Por primera vez estaba completamente sola. En una casa grande, vacía y silenciosa.
Probablemente había sido un error regresar.
Se estaba tomando la cuarta taza de café cuando le sonó el móvil. Era John.
—Hola. Solo quería saber cómo te va.
—Muy bien. He limpiado la casa, he hecho mil coladas y ahora estoy disfrutando de un café. —A la propia Gillian, la respuesta le sonó tan cargada de impostura que casi le dolió—. ¿Y a ti? ¿Cómo te va?
—¿Que has limpiado la casa? ¿Qué casa? ¿Estás en tu casa?
—Sí.
—¿Y eso? ¿Solo para limpiarla?
—Me he vuelto a mudar aquí esta mañana.
—Pero ¿por qué?
—Me apetecía. Viviré aquí, al menos hasta que haya encontrado otro lugar. No puedo evitar eternamente entrar en mi propio hogar.
Él se quedó callado un momento.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó en voz baja.
Ella decidió dejar de jugar al gato y al ratón. ¿Por qué tenía que ocultárselo?
—Tuve una discusión con Tara. El jueves por la noche, justo después de que te marcharas. Y desde entonces… bueno, ya no me sentía tan bien en su casa.
—¿Y cuál fue el motivo de la discusión?
—Estuvimos hablando acerca de ti. Becky me había montado una escenita porque tú yo habíamos estado juntos de nuevo. A continuación salió corriendo de la habitación, se encerró en el cuarto de baño y, por algún motivo que no alcanzo a comprender, fui tan tonta de… de contárselo todo a Tara. Que habías sido policía y el motivo por el que abandonaste el cuerpo.
—Ya veo. Y se lo tomó bastante mal —supuso John.
—Bueno, digamos que cayó del guindo. Como es natural, la coacción sexual es algo que no suele tener precisamente muy buena acogida entre la mayoría de las mujeres. Le conté las circunstancias que rodearon el caso, pero no pudo aceptar que yo creyera tu versión de la historia sin reservas. Simplemente no comprendía que yo siguiera teniendo ganas de verte.
—Entiendo —dijo John.
—No es que ella insistiera en hablar del tema —prosiguió Gillian—, más bien fui yo quien había estado evitando hablar de ello. Pero el caso es que desde entonces no he vuelto a sentirme del todo bien en su presencia. Me ponía nerviosa cada vez que me llamabas. Y por mi parte esperaba a que saliera de casa por algún motivo para llamarte. La situación se había vuelto estresante y más bien poco agradable. Además…
—¿Sí? —preguntó John al ver que Gillian dudaba.
—Además debo volver a encontrar mi camino en la vida. No puedo seguir viviendo indefinidamente en casa de Tara, sentarme en su sofá esperando a que se abra un camino ante mis ojos. Al fin y al cabo Tara tiene su trabajo y de todos modos yo pasaba la mayor parte del tiempo sola.
—Pero en tu casa también estás sola. Y no creo que sea bueno para ti.
—En mi situación actual, creo que no hay nada que pueda ser bueno para mí.
—Déjame ir a tu casa. O ven tú a la mía. Por favor.
—Hoy no, John. Tengo que encontrar mi propio camino.
Él la comprendía y sin embargo…
—Oye, Gillian, hay algo más. Dejando aparte las dificultades de tu estado psicológico… ya sabes que existe la hipótesis de que tu marido fuera una víctima accidental. De que en realidad fueran a por ti.
—Lo sé. Eso no es nuevo.
—Gillian, el asesino no consiguió lo que quería. Y no sabemos si se dará por satisfecho.
—No le abro la puerta a nadie. Ni dejo la puerta del jardín abierta. La casa es segura, John. Incluso tenemos una alarma instalada. Puedo activarla por la noche.
—No me gusta que estés sola.
—Estaré bien.
—Llámame enseguida si sucede algo, ¿de acuerdo?
Ella se lo prometió.
Después de terminar la conversación, se quedó mirando fijamente la pared de nuevo. Se preguntó por qué se sentía tan reacia a tener cerca a John. Mientras había estado viviendo en casa de Tara, durante los primeros días después de la desgracia, había sido ella misma quien había buscado el contacto con él, había anhelado en todo momento que llegara con la esperanza de encontrar en él algo de consuelo y de apoyo. Pero luego, algo había cambiado. En ella. Había pasado varias horas sentada, pensando cómo había podido ocurrir todo aquello, por qué primero se había sumido en una depresión, por qué había iniciado un idilio y, finalmente, por qué Thomas había tenido que morir. Después de darle muchas vueltas, había llegado a la horrible conclusión de que había dramatizado y sobredimensionado las cosas y eso había iniciado una sucesión funesta de acontecimientos. Había sufrido durante el retiro interior de Tom cuando debería haberse fijado en que él no la había abandonado jamás. Se había tomado muy a pecho las agresiones y el orgullo de Becky cuando podría haberse limitado a esperar a que su hija superara esa etapa. En su vida no había sucedido nada que no les sucediera también a miles de otras mujeres. Y si no hubiera seguido siendo aquella chiquilla tan insegura de sí misma, habría podido sobrellevarlo todo. Hacía ya muchos años que había abandonado la seguridad de la casa paterna, pero solo para cambiarla enseguida por la que le había ofrecido el matrimonio con Thomas Ward. Él había estado allí desde que se conocieron, Gillian siempre se había sentido segura a su lado. Mucho de lo que ella se complacía en considerar como una emancipación respecto a sus padres en realidad no era más que una emancipación bajo el amparo de un hombre fuerte y seguro de sí mismo. Cuando Thomas dejó de mostrarse tan atento, debido al exceso de trabajo y al frenesí con el que se entregaba a su propia vida, ella había reaccionado como un niño abandonado y se había arrojado a los brazos del primer hombre que había encontrado, John, quien, con su deseo y admiración, la había llenado de calor y autoconfianza. Pero la vida de Gillian no podía seguir ese curso, esa fue la conclusión a la que llegó mientras estaba inmersa en todo ese dolor y en la tristeza derivada del sentimiento de culpa que la había asolado durante los últimos días. Tenía que aprender a mantenerse firme, por muy amargo y desesperante que pudiera ser el camino que la aguardaba.
