Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (90 page)

BOOK: Relatos y cuentos
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Desde el pórtico vio a Nadia y se dirigió hacia ella.

—¡Qué bien se está aquí! —le dijo.

—Claro que se está bien. Debiera usted vivir aquí hasta el otoño.

—Tendré que hacerlo, según parece. Es posible que me quede hasta septiembre.

Rió sin ninguna razón y se sentó a su lado.

—Estoy mirando desde aquí a mamá —dijo Nadia—. ¡Parece tan joven ahora! Mi mamá tiene, naturalmente, sus debilidades —añadió, después de un breve silencio— pero, a pesar de ello, es una mujer poco común.

—Sí, es buena… —consintió Sasha—. Su mamá es, a su modo, por supuesto, una mujer muy bondadosa y simpática, pero… ¿cómo le diría?… Esta mañana temprano entré en la cocina… Allí cuatro criadas duermen directamente en el suelo; camas no hay, colchones tampoco; hay andrajos, chinches, cucarachas, hedor… lo mismo que hace veinte años, no hay ningún cambio. No hablemos de su abuela, pues la abuela es abuela y Dios sea con ella; pero su mamá habla francés y toma parte en los espectáculos teatrales. Ella sí debiera de comprender…

Al hablar, Sasha solía levantar ante su interlocutor dos largos y delgados dedos.

—Todo me parece raro aquí, por falta de costumbre —prosiguió—. ¡Nadie hace nada, caramba! Su madre no hace más que pasear durante el día entero, como si fuera una duquesa; la abuela tampoco hace nada ni usted tampoco. Y su novio. Y su novio, Andrey Andreich, lo mismo.

Nadia había oído ya estas cosas el año pasado y quizás también el anterior y sabía que Sasha no era capaz de razonar de una manera distinta; antes, eso la hacía reír, pero ahora sintió un inexplicable fastidio.

—Todo eso es viejo y me aburre —dijo ella, levantándose—. Debiera usted inventar algo nuevo.

Sasha rió y se levantó también y ambos se encaminaron hacia la casa. Alta, hermosa y esbelta, ella parecía ahora, a su lado, muy sana y elegante; no dejó de sentirlo y ello le produjo cierta confusión y lástima por él.

—Además, no debiera usted decir ciertas cosas —dijo—. Acaba usted de mencionar a mi Andrey, pero el caso es que usted no lo conoce.

—«A mi Andrey»… ¡Dios sea con su Andrey! Lo que me da lástima es la juventud de usted.

Cuando entraron en la sala, la gente ya se sentaba a la mesa. La abuela, o como la llamaban en casa, «abuelita», obesa, fea, con espesas cejas y con bigotito, hablaba en voz alta y por su manera de hablar notábase que era la persona que mandaba en la casa. Le pertenecían varios puestos de venta en el mercado y una antigua mansión con columnas y con jardín, pero todas las mañanas ella rogaba a Dios para que la salvara de la ruina y lo hacía llorando. Su nuera, Nina Ivanovna, madre de Nadia, rubia, con la silueta muy ceñida, con lentes y con brillantes en cada dedo; el padre Andrey, anciano delgado, sin dientes y con una expresión como si se dispusiera a contar algo muy divertido, y su hijo Andrey Andreich, novio de Nadia, regordete y bien parecido, de cabello ondulado que hacía recordar a un actor o a un pintor, hablaban sobre el hipnotismo.

—En mi casa te pondrás bien en una semana —dijo la abuelita dirigiéndose a Sasha—. Pero tienes que comer más. Porque pareces no sé qué cosa —suspiró—. ¡Tienes un aspecto que da miedo! No hay nada que hacer: eres el hijo pródigo.

—Después de dilapidar los bienes paternales —observó el padre Andrey lentamente con mirada burlona— el condenado fue a pacer con las bestias irracionales…

—Quiero a mi tata —dio Andrey Andreich y tocó el hombro de su padre—. Es un viejo simpático. Un viejo bueno.

Todos callaron. Sasha rió de repente y se cubrió la boca con la servilleta.

