Posteriormente se había dado cuenta de que todo aquello había sido una conclusión errónea. No existía la seguridad, ni la protección, ni la justicia, ni la solidaridad. Lo único que sí existía era la ley del más fuerte, nada más. El mundo era un lugar horrible que tan solo mantenía un frágil equilibrio sobre una red tejida de sistemas de seguridad obsoletos. Si alguien se deslizaba entre esa malla, le esperaba una caída sin fin y eso era algo que le ocurría a mucha más gente de lo que ella podría haber imaginado. Lo comprendió cuando se vio arrojada en caída libre. Cuando se dio cuenta de que no habría nada ni nadie para detener el golpe.
Burton le había preguntado de nuevo por Carla y por Anne.
Carla Roberts y Anne Westley.
Incluso en esas circunstancias, sola en ese piso, envuelta por la luz titilante de las velas y con el temor a perder de nuevo ese refugio en el que había confiado a pesar de todo durante las últimas ocho semanas, no pudo evitar una sonrisa amarga y resignada.
Carla y Anne habían sido sus dos intentos de encontrar ayuda. Y los dos intentos habían terminado en fracaso.
—¿A su marido no le molestaba que acudiera a ese grupo de mujeres? —le había preguntado Burton.
Ella había negado con la cabeza.
—Él no sabía que me encontraba con otras mujeres separadas o divorciadas. Le conté algo esotérico que a él le pareció una idiotez pero que no lo inquietó en absoluto. Me arriesgué mucho con ello, por supuesto. Él podría haber indagado al respecto en cualquier momento. Pero no lo hizo. Suele tener poco tiempo a causa de sus compromisos profesionales y no pudo volcarse en mi vigilancia.
—¿Confiaba usted en Carla Roberts?
—Completamente, no. De todos modos se pasaba el tiempo hablando acerca de sí misma y de su destino y veía en mí solo a alguien que la escuchaba con paciencia. Sin embargo, un día nos encontramos fuera del grupo, en su casa. Yo llevaba puestas las gafas de sol una vez más y, después de quejarse durante una media hora, Carla se detuvo de golpe, me miró y preguntó: «¿Por qué siempre llevas esas gafas de sol?».
»Era un día lluvioso, gris. Yo solía salir de ese tipo de situaciones alegando que tenía los ojos supersensibles, una alergia o conjuntivitis. Pero de repente… no sé por qué… me limité a quitarme las gafas y le dije: «¡Por esto!».
»Tenía un aspecto horrible. Tenía el ojo derecho amoratado y tan hinchado que apenas podía abrirlo. No era una visión especialmente agradable.
—¿Cómo reaccionó Carla? —preguntó John.
—Se quedó boquiabierta. La buena de Carla pensaba que lo peor que un hombre podía hacerle a una mujer era empezar una relación con su secretaria y arruinar el negocio familiar. Entonces se dio cuenta de las cosas que llegaban a suceder en el mundo. Se quedó bastante desconcertada.
—¿Y le hizo preguntas? ¿Le aconsejó que denunciara a su marido?
—Me hizo preguntas, sí. No le conté toda la dimensión de mi tormento, pero sí le dije que mi marido era muy irascible y que solía utilizar los puños para resolver sus problemas conmigo. Ella se horrorizó, pero… ¿qué iba a decirme? Más o menos un cuarto de hora más tarde empezó a darle vueltas a sus temas de nuevo: la infidelidad de su marido, la hija que no se ocupaba lo suficiente de ella, la soledad que sentía… Así era Carla. No era mala persona, pero era incapaz de ver a nadie más que a sí misma. En el fondo su problema era que no podía abstraerse de sí misma durante más de unos segundos. Seguramente no podía evitarlo.
—¿Y volvió usted a hablarle de ello? ¿O Carla llegó a ofrecerle algún tipo de ayuda?
—No. Nos vimos más veces, pero pocas. El grupo se disolvió y mi situación personal se agravó. Ya no podía mantener mi vida social. Tenía miedo a morir. No me apetecía volver a ver a Carla y pasarme el rato escuchando sus lloriqueos.
—¿En ese momento usted y la doctora Westley ya habían hablado?
Liza le había contado la reacción de la pediatra y él había comprendido por qué cuando le había preguntado si les guardaba rencor a Carla y a Anne, su respuesta había sido insegura. No, no podría llamarlo rencor. Pero esas dos mujeres la habían dejado en la estacada. Era muy consciente de eso.
—¿Su marido sospechaba que había dos personas aparte de la familia que podían suponer un peligro para él? Por el hecho de que supieran lo que ocurría en su casa, quiero decir.
—Yo no se lo conté —dijo ella tras reflexionar unos momentos—. Pero como es natural, podría haberlo descubierto.
—¿Cómo?
—Ni idea. Pero lo creo capaz de cualquier cosa, ¿sabe? Es posible que lo supiera.
—¿Y el apellido «Ward» no le dice nada? Thomas y Gillian Ward.
—No. Lo siento. No lo había oído nunca.
