—Supongo —dijo John— que comprobasteis si el ascensor funcionaba correctamente, ¿no? ¿Habéis descartado que pudiera tratarse de una mera avería?
—Así es. Y ahora Fielder piensa que tal vez Anne Westley también se hubiera podido sentir amenazada. Eso encajaría con el hecho de que, de repente, justo antes de Navidad, hubiera decidido vender la casa y mudarse a la ciudad tan pronto como fuera posible. Y eso después de llevar varios años viviendo allí.
—¿A qué se refiere Fielder cuando habla de esa sensación de amenaza?
—Bueno, encontró un cuadro en la casa que se lo hizo pensar. Anne Westley tenía un estudio en la buhardilla. Era aficionada a la pintura, concretamente a la acuarela. Los temas de sus cuadros solían ser flores, árboles y paisajes soleados, siempre eran cuadros llenos de color y de optimismo. Pero había uno que no encajaba en absoluto en ese patrón.
—¿En qué sentido?
—No lo he visto personalmente, pero Fielder nos lo describió: una noche oscura, dos puntos de luz que podrían interpretarse como los faros de un coche. Él cree que podría haberlos visto pocos días antes de que la asesinaran. Las luces de un coche que habrían aparecido en el paisaje solitario en el que se encontraba su casa. Varias veces, sin llegar a ver a nadie, no obstante. Solo el coche, que llegaba y volvía a desaparecer. Como el ascensor del edificio en el que vivía Carla Roberts.
—No está mal pensado —comentó John. Tuvo que admitir que se trataba de una hipótesis muy creativa para tratarse de Fielder, que destacaba precisamente por su falta de imaginación—. Un temor lleno de intención se había apoderado de las dos mujeres. En el caso de Carla Roberts tampoco está muy claro cuándo tiempo hacía que duraba. Si había empezado unas dos semanas antes de su muerte, entonces…
—… entonces más o menos coincidió con la desaparición de Liza Stanford —dijo Kate para completar la frase.
Aquella mujer era misteriosa, no se sabía su paradero. Pero a John le vino a la memoria otro nombre en relación con el caso de forma automática: Samson Segal. Había estado espiando a varias personas. ¿Había sido él quien había utilizado el ascensor de Carla Roberts una y otra vez? ¿Había estado vagabundeando a solas y por la noche alrededor de la casa de la otra anciana?
—Es posible que el asesino hubiera importunado a las dos mujeres —apuntó John—. Pero me has dicho que había dos cosas que todavía no habías mencionado, ¿no?
Ella sonrió, de repente había adoptado un aire coqueto.
—Más tarde —indicó.
Se refería a un par de bocados más tarde.
—Fielder no se ha expresado con concreción, en cualquier caso no lo ha hecho durante la reunión, pero siempre hay filtraciones: ¿ya sabes que él también le da vueltas a la cabeza a la posibilidad de que tú… podrías estar implicado en el caso de algún modo?
—Lo sé. Pero es absurdo. Y en mi opinión, por mucho que se empeñe en ello no conseguirá nada en ese sentido. Conozco a los Ward. Pero no a las dos ancianas asesinadas. Da igual las vueltas que pueda darle a las cosas, no encontrará ningún motivo —replicó John.
—Me estoy arriesgando mucho —dijo Kate.
—Lo sé.
—Bueno, pero ¡lo hago con mucho gusto!
John le regaló una sonrisa contenida. No podía darle muchas esperanzas. De momento le había quedado claro que ella no había cogido el coche a propósito. Quería que él la llevara en el suyo. Y a ser posible, que la llevara a casa de él.
—Hay quien creería que es una tontería lo que estoy haciendo ahora —prosiguió Kate.
—Yo no creo que lo sea. Puedes confiar en mí, de verdad. Nadie se enterará de que nos hemos visto y de que hemos estado hablando —le aseguró John.
A continuación, él desvió el tema con habilidad hacia un territorio neutral. Sabía perfectamente cuál era la estrategia de Kate: cuando hacía hincapié en lo mucho que esa historia la dejaba en una posición difícil, esperaba obtener el reconocimiento y la admiración de John. Como mínimo, gratitud. Él se sentiría agradecido y ella intentaría aprovecharse de ese sentimiento.
Entonces decidió hablarle de la empresa que había fundado, de los inmuebles que se dedicaba a vigilar: obras, supermercados, estaciones de servicio. A veces, incluso residencias privadas.
—Además tengo a cuatro colaboradores que se dedican a la protección personal. Y nos estamos preguntando si no deberíamos expandirnos en esa dirección, pero no acabo de decidirme.
—¿Por qué? —preguntó Kate.
—No me gusta comprometerme tanto —contestó John—. Cuando fundé la empresa lo hice más bien como una solución provisional que pudiera dejar en cualquier momento. Cuanto más crece, más encorsetado me siento.
—¿Por eso sigues viviendo solo? Quiero decir que no tienes esposa ni hijos, ¿no? Porque no te gustan los compromisos, ¿verdad?