El móvil sonó de nuevo. Esa vez era la madre de Gillian y llamaba para ponerla al día acerca de Becky, para contarle que todo iba bien, que su abuelo la había llevado a la piscina cubierta y que el lunes siguiente acudiría al terapeuta por primera vez. Acto seguido, preguntó cuándo tendría lugar el entierro de Tom.
Todavía tengo que ocuparme de todo eso, pensó Gillian, agotada.
—Aún no lo sé, mamá. Todavía lo tienen los forenses. Te lo diré en cuanto sepa algo.
—Qué tragedia tan horrible —dijo su madre—. ¡Menos mal que esa amiga tuya te permite vivir en su casa! De lo contrario no tendría ni un segundo de descanso.
Gillian decidió no contarle que ya no vivía con Tara. Se imaginaba perfectamente los lamentos que eso provocaría en su madre y de momento no se sentía con fuerzas para poder soportarlo.
—Dale un abrazo a Becky de mi parte —le pidió a modo de despedida—. Y dile que me llame, ¿vale? Me gustaría oír su voz.
Poco más de las tres y media. Seguía teniendo una larga y silenciosa tarde por delante.
Se levantó, se puso las botas, la chaqueta, la bufanda y los guantes. Por suerte, había nevado mucho la noche anterior.
Quitaría la nieve del jardín. Tal vez después estaría demasiado cansada incluso para sufrir un ataque de nervios.
1
—¿Recuerda usted a Liza Stanford? —preguntó Christy. Sabía que no podría haber elegido un peor momento para aparecer, ya por tercera vez, por la consulta en la que Anne Westley había ejercido de pediatra. Era lunes por la mañana y en muchas escuelas era el primer día lectivo tras las vacaciones de Navidad. La sala de espera estaba llena hasta los topes. Dos médicos tenían la gripe y los dos que quedaban, un doctor joven y nervioso y una doctora que por su aspecto no tardaría en ser la próxima en coger la baja por gripe, estaban hasta el cuello de trabajo, sobrepasados por la afluencia de pacientes. Ella había aparecido en medio de ese caos para realizar preguntas urgentes y más detalladas acerca del paciente Finley Stanford y de la madre de este. Su presencia era tan inoportuna que a los médicos les habría gustado despacharla rápido y de forma más o menos amable, aunque no tardaron en darse cuenta de que esa mujer tan solo se limitaba, igual que ellos, a hacer su trabajo.
—¿No podría venir más tarde? —preguntó enervada la mujer de recepción. Christy negó con la cabeza con amabilidad, pero también con determinación.
—Por desgracia, no. Créame, si tuviera elección, no habría venido a molestarles.
Christy le explicó de nuevo a la mujer, identificada por un cartelito en la solapa de la bata blanca como Tess Pritchard, que debía responder a unas preguntas. Se sentaron frente a frente con un escritorio de por medio en una sala de consultas vacía. Cuando le preguntó por Liza Stanford, la mujer asintió enseguida.
—Sí claro, ¡la recuerdo muy bien!
—¿Y eso? ¿Qué le llamaba la atención especialmente?
Tess soltó un resoplido de desdén antes de responder.
—Me llamaba la atención la cantidad de dinero que tenía. Y su arrogancia. En esos dos aspectos iba muy sobrada.
—¿Quiere decir que se le notaba que tenía mucho dinero?
—Había que ser ciega para no verlo. Le gustaba que se notara… Siempre iba cargada de joyas, llevaba vestidos muy elegantes y unas gafas de sol Gucci enormes. Bolsos Hermès… Fuera siempre aparcaba el Bentley. Una vez incluso aparcó justo delante de la consulta para que todos pudiéramos verlo.
—Comprendo. ¿Y se comportaba de un modo… arrogante?
—A las auxiliares siempre nos trataba como si estuviéramos a un nivel inferior —dijo Tess—. Apenas nos dirigía la palabra. No se dignaba a hablar con nosotras. Supongo que con la doctora Westley debía de mostrarse más comunicativa. Por fuerza tenía que serlo, si quería explicarle lo que le pasaba a su hijo.