En ese punto fue cuando él se había despedido. Le había prometido una vez más que la ayudaría. Ella reflexionó acerca de cómo pensaba hacerlo.
—¿Hay algo más que deba saber? —le había preguntado ya en la puerta. Cuando ella movió la cabeza en gesto negativo, John insistió—: ¿Está segura? ¿Me lo ha contado todo acerca de esta historia?
—Sí.
Él le había dejado su tarjeta. Por si recordaba algo más que le pareciera relevante. O por si necesitaba ayuda. No sabía que ella había decidido desde hacía tiempo no correr ningún riesgo. Tal vez contaría a John Burton entre los buenos, pero había aprendido a ver a los hombres como a enemigos potenciales, como a criminales. Al parecer le resultaba más seguro no hacer excepciones.
Desaparecería. Seguiría adelante. Renunciaría a cualquier tipo de contacto con Finley, por mucho que eso le rompiera el corazón.
No se lo había contado todo a Burton. Pero ¿acaso esperaba que lo hiciera? No lo conocía de nada. Era un completo desconocido para ella.
Además él le había pedido que le contara «todo lo que pudiera ser relevante acerca de esa historia».
Liza no sabía si lo que se había callado era relevante.
Probablemente, no.
2
Podía ver claramente la situación a la que se enfrentaba. Liza se la había descrito con serenidad. Casi sin emoción.
La amable pediatra, competente, maternal. La doctora Anne Westley. La mujer que tan bien sabía tratar a los niños, pero que también sabía cómo calmar y quitarles el miedo a los padres.
Y Liza Stanford. Tenía una herida profunda abierta en la sien como consecuencia de un puñetazo recibido la noche anterior que la había mandado contra el canto de un armario. A su marido no le había gustado la cena. Estofado irlandés sin zanahorias. No tenía zanahorias en casa y no había tenido tiempo de salir a comprarlas. Él le había dejado claro que quería estofado irlandés para cenar y no había estofado irlandés sin zanahorias. Ella lo había cocinado con la esperanza de que él no lo notara.
Pero, por supuesto, lo había notado.
En realidad, ella habría preferido no salir al día siguiente. La herida volvía a sangrarle y no había encontrado la manera de cortar la hemorragia. Pero Finley salió de la escuela y le dijo que se había caído en la clase de gimnasia. Había parado el golpe con la mano derecha y al principio apenas había notado dolor. Sin embargo, durante la tarde se le hinchó la mano y el dolor se volvió más intenso. Liza esperaba que toda esa historia acabara bien, pero Finley se había quejado cada vez más y al final no había visto más alternativa que acudir a un médico. Se tapó la herida con esparadrapo, se peinó el pelo hacia delante para ocultar el percance en la medida de lo posible y se puso las gafas de sol. Habría preferido acudir a una clínica de urgencias en la que no la conocieran, pero Finley le había pedido casi entre lágrimas que lo llevara a su pediatra habitual.
Así fue como llegaron a la consulta de la doctora Anne Westley, a última hora de la tarde y, a pesar de que la sala de espera estaba llena hasta los topes, los atendieron enseguida por tratarse de una urgencia.
Efectivamente, Finley se había torcido la mano y se la había lesionado. Le vendaron el brazo y la doctora Anne Westley se sentó a su escritorio para hacerle una receta para un calmante. Liza se sentó frente a ella, mientras que el niño se había retirado a un rincón para jugar con unos muñecos de plástico de Barrio Sésamo que lo tenían fascinado.
Anne arrancó la receta de su bloc y cuando iba a tendérsela por encima de la mesa se detuvo.
—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó.
Liza se echó el pelo hacia delante instintivamente y al hacerlo notó un líquido caliente en la sien que le bajaba por la mejilla.
¡Oh, no!, pensó Liza, horrorizada.
—Está sangrando —dijo Anne—. ¡Espere, déjemelo ver!
Salió de detrás del escritorio a pesar de las protestas de Liza.
—No es nada… estoy bien… no hay problema…
El esparadrapo estaba completamente empapado. Antes de salir de casa, la herida parecía haber dejado de sangrar ya. Por algún motivo, se había abierto de nuevo.
Anne se inclinó sobre Liza y le quitó las gafas de sol con cuidado. El ojo izquierdo también había recibido, aunque no estaba ni mucho menos tan morado como lo estaría un día después. Sin embargo, el párpado estaba enrojecido e hinchado y era obvio que la tenue coloración verdosa empezaba a extenderse poco a poco y apenas se diferenciaba de la sombra de ojos que se había aplicado con torpeza. Liza oyó cómo Anne aspiró aire bruscamente entre los dientes. A continuación despegó el esparadrapo con destreza.
—Dios mío —exclamó—, ¡esto tiene muy mal aspecto! ¿Ya ha ido a que lo vea un médico?
—No —contestó Liza—. Ya había parado de sangrar y he pensado que se estaría curando.
—La herida parece inflamada. Le prescribiré una pomada antibiótica. Además, debo vendársela mejor. Un poco de esparadrapo no basta. Tengo un espray que detiene las hemorragias.