—Es posible —respondió él con vaguedad antes de consultar el reloj con discreción. Tenía que evitar a toda costa que Kate perdiera el último tren.
—A mí sí me gustaría formar una familia —confesó Kate con aire soñador.
—Pues no es que sea muy fácil, con tu trabajo.
Ella se encogió de hombros.
—Pero otras lo han conseguido.
—Claro. —De alguna forma habían ido a parar a un terreno peligroso. Le hizo una seña al camarero para darle a entender que quería pagar la cuenta. Se le hizo un nudo en la garganta cuando notó que la mirada ansiosa de Kate se aferraba a él. Por supuesto, no le había dado toda aquella información a cambio de nada, pero afortunadamente tampoco habían acordado una contraprestación. Si no conseguía lo que esperaba obtener a cambio, la culpa no sería de John.
Después de haber pagado la cuenta y de haber salido fuera con ella, en la oscuridad de la calle le anunció:
—Te acompaño hasta la estación.
—Gracias. —La voz de ella sonó llena de frustración.
Caminaron uno junto al otro en silencio.
—No tengo por qué ir a casa enseguida, John —dijo ella al fin con desesperación.
Él se detuvo.
—Kate…
—Mañana es domingo. No tengo que ir a trabajar. Podríamos desayunar juntos…
—Lo siento, Kate. No puede ser.
—¿Por qué no? ¿Es que… tienes novia?
—No. Pero de momento no quiero a ninguna mujer en mi vida.
—Conmigo no tienes que comprometerte a nada, John. Ya veremos cómo marchan las cosas. Y si las cosas no marchan… pues nada.
Palabras vacías, pensó él. Si hubiera tenido que apostar por algo, seguramente habría sido a que sería imposible librarse de una mujer como Kate si le daba el más mínimo signo de correspondencia. No digamos ya si pasaba la noche con ella. Kate era la típica mujer que podía volverse muy posesiva si se sentía rechazada.
—No puede ser, Kate. No tiene nada que ver contigo, es cosa mía.
—Pero yo pensaba que…
—¿Qué?
—Bah, nada.
¿Qué habría podido decirle? ¿Que se había equivocado creyendo que a él le interesaba algo más que la mera información secreta que le había revelado? Él se daba cuenta con claridad de cómo debía de sentirse ella en esos momentos: como una idiota.
Y sin embargo, John se arriesgó a preguntarle algo más:
—¿Has dicho que tenías algo más para mí?
Ella lo miró con ojos inexpresivos. Estaba reflexionando. Al final llegó a la conclusión de que estaría demostrando muy poca autoestima si al sentirse rechazada actuaba de un modo distinto. En ese caso quedaría claro lo que había estado esperando y lo desengañada que se sentía.
—Sí. Hay algo más. Respecto al asesinato de las dos ancianas, hay un detalle esencial que no ha trascendido a los medios. El método que utilizaron para matarlas.
—¿Es que no les dispararon? —John ya había valorado esa posibilidad, puesto que durante todo el rato habían estado hablando de crímenes especialmente atroces.
—En el caso de Westley el asesino utilizó la pistola para volar el cerrojo de una puerta y poder entrar en una estancia. De lo contrario, no habría necesitado utilizar un arma para reducir a su víctima. Al parecer el asesino pudo inmovilizarle los pies y las manos con cinta adhesiva de paquetería sin que ella pudiera defenderse.
—¿Y luego?
—Le metió un trapo de cocina en la boca. Se lo introdujo hasta el fondo de la garganta. En el caso de Carla Roberts parece ser que eso le provocó el vómito y acabó muriendo ahogada.
—¿Y Anne Westley?
—No debió de ser tan rápido, no murió tan fácilmente. Al final el asesino tuvo que taponarle la nariz con cinta adhesiva para que también se asfixiara.
—¡Maldita sea! —exclamó John.
Odio, pensó, un odio increíble y demente. No se trataba simplemente de matar mujeres. Se trataba además de que murieran con una terrible agonía.
—Sin embargo, a Thomas Ward le dispararon, ¿no? —John quiso cerciorarse. Aunque al fin y al cabo lo había encontrado Gillian y estaba seguro de que ella se lo habría contado, si hubiera sido otra la causa de la muerte.
—Sí. Y en eso se fundamenta la teoría de Fielder de que el asesino no pretendía matar a Thomas Ward. Esperaba encontrar a su esposa y de repente se encontró frente a un hombre. Y no a un hombre cualquiera, Thomas Ward era muy alto, atlético y estaba en plena forma. A diferencia de las dos ancianas, Ward habría sabido defenderse si el asesino no le hubiera disparado enseguida.
—Entonces, ¿las dos ancianas murieron ahogadas con trapos de cocina?
—Sí.
—¿Pertenecían a las víctimas? Quiero decir si eran simplemente lo primero que encontró el asesino. ¿O los había llevado él mismo?
