apretados con los que su esposa había reaccionado cuando él le había pedido que fuera comprensiva no presagiaban nada bueno: el fin de semana sería difícil. Al menos tendrían un motivo para hablarse. Aunque no fuera para bien.
Sus colaboradores habían registrado a fondo la vivienda en la que Carla Roberts había sido asesinada. Habían interrogado a los vecinos, habían dejado números de teléfono por si a alguien le venía algo a la memoria más adelante. No habían sacado gran cosa, de hecho no habían conseguido nada. Nadie conocía a Carla personalmente. Los que se acordaban de ella la describieron como una mujer tranquila y muy reservada con la que difícilmente se habían encontrado alguna vez por la escalera, que saludaba de forma amable y que a la vez se mostraba manifiestamente tímida en el trato personal.
—Creo que casi nunca salía de casa —dijo un hombre del sexto piso—, que vivía cohibida y ensimismada. Completamente aislada, si quiere que le diga la verdad. No parecía interesarle nada.
Fielder se preguntó si lo que la había convertido en víctima había sido precisamente el hecho de que viviera aislada, lo que no solo le habría puesto las cosas más fáciles al asesino, sino que además le habría ofrecido una ventaja una vez empezaran las pesquisas policiales. Quien conociera mínimamente la manera de vivir de Carla Roberts podía haber dado por supuesto que no encontrarían su cadáver enseguida, sino que tardarían un tiempo antes de echarla de menos. Eso suponía una ventaja inestimable para un asesino: cada día que pasara antes de que se pusiera en marcha el mecanismo policial iría a su favor. Y contra los intereses de la policía.
Igual que el miércoles anterior en el salón de la hija de Carla Roberts, Fielder pensó que el asesino no debía de tener nada en concreto contra la víctima, sino más bien un problema con las mujeres en general. Simplemente buscaba a aquellas que se lo ponían más fácil.
Y esa posibilidad era, en cierto modo, la peor de todas. Porque en caso de no existir ninguna conexión personal entre Carla y su asesino, daba igual el tiempo que pasara. Buscar al asesino sería como dar palos de ciego en la niebla.
Solo tenía un punto al que agarrarse: parecía bastante evidente que ella había dejado entrar al asesino en el apartamento. Ese era el único indicio que había dejado, mínimo rayo de esperanza.
La sargento Christy McMarrow se acercó a Fielder en cuanto este hubo aparcado y salido del coche. A él le gustaba lo comprometida que era: para esa mujer el trabajo constituía una prioridad absoluta en la vida. Christy estaba día y noche al pie del cañón. Era ambiciosa y apasionada. Se dedicaba en cuerpo y alma al trabajo.
Además, la encontraba enormemente atractiva, a pesar de que sabía que no tenía que pensar en esos términos.
—Nos ha llamado el conserje del edificio, señor —dijo ella—. Y creo que debería usted hablar con él personalmente.
El conserje, un tipo bajo, regordete y de rostro colorado, los esperaba delante del portal del edificio al borde de la hiperventilación. Fielder ya lo conocía. Justo después de que Keira Jones le hubiera mencionado lo del ascensor, había acudido a interrogarlo al respecto. Según él, no era posible que el ascensor subiera hasta un piso sin que alguien lo hubiera llamado con el botón correspondiente. Si Carla Roberts había observado que el ascensor subía hasta su planta con una frecuencia fuera de lo común, tenía que ser porque alguien lo había llamado desde allí.
O porque alguien había subido en él hasta allí. Sin salir de él, además. De hecho, a Fielder eso le pareció muy extraño.
—He descubierto algo raro en la puerta, inspector —le informó el conserje nada más verlo. Señaló hacia la puerta de cristal que permitía entrar en el edificio—. Y no comprendo cómo no me había dado cuenta mucho antes. Por el motivo que sea… bueno, en todo momento puede abrirse con solo empujarla. Las primeras veces pensé que habría sido una negligencia, que algún vecino no habría cerrado bien la puerta. Pero hoy he pensado… puede que no sea un simple descuido. Por eso los he llamado.