—¿De modo que usted cree en el hipnotismo? —inquirió el padre Andrey a Nina Ivanovna.

—Naturalmente, no puedo afirmar que creo —respondió ella, dando a su cara una expresión muy seria y hasta severa— pero debo reconocer que en la naturaleza hay muchas cosas misteriosas e inexplicables.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, aunque debo añadir por mi cuenta que la fe reduce en forma considerable la región del misterio.

Sirvieron un pavo grande y muy gordo. El padre Andrey y Nina Ivanovna continuaron su conversación. Los brillantes relucían en los dedos de ella; luego brillaron las lágrimas en sus ojos: se sintió embargada por la emoción.

—No me atrevo a discutir con usted —dijo ella— pero admita que hay en la vida muchos interrogantes insolubles.

—Ni uno solo, le puedo asegurar.

Después de la cena Andrey Andreich tocaba el violín y Nina Ivanovna lo acompañaba al piano. Hacía diez años él había acabado los cursos en la facultad de Filología, pero no tuvo ningún empleo ni ocupación y sólo de vez en cuando tomaba parte en los conciertos con fines benéficos, por lo cual lo consideraban en la ciudad como artista.

Andrey Andreich tocaba; los demás escuchaban en silencio. Sobre la mesa, en el
samovar
, hervía con leve murmullo el agua, pero Sasha era el único que tomaba el té. Más tarde, al dar las doce en el reloj, se rompió de pronto una cuerda del violín; todos se echaron a reír, se levantaron y comenzaron a despedirse.

Después de acompañar a su novio, Nadia subió al piso alto, donde vivía con la madre (la abuela ocupaba el piso bajo). Abajo, en la sala, empezaron a apagar las luces, pero Sasha seguía tomando té. Lo hacía siempre largamente, a la manera moscovita, bebiendo unos siete vasos. Después de desvestirse y acostarse, Nadia oyó todavía durante un tiempo a las criadas, que, abajo, recogían la mesa y a la abuelita, que las reprendía. Por fin, todo quedó en silencio y sólo de vez en cuando resonaba abajo la sorda tos de Sasha en su habitación.

II

Cuando Nadia se despertó, debían de ser cerca de las dos: despuntaba el día. A lo lejos resonaba la matraca del sereno. Nadia no tenía ganas de dormir ni tampoco de quedarse acostada, pues el colchón era demasiado blando, incómodo. Se sentó, pues, en la cama, como lo había hecho en todas las noches de mayo, y se puso a meditar. Y sus pensamientos eran los mismos de la noche anterior: los monótonos, innecesarios e inoportunos recuerdos de cómo Andrey Andreich empezó a cortejarla y le propuso matrimonio; cómo ella aceptó y cómo, más tarde, poco a poco, llegó a apreciar a este hombre bueno e inteligente. Y, sin embargo, sin saber por qué, ahora que hasta la boda no le quedaba más de un mes, empezó a sentir un miedo y una inquietud como si la esperara algo indefinido y deprimente.

«Tic-toc, tic-toc… —perezosamente sacudía el sereno su matraca—. Tic-toc…».

A través de la antigua y amplia ventana se ve el jardín; más lejos, tupidos arbustos de lilas en flor, adormecidos y lánguidos por el frío; y la niebla, espesa y blanca, que se acerca flotando sigilosamente para cubrir las lilas. Sobre los lejanos árboles gritan los grajos, semidespiertos:

—Dios mío, ¿por qué estoy tan deprimida? Puede ser que todas las novias sientan lo mismo antes de la boda. ¡Quién sabe! ¿O será la influencia de Sasha? Pero ya van varios años seguidos que Sasha dice siempre la misma cosa, como si leyera un libro, y cuando habla parece ingenuo y extraño. ¿Por qué entonces la imagen de Sasha siempre está en mi mente? ¿Por qué?

El sereno hace mucho que dejó de agitar la matraca. Bajo la ventana y en el jardín los pájaros comenzaron el alboroto, la niebla se ha ido y todo alrededor quedó iluminado por la luz primaveral y sonriente. Un poco más, y todo el jardín se despertó, acariciado por el sol, y las gotas de rocío, cual diamantes, brillaron sobre las hojas; el viejo y abandonado jardín pareció joven y vistoso aquella mañana.

