—Lo siento muchísimo.
—No se preocupe, sobreviviré. Oiga, ¿no cree que debería informar a la policía de ello? Podrían mandar a alguien para que echara un vistazo más a fondo.
—Me sentiría ridícula —dijo Gillian negando con la cabeza—. Ya tengo suficiente con haber quedado como una estúpida delante de usted.
Ella la miró con gesto serio.
—Creo que esa no es buena manera de pensar. Usted no es una de esas mujeres que se ponen histéricas de repente sin ninguna justificación. Hay un asesino al que la policía todavía no ha podido atrapar y que ya ha estado en esta casa anteriormente. ¿La policía sabe que usted está aquí completamente sola?
—No. Ellos todavía no lo saben.
—Eso no es que me guste especialmente.
—Señor Palm… —empezó a decir ella, pero él la interrumpió enseguida.
—Seguramente debe de pensar que no me concierne, pero después de haber aparecido por aquí como una especie de salvador en un caso de apuro y de haber registrado la casa en busca de una sombra, pues también me siento algo responsable. No me quedaré tranquilo si me marcho a casa y la dejo aquí sola.
—Cerraré todas las puertas con llave.
—Además es evidente que ha olvidado cerrar la puerta de la cocina. Eso me preocupa. No debería usted quedarse sola.
Gillian sabía que Palm tenía razón. Tanto si lo que había visto había sido una sombra o una persona de carne y hueso, no era una buena idea quedarse sola en la casa. Imaginó cómo pasaría la noche y todas las noches siguientes: no conseguiría pegar ojo. Dejaría la luz encendida. Esperaría con el oído aguzado y contendría el aliento ante el más mínimo ruido. Cualquier crujido que oyera en la casa la haría dar un respingo que la dejaría sentada en la cama.
Ya sabía lo que era, no necesitaba experimentarlo de nuevo y sus nervios tampoco lo resistirían.
—Lo pensaré —prometió ella.
3
Cuando llegó a casa estaba completamente helado a pesar de que durante el trayecto de vuelta había puesto la calefacción del coche al máximo. Había pasado demasiado tiempo andando entre la nieve, vagabundeando al aire libre con ese tiempo tan gélido. Nada parecía poder ayudarlo a combatir ese frío intenso que se había instalado en su cuerpo. Tal vez una larga ducha caliente. Eso le sentaría de maravilla.
Liza Stanford no había aparecido. Primero, John había estado vigilando la escuela y el pabellón deportivo contiguo sentado en el coche, pero al final le había parecido que el radio que estaba cubriendo era demasiado reducido. Había salido del coche y había pasado el resto de la tarde rondando por los alrededores, intentando en todo momento no llamar demasiado la atención. Un hombre adulto merodeando sin rumbo aparente cerca de chicos en edad escolar podía despertar las peores sospechas. Eso significaba que había tenido que cambiar su puesto de vigilancia continuamente, lo que había comportado algo de movimiento, al menos. Sin embargo, el frío y la humedad habían terminado por filtrarse en sus botas, le habían subido por las piernas y se habían extendido por todo su cuerpo hasta calarle los huesos y, al fin, se hartó de esperar. Empezó a perder la confianza en el plan que él mismo había urdido. ¿Quién le decía que Liza tenía realmente tanto interés en ver a su hijo? E incluso en caso de que así fuera, ¿quién le aseguraba que eso podría satisfacerla y que intentaría verlo durante sus actividades extraescolares? ¿Qué le hacía pensar que aún seguía viva? Tal vez en realidad había estado esperando la aparición de un fantasma, mientras merodeaba como un pedófilo por los alrededores de una escuela, temblando de frío.
Después de haber visto cómo a una hora tardía Finley Stanford salía del gimnasio y se marchaba en dirección a la parada de autobús sin llegar a divisar ni por un momento a su madre, decidió dejarlo. Para siempre. Todo aquello no era asunto suyo. Que lo resolviera la policía. Con esa tarde él ya había tenido bastante.
Casi se sentía liberado de aquella carga cuando abrió el portal y subió la escalera que llevaba hasta su piso de dos en dos, para entrar en calor. Olvidarse del caso también significaba distanciarse de Gillian, algo absolutamente necesario. No era de esos hombres que pasan años soñando con mujeres inalcanzables, como Peter Fielder, que hacía el ridículo anhelando a Christy McMarrow.
Fuera. Basta. Ya pasó.
Se detuvo en seco al ver una figura acurrucada en el descansillo de la puerta de su piso. Samson Segal lo miró con los ojos muy abiertos, llenos de temor.
—Por fin —exclamó.
Él era la última persona que esperaba encontrar allí y también la última persona que le apetecía ver en aquellos momentos. Básicamente porque no le apetecía ver a nadie en absoluto esa noche. Lo único que ansiaba era una ducha caliente, un whisky doble y mucha tranquilidad.