—Ha hecho bien —le aseguró Fielder mientras examinaba la puerta. Pensó en lo que Keira Jones le había contado: que a menudo encontraba la puerta de entrada al edificio abierta cuando acudía a visitar a su madre.
—¿Cómo se le ha ocurrido que podría ser algo más que un descuido? —preguntó el inspector.
El conserje pareció inquietarse de repente.
—Porque he estado pensando en ello. Quiero decir que… cuando sucede algo tan horrible como esto, uno no para de preguntarse cosas y… Bueno, de repente se me ha ocurrido que no podía ser. Lo de la puerta. Tiene un resorte y cada vez que alguien la abre de un empujón y cruza el umbral, la puerta se cierra de golpe. Siempre. Hay que ir con mucho cuidado para evitar que se cierre. ¿Comprende? Y luego he pensado, qué tonto he sido. La puerta no se cerraba bien, era como si cada vez que la cruzaba alguien la dejaran apoyada con cuidado para que no se cerrara del todo. ¿Y por qué tendrían que hacerlo? ¡Sería absurdo!
—Cierto —dijo Fielder—. Entonces, ¿ese mecanismo del resorte está estropeado?
El conserje asintió.
—Sí. La puerta se cierra tan lentamente que al final el cerrojo no acaba de bloquearse.
—¿Desde cuándo está así? O mejor dicho, ¿cuándo se ha dado cuenta de ello?
—No hace mucho. Tal vez… ¿cuatro semanas?
Fielder se volvió hacia Christy.
—Uno de nuestros técnicos debe investigar a qué se debe ese defecto, si no es más que una cuestión de desgaste o si ha sido algo intencionado.
—De acuerdo.
—Pongamos que alguien manipuló la puerta del edificio. Habría podido entrar y salir sin problemas. Y podría haber vigilado a Carla Roberts. Podría haberla atormentado un poco, subiendo con el ascensor hasta su piso de vez en cuando. Y en algún momento podría haberse acercado a su puerta, podría haber llamado al timbre y ella lo habría dejado entrar… ¿Lo habría hecho? ¿Le habría abierto la puerta a alguien tan a la ligera? ¿Sobre todo teniendo en cuenta lo sola que vivía ahí arriba?
—Podría ser que se hubiera topado con el asesino alguna que otra vez por el edificio —dijo Christy— sin sospechar que se había colado solo para merodear por allí. Tal vez creyó que se trataba de un vecino como ella. Sería más probable que le abriera la puerta a alguien si creía que vivía en el mismo edificio, ¿no? Aunque en un bloque como este, en el que los vecinos apenas se conocen es una imprudencia, por supuesto.
Fielder asintió con aire distraído. Quedaban demasiadas preguntas abiertas: todavía no habían conseguido localizar al ex marido de Carla Roberts. Y en caso de que realmente estuviera en el extranjero desde hacía años, posiblemente en la otra punta del planeta, la búsqueda resultaría especialmente difícil. Claro que en ese caso era muy probable que tampoco tuviera nada que ver con la muerte de su ex mujer.
Y lo mismo respecto a la investigación de la amante que el ex marido tenía por aquel entonces, que hasta el momento había sido en vano. Habían aclarado su identidad, pero desde hacía unos años ya no vivía en la última dirección conocida. Fielder supuso que debía de haberse marchado al extranjero junto al ex marido de la víctima.
Fielder se frotó la cara con un gesto de agotamiento.
—Tenemos que intentar descubrir algo acerca de la vida privada de Carla Roberts. No puede ser que no charlara con nadie en absoluto, que no fuera al cine con alguien de vez en cuando. ¿Ha descubierto algo?
