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Sábado, 12 de diciembre, 19.05 h
Millie y Gavin están viendo las noticias en el piso de abajo. Millie ya se ha vestido, lleva puesto el abrigo y las botas. Tiene turno de noche en la residencia geriátrica y debe salir dentro de media hora. De ahí el mal humor que gasta, durante la cena se ha mostrado casi insoportable. Se enfada como un perro rabioso cuando le toca trabajar de noche, pero durante el fin de semana todavía es peor.
Durante la comida, por supuesto, he vuelto a ser el blanco de sus iras.
Cuando me he servido patatas salteadas por segunda vez me ha preguntado cuándo tenía previsto volver a aportar algo para los gastos de la casa, aduciendo que ya no quedaba nada de las cuatro perras de la semana anterior. Me ha mirado fijamente con una expresión de acecho en el rostro y me ha dicho que al fin y al cabo recibía una «ayuda».
—Vas escribiendo solicitudes de empleo, ¿no? —preguntó ella—. ¿Y te esfuerzas por encontrar trabajo? Entonces, ¡algo de dinero deben darte!
—Por supuesto —mentí. Me he puesto colorado, pero como me pasa siempre que digo algo, no le ha llamado la atención.
Temía que Millie sospechara algo. Millie es una arpía, pero no tiene ni un pelo de tonta. Me paso el día fuera de casa y hace tiempo que se pregunta qué debo de estar haciendo mientras merodeo por ahí. Difícilmente creerá que voy de puerta en puerta pidiendo trabajo. Tal vez debería pasarme un par de días ganduleando por casa. Eso es lo que Millie piensa que hacemos los que estamos en el paro.
Pero no puedo hacerlo. Me volvería loco.
Respecto al dinero, cada vez paso más estrecheces. Ya no me compro nada para mí, pero debo contribuir con mi parte de la comida, la calefacción, la electricidad y el agua, y en eso se funde lo poco que tengo ahorrado. Ayer, en el Halfway House, incluso tuve que pedirle dinero a Bartek. Se quejó mucho, al fin y al cabo él también pasa apuros porque parece ser que su prometida es muy exigente y gasta mucho dinero, pero al final me dio cincuenta libras. Hace un momento, durante la cena, me las he sacado del bolsillo de los pantalones como si nada y se las he dado a Millie por encima de la mesa.
—¿Tienes suficiente con esto? —he preguntado. Ella ha asentido bastante perpleja. Eso no ha contribuido a disminuir su desconfianza, pero la he atacado en su punto débil y no ha sabido reaccionar tan rápidamente.
Como siempre, Gavin no ha dicho nada. Se ha limitado a comer con la esperanza de que la situación no se saliera de madre.
Este mediodía he visto a Gillian, Tom y Becky. Al parecer, salían a pasear. Yo estaba plantado delante de su casa cuando han salido, por lo que me he visto obligado a saludarlos. No es que haya sido precisamente discreto, pero espero que no le hayan dado más vueltas. Es posible que ni siquiera se hayan dado cuenta de que llevaba un rato merodeando por ahí, tal vez hayan pensado que estaba pasando por delante de su casa por casualidad. En cualquier caso han reaccionado de forma tan distraída que no creo que deba preocuparme. Sin embargo, me he propuesto ir con más cuidado en adelante. Estos cortos y oscuros días de diciembre son propicios a cometer imprudencias, porque uno se siente siempre oculto al amparo de la oscuridad. Pero pueden verme igualmente y además, de vez en cuando, también hay luz. La luz del sol, en todo caso, aunque sea tamizada. El verano no podría quedar más lejos.
A primera vista los Ward me han parecido la misma familia feliz e intacta que conozco desde el principio. Llevaban puestos anoraks, botas y gorros de colores, y parecían contentos por la excursión que les esperaba. Pero entretanto he aprendido a fijarme mejor en las cosas. Había algo que no acababa de encajar en la familia. Thomas Ward tenía muy mal aspecto. Estaba pálido, parecía absolutamente agotado y, a la vez, desvelado. Parecía algo enfermizo, como si estuviera muy tenso. Parecía alerta en todo momento. Eso a la larga no podía ser bueno.
Becky ya tiene el aspecto malhumorado típico de los adolescentes. No parece precisamente feliz, pero instintivamente diría que tampoco es que deba estar ocultando un drama verdaderamente serio. Esa edad en la que nos convertimos en adultos siempre es difícil. Lo sé de buena tinta.
Gillian, en cambio, me preocupa de verdad. No es que me haya parecido tan cansada como su marido y que tema por su salud. Tampoco es que estuviera de tan mal humor como su hija. Estaba… sí, tal vez podría decirse que estaba más bien inquieta, aunque tampoco se trata de eso exactamente. Inquieta suena demasiado débil. Estaba muy tensa, nerviosa, irritada. Me ha dado la impresión de que era una persona bastante descontenta y me he preguntado: ¿por qué? ¿Qué ocurre en su vida para que sienta ese desgarro interior?