—Pertenecían a las víctimas. En el caso de Carla Roberts, la hija supo identificar el trapo. En el caso de Westley se encontraron trapos idénticos en un cajón. Al parecer, el asesino buscaba el trapo en el mismo lugar de los hechos.
Llegaron a la estación de Charing Cross cuando el tren estaba entrando en el andén.
—Bueno pues… —dijo Kate. El color de su rostro parecía todavía más lívido que de costumbre.
—Espero que llegues bien a casa —le deseó John—. Y… ¡gracias!
Ella estaba ofendida, no se volvió de nuevo mientras subía al tren. Buscó un lugar libre y se sentó.
John supuso que debía de estar llorando.
Por primera vez desde el asesinato de Tom, Gillian acudió a su casa sola. La última vez la había acompañado John, pero en esa ocasión no tenía a nadie a su lado.
Las habitaciones olían cada vez peor. Tenía que tirar urgentemente algunos alimentos que se habían echado a perder.
Gillian subió enseguida con su maleta al dormitorio. Estaba exactamente igual que la última vez que había salido de allí, el 29 de diciembre por la mañana. La colcha de colores seguía cubriendo perfectamente la cama. Sobre la mesita de noche tenía un libro boca abajo, una novela negra que había empezado a leer, y junto al libro, las páginas arrugadas del
Times
. En el lado de Tom había varias revistas deportivas. Sobre la silla del rincón descansaba un jersey de su marido y en la puerta del armario, una corbata colgada.
Probablemente tiene poco sentido, pensó Gillian, conservar todas sus cosas.
Decidió deshacer la maleta más tarde, abrió solo el bolsillo lateral, sacó el neceser y se lo llevó al cuarto de baño. Dejó el cepillo de dientes en un vaso y el peine en el armario que había tras el espejo. Se esforzó en hacer desaparecer poco a poco la huella que Tom había dejado en la casa con sus cosas. La maquinilla de afeitar, la loción, el elixir bucal y el líquido que solía usar para limpiar las lentes de contacto. En el gran cesto de la ropa que había bajo el lavabo había un par de calcetines negros. Aunque había intentado prepararse para ello, Gillian lo hizo todo con la misma sensación de desconcierto que la última vez que había estado en la casa. Era un domingo por la mañana del mes de enero. Fuera nevaba y el cielo estaba encapotado. Dentro, ropa sucia, libros y revistas apartados que parecían a la espera de que alguien los siguiera leyendo por la noche. Objetos cotidianos por todas partes. La casa no parecía un lugar en el que se hubiera cometido un crimen sangriento, sino una casa normal y corriente.
Gillian se dio cuenta de que tenía dos opciones: podía sentarse, mirar fijamente la pared y dejar que una especie de horror invisible se apoderara de ella hasta que le diera por echarse a chillar en algún momento.
Aunque también podía volcarse en las actividades que la casa requería tras su larga ausencia.
Se decidió por la segunda opción.
Las cuatro horas siguientes las dedicó a poner orden. Lavó montañas de ropa que posteriormente puso en la secadora o tendió en el cuarto de calderas. Limpió el frigorífico y tiró la mayoría de las cosas que encontró dentro, con las que llenó dos bolsas de basura. Quitó la decoración del árbol de Navidad y sacó aquel monstruo de hojas puntiagudas a la terraza, descolgó la estrella y las luces navideñas de las ventanas y lo guardó todo en las cajas correspondientes que luego subió al desván. Limpió la bandeja de Chuck, puesto que Becky se había llevado el gato a Norwich el viernes y tardaría unas semanas en volver. Limpió los baños y la cocina, pasó la aspiradora por toda la casa, cambió la ropa de las camas y ventiló las habitaciones. Finalmente, encendió la chimenea del salón, se preparó una gran taza de café y se arrellanó con un hondo suspiro en un cómodo sillón. La casa olía bien y el tronco que crepitaba en el fuego proporcionaba calor y un ambiente acogedor. El café estaba caliente y bien cargado.
Las tres.
¿Qué haría durante el resto del día?
Encendió un cigarrillo pero no le pareció nada bien fumar en el salón, por lo que volvió a apagarlo enseguida.
Sabía que era peligroso para ella quedarse ahí sentada sin más. Todavía no se había derrumbado del todo desde que había encontrado a Tom asesinado en el comedor. Solo había llorado un poco entre los brazos de John y en esos momentos el instinto le decía que tendría que haberlo llamado para acudir a la casa. Él aguardaba con esperanza otra oportunidad de verla de nuevo. Hasta entonces ella había conseguido eludirlo, sobre todo porque no había tenido la oportunidad de estar sola ni un segundo. Tara y Becky habían estado a su lado a todas horas, tan solo había podido librarse de ellas muy esporádicamente, cuando había sido necesario distraer a Becky para cumplir con alguna tarea puntual. Durante esos momentos, John la había acompañado. Además, había tenido que hablar a menudo con la policía.