—¿Usted nunca estaba presente? Dentro de la consulta, quiero decir.
Tess negó con la cabeza.
—No. Ni yo, ni nadie más. De hecho no es habitual, a menos que se requiera nuestra ayuda. Y no llegó a darse el caso. El chico nunca tuvo nada importante.
—¿Qué puede decirme acerca de Finley?
Tess reflexionó unos instantes.
—Bien, un chico simpático. Era muy callado, pero no de forma altiva, como su madre, sino más bien por timidez. Era un niño retraído.
—¿Especialmente tímido? ¿Más retraído de lo que podríamos considerar normal?
—No. Aquí vemos de todo, ¿sabe? Algunos niños no paran de dar vueltas como peonzas por la sala y los padres no tienen ni un momento de descanso. A otros, en cambio, no les gusta nada ir al médico y no abren la boca en todo el rato, se limitan a retraerse. Finley pertenecía a ese segundo grupo, a los que reaccionan de forma más bien silenciosa. Pero por lo demás, era absolutamente normal.
—Pero llegó a esta consulta relativamente tarde, ¿verdad? Y si la documentación que revisé el viernes es correcta, solo acudió cinco veces, la última con nueve años de edad. ¿No lo habían traído antes?
—No. La primera vez que vino, el niño tenía ya siete años. Si no recuerdo mal, fue por una bronquitis contraída a raíz de un resfriado que no acababa de mejorar. Nada espectacular, vaya.
—¿Podríamos decir que, en términos generales, Finley gozaba de buena salud?
—Sí. Siempre que su madre lo trajo fue por afecciones sin importancia. En ocasiones ni siquiera estaba enfermo.
—¿La doctora Westley había comentado algo acerca de Liza Stanford? ¿Había contado algo acerca de ella? ¿Llegó a mencionar algo? Lo que sea.
—No —dijo Tess—, con ese tipo de cosas siempre se comportó de forma muy estricta. Al menos con nosotros, con el personal, aunque tampoco la imagino hablando de los demás pacientes o los padres de estos. Y en el caso de Stanford, tampoco. Sin duda se había dado cuenta de que hablábamos de ella, pero la doctora se había guardado siempre mucho de participar en los cotilleos o de echar más leña al fuego.
—¿Es posible que hubiera hablado de ella con otros médicos?
—Eso sí es posible —admitió Tess con aire dubitativo—. En cualquier caso, los dos médicos que están hoy aquí todavía no trabajaban en la consulta cuando la doctora Westley ejercía. Con quien sí coincidía a menudo era con la doctora Phyllis Skinner.
—Una de las que tiene gripe —supuso Christy con un suspiro.
—Exacto. Pero si hay alguien con quien la doctora Westley podría haber hablado sobre pacientes y casos médicos, es ella.
—¿Puede darme su dirección? Debería hacerle unas preguntas urgentes a la doctora Skinner.
—Por supuesto —dijo Tess con aire solícito. Consultó su reloj. Fuera, el teléfono y el timbre de la puerta no paraban de sonar—. Sargento, no se lo tome a mal, pero…
—Enseguida termino —prometió Christy—, solo un par de cosas más. Para asegurarme de que estoy bien informada: Finley pasó por aquí entre los siete y los nueve años. Cinco veces. Actualmente tiene doce años. ¿Eso significa que no ha vuelto por la consulta desde hace tres años?
—Más o menos tres años y medio, diría. Es correcto.
—Es decir que Finley y su madre no han vuelto a aparecer por aquí desde que la doctora Westley se jubiló, ¿verdad?
—Sí.
—Y en segundo lugar, nos han dicho que Liza Stanford podría sufrir depresiones y que a raíz de eso desaparece completamente durante períodos de tiempo para alejarse de su familia, que ni siquiera conoce su paradero. ¿Sabía usted algo al respecto?
—No. —Tess se quedó perpleja.
—¿Usted no notó nada que pudiera hacerle pensar que era una persona depresiva?
—Bueno —respondió Tess—, sinceramente, si ella tenía depresiones, yo soy el papa de Roma. Como máximo diría que su forma de actuar podía deprimir a cualquiera, pero ella… bueno, una no es que vea lo que la gente tiene dentro de la cabeza, especialmente la de alguien que rechaza cualquier tipo de contacto, pero tampoco consigo imaginármelo. Por lo poco que conozco a Liza Stanford, yo excluiría esa posibilidad.
—Gracias por dedicarme parte de su tiempo —dijo Christy.
2
En la lista de Christy quedaban tres mujeres a las que quería visitar: las tres que habían participado en el grupo de mujeres del que había formado parte Carla Roberts aparte de Liza Stanford, que seguía en paradero desconocido.
Ellen Curran le había enviado por correo electrónico los nombres y direcciones de todas las mujeres que integraban el grupo, pero Christy ya se había dado cuenta de que tan solo podría hablar con una de ellas. Las otras dos habían salido juntas de viaje a Nueva Zelanda a principios de diciembre y no volverían a Inglaterra hasta febrero.