—Bien —convino Liza en voz baja. No se atrevía a mirar a la doctora.
Anne se apoyó en el canto del escritorio.
—¿Cómo se lo ha hecho? —La pregunta sonó indiferente, marcadamente indiferente.
Liza sabía que su reacción había sido de lo más estereotipada, pero en ese momento no se le ocurrió otra cosa.
—En la escalera de casa. Ya me ha sucedido otras veces. Los escalones son muy altos y yo soy bastante torpe —soltó una carcajada artificial. La herida le dolía muchísimo cuando se reía—. Soy muy poco hábil. Y en el rellano de abajo hay una moldura de decoración, me he golpeado la cara con ella. Aún he tenido suerte de no haber perdido un ojo. Este tipo de cosas me fastidian mucho. A ver si aprendo de una vez a ir con más cuidado, pero es que ya en la escuela, cuando tocaba clase de gimnasia, yo siempre…
Se quedó callada.
Hablo demasiado, pensó.
—Señora Stanford —dijo Anne, que seguía apoyada en la mesa—. Míreme, por favor.
Liza alzó la mirada sin demasiada convicción. Se sentía desnuda y desprotegida sin sus habituales gafas de sol, con los cristales muy oscuros. Debía de tener un aspecto horrible.
—Señora Stanford, no quiero meterme donde no me llaman, pero me gustaría decirle que… es posible encontrar ayuda en cualquier situación. A veces creemos que nuestra situación es completamente desesperada y en realidad no lo es. Siempre hay una salida.
Liza miró fijamente a los ojos de aquella mujer de pelo canoso, y reconoció en ellos la consternación y el espanto.
Lo sabe. Sabe perfectamente lo que ha sucedido.
Sin embargo, no dijo nada, se limitó a desviar la mirada.
—Ahora me encargaré de su herida —anunció Anne unos momentos después. Su voz sonó resignada—. ¿Le parece bien?
Liza asintió.
Dejó que Anne le hiciera las curas correspondientes mientras Finley seguía jugando en un rincón sin levantar la mirada ni un instante. A Liza no le pasó inadvertido que Anne de vez en cuando miraba también al chico con preocupación. Era evidente que estaba confusa por el hecho de que Finley no reaccionara mientras le limpiaba la sangre de la cara y le vendaba la cabeza a su madre. Liza se preguntó si Anne Westley habría sacado la conclusión inevitable: que Finley estaba acostumbrado a ver a su madre herida y había aprendido a aislarse, porque de lo contrario no habría podido soportarlo.
Anne Westley no había dicho nada más. Pero cuando Liza por fin salió de la consulta, pensó: puede que vuelva por aquí. Puede que incluso acabe pidiéndole ayuda. Ahora lo sabe y estaba bastante horrorizada.
No sabía si la idea de una pediatra obstinada e insistente tendría que haberla asustado o darle esperanzas. Probablemente las dos cosas. Tenía miedo de que todo pudiera empeorar si alguien se entrometía. Pero al mismo tiempo tenía también la certeza de que no podía continuar de ese modo mucho tiempo más y, a la vez, que no sería capaz de dar el paso decisivo por su propio pie. De vez en cuando, durante los días siguientes, se dedicó a fantasear con la posibilidad de que alguien se enterara de cuál era su situación y ese alguien, que en ningún caso sería ella, denunciaría a su marido. Aquella idea la llenaba de esperanza y de pánico por igual. Era como estar en una montaña rusa de sentimientos, hasta que terminó por comprender que no sucedería nada. Efectivamente, no volvió a saber nada más de la doctora Westley.
—Y se acabó —le había dicho a John—. Me di cuenta de que se había acabado, de que Anne Westley no me ayudaría.
A John le pasaron mil ideas por la cabeza mientras conducía de noche por la ciudad asegurándose una y otra vez de que no superaba el límite de velocidad. Estaba conmovido y, mientras pensaba en ello, no hacían más que ocurrírsele posibilidades demasiado inquietantes.
Una era que había sospechado del doctor Stanford, pero ¿tal vez sería conveniente sospechar también de Liza Stanford?
Esa mujer había sufrido un verdadero calvario. El hijo de puta con el que se había casado demostraba un sadismo tan extremo que incluso John se había conmovido. Y eso que había sido policía y, por tanto, estaba acostumbrado a esa clase de cosas y no era fácil sacarlo de quicio. Sin duda alguna, ese tipo era un enfermo. Pero ¿un asesino?
¿Hasta qué punto se había sentido contrariada Liza por esas dos mujeres que, estando al corriente de lo que le sucedía, no le habían ofrecido ayuda? ¿Había esperado más solidaridad por parte de ellas y no había sido capaz de comprender por qué se la habían negado? Se lo había contado sin sentimiento. Incluso había negado que les hubiera guardado rencor. Su voz había sonado monótona todo el tiempo, sin altibajos. John Burton había recordado interrogatorios en los que ya había oído ese tono de voz. Y al final siempre habían resultado ser asesinos o estafadores sin escrúpulos.