—¡Samson! —exclamó con sorpresa—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Samson se levantó con dificultad. John se dio cuenta de lo esmirriado que era. Desde la primera vez que se habían visto en aquella pensión, no hacía mucho tiempo, había perdido mucho peso. Tuvo la impresión de que debía de estar pasándolo muy mal.
—Un vecino me ha dejado entrar. Yo estaba sentado en la entrada del edificio, ha visto que me moría de frío y le he dado lástima. Le he dicho que trabajaba para su empresa y que tenía que hablar con usted.
—Ya veo. —John comprendió que no tenía elección, que tenía que dejarlo entrar en su piso—. Venga. En la escalera hace demasiado frío. Debe de estar medio congelado.
Samson asintió.
—No… no estoy bien —consiguió decir, no sin esfuerzo.
John cerró la puerta y acompañó a Samson hasta el salón y lo invitó a sentarse en el único sillón que tenía, de aspecto desangelado en medio de aquella gran estancia con el suelo de parquet. Por lo menos había calefacción.
—¿Quiere tomar algo?
—Lo mejor sería un té caliente —dijo Samson.
John se metió en la cocina, puso agua a hervir y revolvió los armarios. Apenas bebía té, por lo que no recordaba si tenía. Al final encontró dos bolsitas de té de menta y las metió en la tetera. Preparó dos tazas y un azucarero sobre una bandeja y mientras esperaba que hirviera el agua estuvo pensando. ¿Qué había motivado a Segal a abandonar su escondite en la obra, donde estaba seguro, para acudir hasta allí? En el fondo, sabía cuál era la respuesta: el estado psicológico de Samson ya le había parecido precario el otro día y lo más probable era que se hubiera sentido cada vez más desesperado con el tiempo. No había podido soportarlo más.
Debería haber ido a verlo más a menudo, pensó John. Pero es que no puedo partirme en dos.
De repente se dio cuenta de que no le resultaría tan fácil abandonar aquella historia y regresar a su vida normal. Tenía a Segal pegado a él y, teniendo en cuenta que la policía lo buscaba desde hacía dos semanas y que él lo había estado ocultando, estaba metido en el asunto hasta el cuello.
Soltó una maldición mientras vertía el agua hirviendo en la tetera. ¿Cómo había podido ser tan imbécil? Mira que ofrecerle cobijo a un hombre al que buscaban en relación con tres asesinatos y cuya conducta lo convertía en altamente sospechoso.
¡Nunca aprenderás a esquivar las dificultades, Burton!
Volvió al salón con la bandeja. Samson estaba sentado justo como lo había dejado unos minutos antes. A falta de mesa, John dejó la bandeja en el suelo y se sentó sobre el parquet con la espalda apoyada en la pared. Al parecer, la ducha caliente tendría que esperar.
—¿Qué hace aquí, Samson?
Este parecía triste y consciente de su culpabilidad.
—Ya no lo soportaba más. Me marché ayer a mediodía. He dejado la caravana bien cerrada, aquí tiene la llave. —La sacó del bolsillo de la chaqueta y la dejó en el suelo.
—¿Ayer a mediodía? Entonces, ¿dónde ha pasado la noche?
—Anoche estuve aquí, encontré su dirección en el listín telefónico. Ha sido una verdadera odisea encadenar un autobús tras otro para llegar hasta aquí, pero al final lo conseguí. Luego he estado esperando frente al edificio una eternidad, pero… bueno, usted no aparecía…
Claro. Había pasado muchas horas en el bar combatiendo la frustración de haber sido rechazado por la mujer que amaba.
—Al final ya no soportaba más el frío —prosiguió Samson— y fui hasta la estación. He pasado la noche rondando por allí, cambiando de sitio de vez en cuando para no llamar demasiado la atención. Me daba mucho miedo que la policía pudiera atraparme.
—Eso ha sido muy arriesgado, Segal. Ha tenido mucha suerte.
—Lo sé, pero ¿qué quería que hiciera? ¿Morir de frío frente a su casa?
—Debería haberse quedado en la caravana.
—No podía más. Por favor, trate de entenderme. Allí sentado me estaba volviendo loco. Ni siquiera sabía cómo están las cosas. ¿Sigo siendo sospechoso? ¿O ya han encontrado al otro? ¿Tendré que seguir ocultándome durante años o terminará todo pronto? Eso puede volver loco a cualquiera, John, ¡de verdad!
—Le comprendo.
—Por eso he venido de nuevo esta mañana —dijo Samson—. Pero usted tampoco estaba. Aunque por suerte ese anciano no ha tardado mucho en dejarme entrar.
—¿O sea que ha pasado seis o siete horas sentado frente a mi puerta?
Samson asintió.
John reflexionó un momento.
—¿Y adónde piensa ir ahora?
En el rostro de Samson se dibujó claramente una expresión de puro terror.
—¿No puedo quedarme aquí?
—Eso sería demasiado arriesgado para mí.
—Lo sé. Pero es que no puedo recurrir a nadie más.
—No voy a dejarlo de patitas en la calle, no tema. Ya se nos ocurrirá algo.
