—C… comprendido —tartamudeó Samson. Estaba tan pálido y nervioso que a John le pareció que su actitud no era precisamente la mejor para lo que se proponían hacer, por lo que consideró la posibilidad de dejarlo esperando en el coche hasta que él lo hubiera resuelto todo. Aunque era posible que tuvieran que visitar un buen número de casas antes de obtener algún resultado, en caso de que consiguieran alguno. El tiempo apremiaba.
—Lo conseguirá —dijo John para animarlo—. A ver, usted se encarga de este lado de la calle. Yo empezaré con el vecino más próximo e iré subiendo a partir de ahí.
—¿Me presento con mi verdadero nombre?
—Claro. No lo están buscando por todo el país. Preséntese como Samson Segal, un buen amigo de Londres de Tara Caine. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —confirmó Samson.
John asintió y cruzó la calle. Alzó la mirada de nuevo hacia la casa de Lucy Caine-Roslin. Las ventanas estaban a oscuras, en silencio, muertas.
¿Tara Caine había matado a su propia madre?
Se dirigió sin vacilar a la casa de los vecinos. No podía perder más tiempo.
6
Caminaba pesadamente por la nieve. Hacía rato que había oscurecido, el cielo seguía muy nuboso y no permitía divisar el brillo de la luna y las estrellas, pero los campos y prados blancos aportaban algo de claridad a aquella noche tan oscura. Se había levantado un viento que pronto despejaría las nubes.
Era la única persona que andaba por allí.
Saberlo la llenó de una sensación de calma. Casi de seguridad, incluso.
Le dolía el pulgar en el que se había practicado el corte. Le gustaba ese dolor. Lo hacía continuamente, le encantaba hacerse daño. Le fascinaba ver cómo fluía la sangre. Le gustaba su color y su calidez. Le encantaban las palpitaciones que se extendían por los bordes del corte, eran como el latido del corazón. Como si su corazón se hubiera movido y hubiera elegido otro lugar en el que instalarse. En el pulgar, por ejemplo. Aunque podía ser en un sitio completamente distinto. Ella tenía el poder de decidir cuál. También podía situar su corazón en los pies.
La mayoría de las veces se arañaba las piernas. Por eso siempre llevaba trajes chaqueta con pantalones en lugar de vestidos. No podía ir mostrando las piernas.
Sabía que no se perdería. Conocía la zona, sería capaz de encontrar el camino de vuelta con los ojos vendados. Sin embargo, estaba más cansada de lo que había previsto. Había sido un día muy largo. La noche anterior no había dormido, la había pasado conduciendo en dirección norte, atascada en una retención de tráfico desmoralizador y casi interminable que había provocado un camión accidentado.
Poco después de la una había entrado en un área de descanso para hacer una pausa. De lo contrario no habría resistido, lo había tenido muy claro. Por supuesto, no era una situación exenta de peligro. Llevaba a Gillian en el maletero, tapada con una manta. No era necesario recurrir a la fantasía para imaginar que debía de estar pensando todo el tiempo en la manera de escapar. No obstante, la había atado tan bien que no sería capaz de liberarse por sus propios medios. Además, había cerrado el coche con llave. Se había tendido sobre los dos asientos delanteros y había intentado descansar un poco. No se había dormido, el lugar era demasiado incómodo y ella estaba demasiado nerviosa, pero de todos modos había podido calmarse un poco.
Antes de continuar, había tirado el bolso de Gillian a un contenedor de basura y el móvil, previamente desconectado, a otro. Para que nadie pudiera encontrarlos.
La caminata hasta la cabaña había sido agotadora, igual que lo estaba siendo el camino de vuelta. Se acordaba de los caminos vecinales que había recorrido muchos años atrás durante las claras noches de verano. De aquí para allá, ágil y despreocupada. Le encantaba haber disfrutado de esa vida tan primitiva en la cabaña. La naturaleza, la libertad. Por aquel entonces habría afirmado sin dudar que la vida y el mundo le parecían maravillosos.
No había calculado bien lo que se tardaba en recorrer la distancia entre la carretera principal y la cabaña con tanta nieve en el camino. En cualquier caso, no había pensado que se vería obligada a dejar el coche tan lejos. Habría sido un milagro poder acercarse a una distancia más asequible. Por suerte, al menos despejaban la nieve de las carreteras principales del distrito con cierta regularidad. Incluso en esa región tan norteña.
Se detuvo un momento y se acomodó mejor la bufanda con la que intentaba cubrirse la cara. El frío le cortaba la piel y le dolía en los pulmones. ¡Dios, qué agotador resultaba caminar con ese tiempo! El grosor de la nieve parecía haber crecido desde el mediodía, pero no era más que una ilusión, puesto que no había vuelto a nevar desde entonces. Probablemente lo único que pasaba era que se encontraba al límite de sus fuerzas.
