—Puede ser. De todos modos, ya le he dicho que yo no le he tocado ni un pelo a nadie. A la doctora Westley la vi cuatro o cinco veces, cuando solía llevar a mi hijo a su consulta. Pero no la conocía de nada más. Y Carla Roberts era una mujer absolutamente neurótica capaz de poner de los nervios a cualquiera, pero eso es todo. No voy matando a la gente solo porque me pongan de los nervios, señor Burton.
—¿Por qué motivo sería usted capaz de matar, pues?
—Ninguno en absoluto.
—¿Y por qué la enervaba tanto Carla Roberts?
—¡Ay, siempre se estaba quejando tanto acerca de su pasado…! Su marido la había engañado durante años y había sumido a la familia en la ruina económica. Ella no lo había visto venir y no hacía más que decir que ya no confiaba en su propia percepción de la realidad. Eso se había convertido en una especie de obsesión para ella.
—¿Ya no tenía ningún tipo de contacto con su ex marido?
—No. Él se esfumó por completo, al parecer se había marchado al extranjero. Por lo que sé, no puede regresar a Inglaterra porque sus acreedores se le echarían encima.
—Pero ¿Carla Roberts no mencionó si había recibido amenazas de los acreedores de su marido?
—No. De todos modos no sé qué podrían haberle reclamado a ella.
John suspiró. Había encontrado a Liza Stanford, la que había considerado como el «eslabón perdido». Pero en esos momentos parecía que se había topado con otro muro. El final del camino había resultado ser un callejón sin salida.
—¿No les guardaba rencor por algo a ninguna de las dos mujeres? ¿Ni a Westley ni a Roberts? ¿Por algún motivo?
—No —dijo Liza, pero en su rostro y en su voz apareció un atisbo apenas perceptible de inseguridad durante un instante.
John lo había notado.
Sí que hay algo. ¡Maldita sea, hay algo!
—Entonces, ¿todo esto es pura coincidencia? Asesinan a esas dos mujeres y usted desaparece, con lo que abandona a su marido y deja solo a su hijo, pero ¿solo para mudarse al otro extremo de Londres? Desde un punto de vista meramente físico, seguía teniendo a las tres víctimas al alcance de la mano.
Liza entornó los ojos.
—¿Siempre le da por fantasear de ese modo?
—En el caso de Carla Roberts, la policía sabe que debió de abrir la puerta a su asesino de un modo ingenuo cuando este llamó al timbre. Una mujer sola, la única que vivía en el piso superior de un bloque de viviendas, sin más vecinos en el rellano, sin duda no abriría tan a la ligera. A menos que conociera bien a la persona que llamaba al timbre, eso sería muy distinto.
Liza se puso de pie. Se disponía a decir algo, pero en el último momento decidió tragarse las palabras. Sin embargo, John sabía lo que a ella le habría gustado decir: habría querido echarlo de su casa en el acto, aunque había cambiado de parecer a tiempo. No podía permitirse el lujo de enojarlo, estaba a su merced.
John notó la rabia en la mirada de Liza.
Él también se levantó. Durante un par de segundos, se miraron fijamente en silencio.
—¿Por qué no me echa? —dijo él de repente—. ¿Por qué teme tanto que pueda acudir a la policía enseguida y revele dónde se esconde? Si no ha cometido ningún crimen ¿por qué diablos teme tanto que la descubran? ¿Qué ocurre, Liza? ¿Qué ocurre en su vida?
Ella no respondió.
John decidió intentarlo de nuevo.
—Usted se unió a un grupo de autoayuda para mujeres solas, mujeres a las que habían dejado de repente o que se habían divorciado, que intentaban lidiar con esa situación nueva que les había tocado vivir. Y les explicó que, a pesar de seguir casada, tenía la intención de separarse. ¿Por qué, Liza? ¿Por qué tiene tantas ganas de perder de vista a su marido, hasta el punto de esconderse y alojarse de incógnito en un piso diminuto aquí, en Croydon?
Ella se quedó callada de nuevo y John pensó que no obtendría más respuestas, que tendría que marcharse sin oír ni una sola palabra más.
Pero cuando se disponía a tirar la toalla, a coger la llave del coche y marcharse, ella empezó a hablar:
—¿De verdad quiere saber lo que ocurre en mi vida? —Cerró los ojos un momento—. ¿Cómo es posible que tantos años después alguien realmente quiera saberlo?
3
La mansión estaba completamente a oscuras.
No había luces encendidas ni siquiera en la puerta o en el sendero que recorría el jardín hasta la casa. Tan solo la nieve, cuyo peso doblaba las ramas de los árboles, confería algo de claridad a la noche.
Christy consultó su reloj. Eran las seis. Había tenido esperanzas de encontrar en casa al doctor Stanford o por lo menos a su hijo, pero nadie había respondido cuando había llamado al timbre. La oscuridad tras los árboles que formaban un muro impenetrable desde la calle revelaba que no había nadie en casa.