Ya se despertó la abuelita. Se oyó la gruesa tos de Sasha. Abajo ya estaban preparando el
samovar
, alguien movía las sillas.

Las horas pasaban lentamente. Hacía mucho tiempo ya que Nadia estaba levantada y paseaba por el jardín, pero la mañana se prolongaba, interminable.

Apareció Nina Ivanovna, con los ojos llorosos y un vaso de agua mineral en la mano. Era aficionada al espiritismo y la homeopatía, leía mucho, le gustaba dilucidar las dudas que la asaltaban, y Nadia veía en todo ello un sentido hondo y misterioso. Ahora Nadia dio un beso a su madre y se puso a caminar a su lado.

—¿Por qué has llorado, mamá? —le preguntó.

—Anoche empecé a leer una novela que trata de un viejo y de su hija. El viejo tiene un empleo y, claro, el jefe se enamora de su hija. No terminé de leer el libro todavía, pero hay un pasaje tan emotivo que una no puede contener las lágrimas —dijo Nina Ivanovna y sorbió del vaso—. Esta mañana lo recordé y lloré otra vez.

—Los últimos días me siento muy triste —dijo Nadia, después de un silencio—. ¿Por qué será que no duermo?

—No sé, querida. Cuando yo no tengo sueño de noche, cierro los ojos con fuerza, así, y me imagino a Ana Karenina, su modo de caminar y de hablar, o si no me imagino algo histórico, del mundo antiguo…

Nadia se percató de que su madre no la comprendía, no podía entenderla. Lo sintió por primera vez en su vida y hasta se asustó y tuvo ganas de esconderse; se retiró a su habitación.

A las dos se sentaron a la mesa para almorzar. Era miércoles, día de vigilia, y a la abuelita le sirvieron, por eso, sopa sin carne y
sargo
con
kasha
.

Para burlarse de la abuela, Sasha comió sopa de carne y también el
borsch
de vigilia. Bromeaba durante todo el almuerzo, pero sus bromas resultaban aparatosas, con infalible moraleja, y cuando, antes de soltar su ocurrencia levantaba los dedos, que parecían muertos, nadie tenía ganas de reír; todos sentían profunda piedad por él.

Después de almorzar, la abuela se retiró a su cuarto a descansar. Nina Ivanovna tocó el piano durante unos minutos y luego se retiró también.

—¡Ah, querida Nadia! —comenzó Sasha su acostumbrada plática de sobremesa—. ¡Si usted me hiciera caso! Si me hiciera caso…

Ella estaba sentada, con los ojos cerrados, en el hondo y antiguo sillón, mientras él paseaba, sin hacer ruido, de un rincón a otro.

—¡Si usted partiera a estudiar! —decía—. Sólo las personas instruidas y santas son interesantes y necesarias. Cuanto mayor sea la cantidad de estas personas, más pronto vendrá el reino de Dios sobre la tierra. Y poco a poco, de vuestra ciudad no va a quedar entonces ni una sola piedra; todo se hará añicos, todo cambiará, como por arte de magia. Y habrá entonces aquí enormes y magníficos edificios, jardines maravillosos, personas extraordinarias, notables… Pero no es esto lo fundamental. Lo principal es que la multitud, en el sentido nuestro y tal como ella existe ahora, no existirá en aquel entonces, porque cada persona tendrá fe y cada uno sabrá para qué vive; ninguno buscará apoyo en la multitud. ¡Palomita querida, márchese! Muestre a todo el mundo que esta pecaminosa vida, gris e inmóvil, la tiene harta. ¡Muéstreselo aunque sea a sí misma!

—No puedo, Sasha. Me caso.

—Bah… ¿Qué necesidad tiene de ello?

Salieron al jardín y caminaron un rato.

—De todos modos, querida mía, hay que meditar, hay que comprender cuán impura, cuán inmoral es vuestra ociosa vida —prosiguió Sasha—. Trate de comprenderme… si, por ejemplo, usted, su madre y su abuelita no hacen nada, esto significa que alguien trabaja por vosotras, sacrificando su vida. ¿Acaso es éste un proceder limpio?