John se tomó la taza de té mientras pensaba en una solución. La bebida caliente le sentó bien, a pesar de que odiaba el sabor de la menta. El problema era que, por mucho que siguiera pensando en ello, probablemente no se le ocurriría nada aparte de dejar que Samson se quedara en su casa con la esperanza de que a la policía no le diera por acudir a verlo. Samson no podía volver a su casa con su hermano y su cuñada y tampoco podía volver a llevarlo a la caravana, eso había quedado claro.
Lo tendré pegado a mí hasta que encuentren al asesino.
Se preguntó si eso llegaría a ocurrir. Gracias a Kate Linville sabía que Fielder y su equipo estaban buscando a Liza Stanford, pero… ¿conseguirían encontrarla? ¿Y cuánto tardarían en localizarla?
La decisión que había tomado de apartarse de aquella historia estaba en entredicho. Tal vez se sobrevaloraba en exceso, o quizá era a causa de la antipatía que sentía por el inspector Fielder, pero lo cierto era que se creía capaz de penetrar en la espesura cada vez más desesperante de ese caso antes que la policía. La única pregunta era si le apetecía hacerlo.
Aunque tal vez no era cuestión de si le apetecía o no. El hecho de que se hubiera relacionado con Samson Segal prácticamente lo obligaba a ello.
—Ya he pensado en la posibilidad de entregarme a la policía —dijo Samson—. Al menos de ese modo terminaría todo de una vez. Es horrible estar huyendo de esta manera, tener que permanecer oculto todo el tiempo, sin divisar el día en el que acabará todo esto. A veces solo quiero que todo termine de una vez.
—Por favor, de momento no lo haga. Eso me implicaría también a mí, ¡no lo olvide!
—No le diría a nadie que me ha ayudado —aseveró Samson enseguida.
John negó con la cabeza. Samson Segal no tenía ni la más remota idea del refinamiento y la tenacidad con la que se llevaban a cabo los interrogatorios si el agente encargado era hábil y experimentado. Samson caería enseguida en contradicciones, lo implicaría a él y terminaría explicándolo todo con pelos y señales.
—Tal vez tenga algo… —empezó a decir John.
Una expresión de esperanza apareció de repente en el rostro de Samson.
—¿Sí?
John negó con un gesto.
—No se alegre antes de tiempo. No tengo ni idea de adónde puede llevarnos esto. En cualquier caso, se han puesto cosas en marcha. También por parte de la policía. No han seguido considerándolo como el único sospechoso.
—Pero entonces…
—Yo en su lugar todavía no saldría de mi escondite. Como le decía, cualquier pista nueva puede acabar demostrándose absolutamente irrelevante. Además, de todos modos ha cometido un delito eludiendo el interrogatorio de la policía.
—Pero no es lo mismo que ser acusado de triple asesinato —repuso Samson.
John no pudo contradecirlo.
—Cierto.
Tenía claro que al día siguiente lo intentaría de nuevo. Finley Stanford tenía clase de piano. En algún lugar cerca de la estación de metro de Hampstead. Por lo menos sería más fácil y más discreto vigilar esa zona que los extensos y complejos alrededores de las instalaciones de la escuela.
—Bueno, en cualquier caso esta noche quédese aquí —determinó—. En algún lugar todavía debo de tener un saco de dormir. Y luego ya veremos cómo van las cosas.
La intuición le decía que la clave sería buscar a Liza Stanford más intensamente. Que encontrarla arrojaría algo de luz sobre el caso y lo cambiaría todo. También para ese funesto Samson Segal.
John se bebió el último sorbo de té. Se encontraba mejor. Ya no tenía tanto frío como antes. Era asombroso lo mucho que le afectaba.
—No sé cómo está usted —dijo John—, pero yo tengo un hambre de lobo. Puesto que debemos mantener una cierta discreción, no podemos ir al local en el que suelo comer, el que está al final de la calle. Pediremos que nos traigan una pizza a cada uno. ¿De acuerdo?
—Yo también me estoy muriendo de hambre —reconoció Samson—. No he comido nada desde ayer a mediodía.
—Entonces ya va siendo hora. —John se puso de pie—. ¿Qué pizza prefiere?
Por primera vez desde que había conocido a Samson, lo vio sonreír de buena gana.
—Tropical —contestó.
4
Eran más de las once cuando el repartidor de pizzas llamó al timbre. Al abrir el portal de la calle, la escalera se llenó del frío y el olor a nieve del exterior. Tara recogió las dos cajas de cartón, pagó la cuenta y entró de nuevo en el piso, donde la esperaba Gillian sentada en el sofá, con el pijama puesto, un albornoz y unos gruesos calcetines de lana en los pies. Todavía tenía el pelo húmedo, se había pasado media hora en la bañera para relajarse y entrar en calor de nuevo. Tara le había vertido en el agua una esencia aromática con olor a eucalipto para intentar evitar que pillara un resfriado. Después de haber oído que su amiga había estado andando sobre la nieve en calcetines había insistido en echársela.