Ella me ha sonreído brevemente, pero sin una calidez genuina. De hecho no me conoce de nada. No sabe lo mucho que pienso en ella, lo mucho que sueño con ella, tanto de día como de noche. Lo mucho que me gustaría estar cerca de ella. ¡Y no es que quiera destruir su familia! Esa familia es sagrada para mí. Me parece horrible lo rápido que las parejas de hoy en día se separan, se divorcian y se embarcan en otra relación. Como si un matrimonio fuera una especie de bonita estación intermedia de la que uno se despide rápidamente cuando las cosas no van tan bien. Por eso yo jamás intentaría ganarme el favor de una mujer casada. Me da asco solo pensarlo.
Únicamente quiero formar parte de ello. De la vida de Gillian, de la de su familia. Me gustaría participar en algo que jamás podré tener por mí mismo. Jamás conseguiré formar una familia, jamás llegaré a casarme ni a convertirme en padre. Hace tiempo que lo sé, a pesar de que mi amigo Bartek no pierda la esperanza y de que ayer volviera a empezar con todo aquello de las citas por Internet. De ese modo no conseguiré nada. Pero tampoco puedo seguir siendo un mero espectador de los demás.
Los he seguido con la mirada cuando se marchaban. Me he quedado allí a pesar del frío que hacía, a pesar de lo mucho que nevaba, y he notado cómo también me enfriaba por dentro. Tenía algo que ver con los Ward. Pasará algo, lo he notado claramente y sigo notándolo ahora.
A continuación he seguido con mi ronda, pero por algún motivo no conseguía concentrarme en lo que hacía. Esa intensa sensación de desgracia inminente… No es que tenga el don de la clarividencia, pero sí tengo los sensores alerta. De repente he tenido que volver a pensar en el tipo que vi sentado con Gillian en el pub. Tampoco es que quiera mezclar las cosas, pero el tipo no me gustó y eso encaja con la situación de infelicidad que parece atenazar a esa familia.
En el piso de abajo, oigo cómo se cierra la puerta. Oigo los pasos de Millie por el sendero del jardín. Son pasos enérgicos, furiosos, y también podría haber cerrado la puerta con más suavidad. Supongo que ha vuelto a pelearse con Gavin.
Como también supongo que el motivo de la discusión debo de haber sido yo.
Tal vez debería pensar en mudarme. Le estoy complicando la vida a Gavin y me la estoy complicando a mí. Es terrible ser tan indeseado. Al fin y al cabo, la soledad sería mejor que esto.
Lo mejor sería no existir. Que hubiera existido otra persona en mi lugar.
2
Gillian marcó el número de teléfono antes de que pudiera perder el valor que había reunido para hacerlo. Eran más de las diez de la noche, pero calculaba que John no debía de ser de los que se acostaban temprano. Además, el problema no era la hora, sino lo que estaba haciendo: estaba llamando a un hombre que le había confesado la fascinación que sentía por ella.
Y que le había confesado abiertamente que quería iniciar un idilio con ella.
A sabiendas de que estaba casada.
Tom se había retirado a descansar muy temprano. Gillian oía una retransmisión deportiva en el televisor del dormitorio. A mediodía habían ido los tres juntos a Windsor, habían estado paseando mucho rato y habían tomado algo en una fonda. Habían vuelto con algo de color en la cara y eso era bueno. Gillian había cocido
baguettes
con mantequilla a las finas hierbas en el horno y habían cenado juntos. Becky había querido a toda costa ver
Crepúsculo
en DVD y Gillian se había sentado con ella en el salón para intentar comprender qué veía su hija y todas sus amigas en esa película. Después de pasear tanto rato por la tarde con ese tiempo tan frío, Becky había quedado agotada. En algún momento se había acurrucado junto a su madre y se había quedado dormida. Gillian había estado acariciándole los dedos como solía hacer cuando era más pequeña, contemplando cómo respiraba suavemente, su aspecto dulce y sonrosado, como el de una chiquilla.
Gillian, que ya hacía rato que no atendía a Edward, Bella y los demás que aparecían en pantalla, se había abandonado a la contemplación de aquel rostro tranquilo y delicado que últimamente se vestía con una expresión de obstinación y rabia.
Cuánto la quiero, pensó.
Pero la intranquilidad que sentía por dentro no disminuyó lo más mínimo.
Al final se había llevado a la cama a Becky, que siguió dormida como un tronco, y antes de volver al salón la había tapado con esmero, algo que su hija pareció agradecer. Dos copas de vino después, empezó a sentirse más relajada. Puesto que raramente bebía sola, reaccionaba con intensidad ante la más mínima cantidad y dos copas equivalieron a una verdadera borrachera.
El tíquet de compra en el que John le había anotado el número de móvil estaba en el bolsillo de su cazadora vaquera. Lo sacó, cogió el teléfono inalámbrico de la base de recarga del pasillo y entró en el salón de nuevo.