Christy pensó si tendría que ir a buscar a Stanford a su bufete. Sin embargo, temía no encontrarlo allí tampoco.
Pero ¿qué sentido tenía esperar frente a su casa? ¡Y con el frío que hacía!
¿Dónde estaba el chico?
Poco a poco y sin demasiada determinación, cruzó la calle nevada hasta el coche. Cuando se disponía a marcharse, oyó que alguien se dirigía a ella.
—¿Quería usted ver a los Stanford?
Christy se dio la vuelta. Por la puerta de un jardín, casi enfrente de la casa de los Stanford, salió una mujer. Christy calculó que debía de haber cumplido los setenta hacía poco. Se sujetaba el abrigo que llevaba echado sobre los hombros con las dos manos frente al pecho. Christy se acercó a ella.
—Sí. Tendría que hablar con ellos urgentemente, con el doctor Stanford o con su esposa. Pero al parecer no hay nadie en casa.
—A la señora Stanford no han vuelto a verla desde hace semanas —dijo la mujer en voz muy baja.
—¿Ah, no? —Christy fingió sorprenderse. Tal vez consiguiera alguna información al respecto. Prefirió no revelar que era policía, para no asustar a su interlocutora—. ¿Desde hace semanas, dice usted?
—Desde… espere… mediados de noviembre, diría yo. No la veo desde entonces, un día que fue a recoger a su hijo a la escuela. Tampoco es que saliera mucho de casa, ¿sabe? Pero se encargaba de llevar en coche a su hijo a donde tuviera que ir. Lo veía desde el salón de mi casa.
—Tal vez la señora Stanford esté enferma y tenga que guardar cama, ¿no? —supuso Christy enseguida.
—Por favor… ¡enferma! ¿Durante dos meses? ¿Y sin que haya venido ningún médico a visitarla? No, no lo creo. En todo el vecindario, nadie creería algo así.
—¿Qué le parece que puede haber sucedido, pues? ¿Y qué creen los vecinos? —preguntó Christy.
Entonces la mujer bajó todavía más la voz.
—¡Que ha tenido lugar algún drama! —susurró.
—¿De verdad?
—No le diga a nadie que se lo he contado yo, ¿de acuerdo? Él me da miedo. ¡Todos los vecinos le tenemos miedo!
—¿Se refiere al doctor Stanford?
—No lo parece, es tan correcto, tan educado… un hombre muy tranquilo. En principio nadie debería tener ninguna queja acerca de él, pero…
—¿Sí?
—Los vecinos lo vemos de otra forma. No es que seamos curiosos, pero una tampoco puede mirar hacia otro lado, ¿no?
—Claro que no —convino Christy.
—Bueno, pues Liza Stanford en ocasiones ha sufrido terribles maltratos. Por eso siempre lleva unas gafas de sol enormes, da igual si llueve o si es de noche. Pero alguna vez la he visto salir un momento sin las gafas para recoger el correo del buzón y tenía la cara destrozada, los ojos hinchados, el labio partido, moratones… Y también hematomas en el cuello, o la nariz ensangrentada. Parecía que hubiera disputado un combate de boxeo. Más que haberlo disputado, parecía como si lo hubiera perdido.
Christy contuvo el aliento.
—¿Quiere usted decir que…?
—No me gusta extender rumores acerca de nadie —explicó la anciana—, pero tampoco es tan difícil sumar dos más dos, ¿no? ¿Quién podría maltratar a esa mujer tan a menudo y de ese modo tan horrible? En esa mansión tan enorme y tan oscura solo viven tres personas: Liza, su hijo y su marido.
—Ya veo —dijo Christy—. Realmente parece como si… Pero me pregunto por qué no ha acudido ella a la policía.
Hizo la pregunta con un marcado tono de ingenuidad. Llevaba tiempo en el cuerpo de policía. El suficiente para saber que existen miles de motivos por los que una mujer que se encontrara en la situación de Liza Stanford no acudiría a la policía. O a un consultorio. De hecho, eran pocas las que lo hacían.
—Él es muy influyente —contestó la anciana—. Tiene mucho dinero y mucho prestigio. Se codea con los políticos más importantes del país, conoce a todo Dios. Seguro que incluso es amigo del jefe de policía, o al menos no me sorprendería que así fuera. Tal vez Liz no vea la manera de enfrentarse a él y tema empeorar todavía más las cosas.
—Cuando la vio por última vez —dijo Christy—, ¿también estaba herida?
La anciana negó con la cabeza.
—Al menos a mí no me lo pareció. Con esas gafas de sol… Es que le tapan casi toda la cara.
«Las enormes gafas de sol de Gucci…». Christy recordó la conversación que había tenido con la auxiliar de médico de la consulta de Anne Westley. Las gafas oscuras que Liza al parecer no se quitaba ni cuando entraba en lugares cerrados le conferían ese aspecto inaccesible y arrogante que despertaba las antipatías de la gente. Pero no podía hacer otra cosa. La mayoría de los días, desde que se había casado con el tan respetado doctor Stanford, se había visto obligada a ocultar su rostro.