—Todavía no —tuvo que admitir Christy—. La hija sabe tan poco acerca de la vida de su madre que tampoco nos ha servido de nada. Hemos encontrado una agenda de direcciones de la fallecida. Hay un par de nombres anotados que tengo que comprobar. Según la hija, se trata de empleados de la droguería en la que la víctima había trabajado. Tal vez eso nos permita avanzar en algún sentido.
—Inténtelo —dijo Fielder.
Por algún motivo, el inspector no tenía muchas esperanzas. Compañeros de trabajo de Carla, de un empleo que dejó hace años. ¿Qué podía esperar de ello?
Sin embargo, se abstuvo de expresar esa falta de expectativas.
No quería que el caso pareciera todavía más complicado y que su mejor colaboradora se desmotivara.
—¿Has intentado hablar alguna vez seriamente con Becky? —preguntó Tara—. Quiero decir, de un modo que le demuestre lo importante que es para ti. Es evidente que se siente agobiada porque cree que la tratas como a una niña y que se está rebelando contra eso. Eso puede empeorar en los próximos años. Deberíais encontrar algún modo de no pelearos día sí, día también.
—Tara, puede que la esté tratando como a una niña, pero es que aún es una niña. ¡Tiene doce años! Sé que ya se considera adulta, pero por desgracia se equivoca.
—Hoy en día las niñas de doce años van mucho más adelantadas que nosotras a esa misma edad. Eso no significa que a partir de ahora tengas que dejarle hacer lo que le plazca en todo momento. Lo único que digo es que quizá deberías tomarte más en serio sus problemas.
—Ya lo hago. Pero cuando intento darle mi punto de vista de las cosas parece que me esté poniendo en su contra —explicó Gillian—. Es solo que, por desgracia, no pone ninguna voluntad en intentar ponerse en mi lugar. Por eso nos enganchamos continuamente.
—¿Y tú podías hacerlo? —preguntó Tara—. ¿A los doce años? ¿Eras capaz de meterte en la piel de tu madre y comprender sus sentimientos y sus necesidades?
Estaban sentadas en la cocina de Gillian. Era lunes por la tarde y Becky acababa de llegar a casa de Darcy tras la escuela. Gillian había trabajado hasta primera hora de la tarde y le había tocado pelearse con un cliente nuevo de la empresa especialmente desagradable e insatisfecho. Después había tenido que hacer la compra y acababa de descargar en la cocina incontables bolsas llenas de comestibles, pienso y arena para gatos cuando la había llamado Tara. Había tenido una conversación con un testigo en Shoeburyness que, según le había contado, era decisivo para el caso que tenía entre manos y puesto que le venía de camino había decidido pasar un momento por casa de Gillian.
Poco después estaba en la puerta, estresada como siempre, aunque elegante a pesar de todo, con su traje chaqueta de color azul marino, sus botas de gamuza beige y un abrigo a juego. Gillian apenas había tenido tiempo de guardar la compra y darle de comer a Chuck, que parecía ya algo enfadado y, a pesar del ajetreo, al ver a su amiga había tenido de nuevo el mismo sentimiento de inferioridad de siempre.
—¿Y cómo se lleva Becky con Tom? —preguntó Tara.
—¿Con Tom? De maravilla —respondió Gillian—. Pero tampoco me extraña. Apenas está en casa y el poco tiempo que pasa con ella puede comportarse como un padre de ensueño que se lo permite todo y se pasa el rato bromeando. A mí me toca la parte de la rutina cotidiana, que es mucho más tortuosa.
Tara la miró con atención.
—¿Cómo van las cosas entre vosotros dos? Entre Tom y tú, quiero decir.
Gillian respiró hondo.
—No muy bien. Es decir, en realidad tampoco es que vaya mal. No es que nos peleemos, ni nada de eso. Pero sí hablamos menos. Ya te he dicho que apenas está en casa. Vive para nuestra empresa y para el club de tenis y eso le ocupa casi todo el tiempo.