No pasará nada porque haga una llamada, pensó para tranquilizarse.
John respondió tras el tercer tono de llamada. De fondo, Gillian oyó voces que hablaban, reían y el tintineo de vasos.
—Soy yo. Gillian.
—Dios mío —dijo John—, tenía miedo de que no llegaras a llamarme jamás.
Realmente pareció haber estado esperando que lo llamara.
—La última vez que nos vimos —dijo Gillian—, creo que mi reacción fue excesiva. Me gustaría… no me gustaría que las cosas quedaran de ese modo.
—¿A qué te refieres con que la reacción fue excesiva?
—No debería haberme levantado y haberme marchado sin más. De repente me vi superada por la situación.
Las risas de fondo se hicieron más audibles.
—¿Dónde estás? —preguntó Gillian.
—En el Halfway House. Hoy hemos tenido un torneo en el club y después he venido aquí. ¿Puedes venir? Estoy sentado en una mesa más solo que la una y bebiendo demasiado whisky para consolarme.
Gillian constató con sorpresa la alegría y el desahogo que había sentido al saber que él estaba solo en el bar.
—No puedo salir ahora. No es tan fácil, esta noche.
—¿Cuándo podrás? —preguntó John.
—¿Qué te hace pensar que quiero? —preguntó ella, riendo—. Encontrarme contigo, quiero decir.
Él se puso serio.
—Acabas de decir: «No es tan fácil, esta noche». A mí me suena como si el problema fuera el momento y no como si se tratara de un «no» rotundo.
—Tienes razón —Gillian reflexionó un segundo—. Tan solo me gustaría hablar. Me asusté cuando me dijiste por qué tuviste que abandonar tu trabajo. Me gustaría saber más cosas al respecto.
—Solo tienes que decirme cuándo.
—El jueves que viene Becky está invitada a una fiesta de cumpleaños y se quedará a pasar la noche. Mi marido tendrá una reunión en el club de tenis. Estoy disponible.
—¿El jueves que viene? Falta una semana para eso.
—Lo sé. —Siempre puedo echarme atrás en el último momento, pensó ella.
—Tómalo o déjalo —dijo John—. Probablemente sea la única opción que tengo de verte. De acuerdo. El jueves próximo. ¿Vienes a mi casa?
—¿A tu casa?
—¿Por qué no?
Ella tampoco quería quedar como una tonta. O una burguesa. O una estrecha.
—Mmm… vale, de acuerdo. ¿Vives en Londres?
John le dictó una dirección en Paddington y ella la garabateó en el tíquet de compra, junto al número que él le había anotado.
—Muy bien, pues. Hasta entonces —dijo ella.
—Hasta entonces —repitió John.
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Luke Palm tenía treinta y ocho años, trabajaba desde hacía ocho como agente inmobiliario independiente y tenía como máxima no agobiar demasiado a sus clientes. Por supuesto, conocía el cliché del agente adulador y pesado que se dedicaba a acosar a la gente para engatusarla hasta que terminaban por comprar inmuebles que ni siquiera querían y cuyos fallos y deficiencias acababan pasando por alto gracias a la elocuencia de un intermediario sin escrúpulos. Él se había propuesto no llegar a comportarse de ese modo jamás, había intentado separarse claramente de eso y el éxito había acabado dándole la razón: se había ganado un cierto renombre por su corrección y su seriedad. La gente se ponía en sus manos con plena confianza.
Anne Westley también había recurrido a sus servicios, por recomendación de una conocida. Era una anciana muy simpática y sensata. Se habían entendido bien a la primera. Además, conseguir una clienta como ella era un verdadero golpe de suerte: no solo quería vender una casa, sino que además buscaba un piso de propiedad para sustituir la que vendía. Eso significaba el doble de ingresos para él. Por consiguiente, no era de extrañar que él se hubiera mostrado tan solícito con ese trabajo.
Había intentado contactar con ella varias veces durante la semana, pero solo había conseguido hablar con un contestador automático. Le había pedido que lo llamara urgentemente, pero había sido en vano. Quería informarle de un doble hallazgo: por un lado había encontrado a un posible comprador interesado en la casa del bosque de Tunbridge Wells y, por otro, acababan de ofrecerle un piso fantástico en Belgravia, completamente nuevo, y estaba convencido de que sería perfecto para Anne Westley. Quería poder efectuar las visitas de rigor antes de Navidad.
No comprendía por qué Anne no respondía a sus llamadas. Le había parecido muy interesada, muy decidida a poner fin de una vez al dudoso idilio que había mantenido con esa casa en el bosque. Y a Luke no le extrañaba lo más mínimo. Era una finca fascinante, pero él no habría aguantado ni tres días allí.
El matrimonio que se había interesado por la casa tenía cinco hijos y un montón de animales. En ese caso Luke también estaba convencido de estar ofreciendo la casa perfecta para aquella familia. Cada vez le ponía más nervioso no poder contactar con la propietaria.