No podía faltar mucho para llegar al coche. La idea de sentarse en aquellos asientos tan mullidos, de arrancar el motor y encender la calefacción, le dio fuerzas renovadas. No podía permitirse flaquear en esos momentos. Por supuesto, habría sido más sensato esperar hasta la mañana siguiente. Unas horas de sueño le habrían sentado de maravilla. Pero de repente se había preocupado por la posibilidad de no llegar a sobrevivir a la noche. En la choza reinaba un frío gélido. La temperatura exterior parecía desplomarse por momentos y el estado putrefacto de la cabaña no ofrecía ningún tipo de protección. Por tanto, corría el peligro de morir de frío durante la noche, mientras dormía. Ese había sido el motivo por el que había acompañado a Gillian fuera una vez más para que pudiera hacer pis tras un matorral. A continuación le había atado de nuevo los tobillos y había cerrado los postigos y la puerta con llave. El resto estaba claro: la mujer moriría de frío o de hambre. Lo más probable era que el frío diera buena cuenta de ella antes de que el hambre empezara a resultar un problema. Le había dejado las provisiones que habían quedado, dos bocadillos y algo de agua, más que nada para no tener que cargar con ello otra vez. Aunque tampoco necesitaría nada. Con las manos atadas a la espalda, Gillian tampoco podría aprovecharlo. Si conseguía liberarse, tampoco conseguiría salir de la cabaña.
Por desgracia, no había nada que hacer. Gillian moriría porque se había convertido en un peligro para ella.
Sentía palpitaciones en el pulgar, en toda la mano. Era una buena señal, indicaba que seguía viva. La sangre seguía recorriendo su cuerpo. Mientras lo hiciera, todo iría bien. Mientras siguiera viviendo, respirando y haciendo lo que debía.
Al final todo había salido según lo previsto, gracias a Dios. Sin embargo, había cometido un gran error: mientras se dirigían a la casa de Gillian en Thorpe Bay había mencionado el nombre del agente inmobiliario. Había sido un error en el que no había reparado al principio. Tan solo había notado que algo había cambiado. Gillian se había puesto tensa, inquieta, de repente, aunque también podían haber sido imaginaciones suyas, o deberse a motivos muy distintos: al desconcierto de Gillian debido a la situación por la que estaba pasando o al miedo que le daba partir hacia un lugar desconocido. No había querido recurrir a un hotel para esconderse de aquella persona que no era más que un fantasma. Probablemente había temido verse superada por los sentimientos cuando saliera a pasear sola por el mar y se pusiera a pensar en su vida.
Y Tara había pensado: de acuerdo, y cuando decidas encerrarte en casa, me dará igual. Lo más importante es que desaparezcas de mi vista de una vez.
Se había propuesto realmente no seguir atacando a Gillian. Su caso era distinto al de las dos ancianas.
Tal vez la conocía demasiado, se tenían demasiada confianza. Quizá fuera un temor supersticioso lo que la había asaltado de repente. ¡Todo había sido tan fácil en el caso de Carla Roberts y Anne Westley! Los problemas que surgían en el caso de Gillian parecían una advertencia: ¡déjala en paz!
Aunque tal vez ni siquiera era necesario utilizar el término «superstición». Era un hecho que en el caso de Gillian había fracasado en dos ocasiones. Las dos veces podría haber acabado muy mal para Tara. El inteligente era el que reconocía cuándo estaba a punto de excederse.
Había encajado con prudencia la transformación repentina que Gillian había sufrido durante el trayecto desde Londres a Southend. No la pierdas de vista, le había aconsejado su voz interior, por eso había entrado con ella en la casa. Una vez allí, Gillian se había comportado de un modo tan inofensivo que Tara ya creía haberse equivocado. Pero por suerte, a ese tipo raro le dio por llamar justo en ese momento. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Va y le deja grabada la advertencia en el contestador automático para que se oiga por toda la casa.
Claro que Gillian había intentado quitarle importancia al asunto. Pero no le había servido de nada, Tara era demasiado astuta para eso.
Durante el interminable trayecto hacia Mánchester, no había dejado de pensar en dos cosas: ¿cómo había podido descubrir Samson Segal que ella suponía un peligro para Gillian? ¿Y quién era su aliado? Porque había hablado en plural.
¿Y qué le había hecho sospechar a Gillian, antes incluso de oír la advertencia de Segal? ¿Qué había pasado?
La respuesta a la segunda pregunta se le había ocurrido a la altura de Northampton. Llevaba toda la tarde pensando en ello y repasando cuál había sido el momento en el que se había dado cuenta del cambio de actitud de Gillian, estrechando cada vez más el círculo. De repente, se había iluminado y se había percatado de que había tenido que ver con el nombre de aquel agente inmobiliario. Luke Palm. Gillian no había llegado a mencionar cómo se llamaba. Tara lo había oído aquella noche, cuando Palm regresó de improviso a casa de Gillian y esta gritó su nombre.