—¿Y dice que por aquí todo el mundo le tiene miedo al doctor Stanford? —preguntó para asegurarse.
La anciana asintió.
—Y no me extraña. De verdad, tendría que haber visto a esa mujer. Un hombre capaz de hacer algo así no puede ser normal. Es peligroso. Quiero decir que no fueron solo un par de tortas, ¿comprende? Debe de descargar todo su odio y brutalidad, ese hombre no está bien. Además esa mirada tan penetrante… A mí me provoca escalofríos, no he podido soportarlo jamás, por muy educado que se muestre conmigo.
—¿Y no ha habido nadie en todo el vecindario que haya intentado interceder?
—¿Cómo? No, ella lo habría negado todo, si se lo hubieran preguntado. Siempre ha intentado esconder las marcas. Y llamar a la policía… nadie se atreve a hacerlo. Y tampoco es que nadie se haya topado con la situación directamente. La casa queda muy apartada de la calle, tiene un jardín enorme y está rodeada de árboles. Nadie ha oído ni visto nada. Si hubiera llegado a gritar alguna vez para pedir ayuda, alguien se habría enterado, habría alertado a la policía y lo habrían sorprendido con las manos en la masa. Pero de este modo… Al fin y al cabo no podrían hacer nada contra él y en cambio él sí habría podido descubrir quién lo habría denunciado, y luego…
—¿… luego? —preguntó Christy, al ver que la mujer dejaba de hablar.
La anciana al parecer temía hacer el ridículo, o que la tomaran por una vieja extravagante.
—Es que usted no lo conoce. A mí me da miedo.
—¿Y el hijo no nota nada?
—Es un niño muy callado y más bien soso. Demasiado callado y demasiado soso, en mi opinión. Estoy segura de que no es feliz.
—Pero ¿hay indicios de que a él también lo maltrate?
—No. Jamás. De alguna forma, creo que el problema de Stanford no son los niños. El problema lo tiene con las mujeres.
—¿También con otras que no sean su esposa?
—Solo es una sensación… pero sí. Aunque tampoco sabría decirle por qué.
Christy le agradeció a la señora que le hubiera contado todo aquello y se despidió, aunque memorizó el nombre de la anciana después de leerlo en el rótulo que había junto al timbre de su casa, así como el número de la calle. Tal vez tendrían que volver a verse.
—¡Yo no le he dicho nada! —gritó esta antes de desaparecer.
Christy subió al coche, dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad. Llamó al inspector Fielder desde el dispositivo de manos libres. Tal como esperaba, él todavía estaba en su despacho.
Le explicó que la visita había sido en vano y le describió la conversación que había mantenido con la anciana.
Fielder reaccionó en primera instancia con un silencio atónito.
—Algo es algo —dijo al final—. ¿Cree que podemos dar crédito a lo que le ha contado la vecina? —añadió—. ¿O es posible que no sean más que especulaciones excesivas?
—A mí no me parece que sea mentira. Parece que le tiene miedo de verdad. Y de alguna forma, todo encaja. Ya teníamos claro que algo no iba bien en esa familia y la historia de esas depresiones cíclicas parece más que sospechosa. El caso de repente parece claro.
—Sí —convino Fielder. Parecía preocupado—. Quiere decir que…
—Quiero decir que o bien Liza Stanford se está escondiendo de su marido porque siente que su vida corre peligro, o simplemente ya no está viva. Tal vez haya sido él quien la ha hecho desaparecer.
—¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Por supuesto que sí, señor. Es algo escandaloso, pero tengo un mal presentimiento. Stanford es un hombre temido en el vecindario. Maltrata a su mujer. La vecina lo ha descrito como a un psicópata y no me ha parecido que se tratara de una chiflada.
—En cualquier caso, todo eso no son más que suposiciones, Christy. Incluso si realmente maltrata a su esposa, la única prueba que tenemos es una conversación con una vecina frente al seto que rodea el jardín de la casa. No es que sea una prueba muy sólida que digamos.
—¿Qué es lo que no le parece sólido? Liza ha desaparecido. ¡Dos mujeres a las que ella conocía han muerto asesinadas a manos de un psicópata!
—Está hablando de Stanford… El Caritativo, el hombre que suele recoger cientos de miles de libras para los más pobres del país… ¿Cree que ese hombre es el responsable de los asesinatos?
—Yo no excluiría esa posibilidad, a ese tipo le falta un tornillo. Tiene problemas para controlarse, por eso atormenta a su esposa de ese modo tan brutal. Puede que considerara que Carla Roberts suponía un peligro para él. Tal vez Liza le confió a Carla el desastre que suponía su matrimonio y Carla la intentó convencer para que acudiera a la policía y lo denunciara y le dijo cosas como «Si no lo haces tú, lo haré yo», o algo por el estilo. Eso debió de llegar a oídos de él y se volvió loco. ¡Del mismo modo que, al parecer, enloquece de vez en cuando con su esposa!
—¿Y la doctora Westley?