Todo había empezado a ir mal ese día. Tara había llegado a Thorpe Bay al caer la noche. Se había propuesto llamar a casa de Gillian, igual que había hecho en casa de Carla Roberts. Habría podido entrar sin problemas y, una vez dentro, pensaba acabar con su vida. Pero entonces vio cómo aquel coche desconocido aparcaba frente a la puerta y enseguida sospechó que Gillian tenía visita, algo que posteriormente se confirmó. Tuvo que esperar mucho rato, hasta que ese desconocido, que resultó ser el agente inmobiliario, por fin se hubo marchado. Gillian había salido al jardín y había dejado la puerta abierta de par en par, Tara aprovechó la circunstancia para entrar a hurtadillas. Aunque ya en ese momento oyó la advertencia de una voz interior: ¡Déjalo! Es demasiado arriesgado. De todos modos, había esperado en la cocina de Gillian, pero de repente se fue la corriente sin que ella hubiera hecho nada, Gillian se dejó llevar por el pánico y encima Luke Palm regresó por sorpresa. Tara tuvo el tiempo justo de salir al jardín y escabullirse hasta el coche de nuevo.
Para la otra pregunta no tenía ninguna respuesta. ¿Qué peligro había sabido ver aquel extraño vecino? ¿Cómo demonios había llegado a sospechar de ella? No era consciente de haber cometido ningún error.
Le daba igual. Ese sería el siguiente problema del que se encargaría. Hasta entonces todo había ido bien. Si conseguía mantener la calma, en adelante todo saldría igual de bien.
Vio su coche justo a tiempo, puesto que el deseo de dejarse caer sobre la nieve y descansar ya empezaba a ser demasiado poderoso para seguir resistiéndose. Ahí estaba, como una pequeña y oscura sombra a un lado de la carretera. El viento ya había disipado las nubes en el cielo lo suficiente como para poder reconocer alguna que otra estrella. Pero justo por eso, cada vez hacía más frío. Un par de horas más tarde, la noche sería estrellada y terriblemente gélida. Se alegró de haber tomado la decisión de renunciar a dormir en la cabaña.
Revolvió en su bolso. Era un bolso grande, a menudo lo utilizaba para llevar las actas judiciales. Había metido dentro el manojo de llaves cuando habían empezado a andar, a primera hora de la tarde. Tenía que estar en alguna parte…
Encontró de todo menos las llaves: la polvera, el monedero, un libro, un mapa, un paquete de pañuelos de papel, chicles, el pasaporte…
Pero ni rastro de las llaves.
Ya había llegado hasta el coche. Dejó el bolso sobre el capó y siguió buscando, incluso sacó todo el contenido para verlo mejor. Por fin le pareció ver una llave, pero por el llavero de plástico en forma de corazón se dio cuenta enseguida de que se trataba de la llave de la cabaña. No era la del coche, la que llevaba junto a las llaves de su piso.
Presa del pánico, volvió el bolso del revés. Cayeron todo tipo de menudencias, notas de papel, lápices despuntados y monedas sueltas.
Soltó un sonoro suspiro.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Tenía la seguridad de haber metido la llave en el bolso. Tan segura como de que era lo suficientemente hondo para no haberla perdido.
Ahí estaba, en una gélida noche de invierno, expuesta al viento del norte y a una temperatura de al menos veinte grados bajo cero, a juzgar por su sensación; en medio de la nada, en un lugar recóndito del Dark Peak, junto a un coche que no podría conducir. No había ninguna casa, ninguna granja, por no hablar de ningún pueblo, a muchos kilómetros a la redonda.
—De acuerdo —dijo en voz alta—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Descúbrelo!
¿Había perdido las llaves por el camino? En ese caso no tenía ni la más mínima oportunidad de encontrarlas entre tanta nieve. Pero no lo creía. No era lógico pensar que pudieran habérsele caído de un bolso tan profundo.
Se esforzó en reprimir el pánico que empezaba a crecer en su interior. La situación era incluso peor que si hubiera decidido quedarse en la cabaña. Su vida corría peligro. Era importante mantener la cabeza fría.
Hizo lo que siempre hacía cuando tenía que resolver un problema. Volvió a repasar mentalmente las situaciones decisivas paso a paso.
La cabaña. Gillian atada en el sofá. Ella, de pie, apoyada en la estufa. Hablando, contándole cosas. Junto a ella, sobre la estufa, estaba la llave con la que había abierto la cabaña.
¿Solo esa?
Cerró los ojos con fuerza y visualizó la estancia, la situación. Dios, no. No solo estaba la llave de la cabaña. Justo al lado estaba el manojo de llaves entre las que se encontraban las del coche y las del piso. Se le habían caído del bolso mientras sacaba las provisiones y por descuido las había dejado allí. Se las había dejado encima de la estufa.
Pero debería haberlas visto cuando había vuelto a coger la llave de la cabaña. ¿Cómo había podido coger una llave y haberse dejado las otras al lado?