Nadia quería decir: «sí, es verdad»; quería decir que lo comprendía; pero las lágrimas se asomaron a sus ojos, se volvió silenciosa y tímida y se retiró a su habitación.

Al anochecer vino Andrey Andreich y, como de costumbre, estuvo tocando el violín durante mucho tiempo. En general, era parco en hablar y quizás amaba el violín porque mientras tocaba podía permanecer callado. Después de las diez, al despedirse, ya con el sobretodo puesto, abrazó a Nadia y empezó a besar con avidez su cara, sus hombros, sus brazos.

—¡Mi querida, mi amada… divina mía!… —murmuró—. ¡Cuán dichoso soy! ¡Estoy loco de júbilo!

A ella le pareció haber oído ya estas palabras hacía tiempo, hacía mucho tiempo, o haberlas leído en alguna parte… en una vieja novela, rota y abandonada tiempo atrás.

En la sala, Sasha estaba sentado a la mesa y tomaba té, sosteniendo el platillo sobre sus cinco largos dedos; la abuelita hacía solitarios; Nina Ivanovna leía un libro; chisporroteaba la llamita de la mariposa y, al parecer, todo era quietud y bienestar. Nadia se despidió, subió a su cuarto, se acostó y se durmió enseguida. Pero, igual que la noche anterior, se despertó con el alba. El sueño se había ido y el corazón estaba oprimido, inquieto. Sentada en la cama, la cabeza reclinada sobre las rodillas, pensaba en el novio, en la boda… Sin saber por qué motivo, recordó que en realidad su madre no amaba a su difunto marido, no poseía nada y vivía en plena dependencia de la abuelita, su suegra. Y por más que reflexionara en ello, Nadia no pudo comprender por qué hasta entonces veía en su madre algo especial, fuera de lo común, y por qué no se daba cuenta de que, simplemente, era una mujer de lo más ordinaria y desdichada.

Tampoco Sasha dormía: se lo oía toser allí abajo. Era un hombre ingenuo y extraño, pensó Nadia; en sus sueños, en todos sus maravillosos jardines y mágicas fuentes había algo de absurdo; y, sin embargo, aun en esta ingenuidad y en este absurdo había tanta belleza que apenas ella se ponía a pensar en marcharse a estudiar, su corazón, todo su pecho, ya se sentía invadido por una fresca sensación de alegría y de júbilo.

—Mejor no pensar en ello, mejor no pensar… —susurraba—. Más vale no pensar.

«Tic-toc… —sacudía el sereno su matraca, a lo lejos—. Tic-toc… tic-toc…».

III

A mediados de junio Sasha de repente sintió tedio y empezó a preparar su regreso a Moscú.

—No puedo vivir en esta ciudad —declaraba, sombrío—. No hay agua corriente ni alcantarillado. Me da asco comer; es terrible la mugre en la cocina…

—Espera un poco, hijo pródigo —trataba de convencerlo la abuela y añadía en un susurro, como si fuera un secreto—: el siete será la boda.

—No tengo ganas.

—¡Pero si tú querías quedarte aquí hasta septiembre!

—Sí, pero ahora no quiero. Tengo que trabajar.

El verano resultó húmedo y frío, los árboles estaban mojados, el jardín tenía un aspecto poco acogedor y, en efecto, daban ganas de trabajar. En las habitaciones, abajo y arriba, se oían voces femeninas desconocidas; en el cuarto de la abuela zumbaba la máquina de coser: había apuro con el ajuar. Seis abrigos de piel entraban en la dote de Nadia, y el más barato de ellos, según la abuela, costaba trescientos rublos. El alboroto irritaba a Sasha y él se encerraba en su habitación, enojado; a pesar de ello, lo convencieron para que se quedara y obtuvieron su palabra de que no se marcharía antes del primero de julio.

BOOK: Relatos y cuentos
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

World of Echos by Kelly, Kate
Dance With the Enemy by Linda Boulanger
Travellers' Rest by Enge, James
Into the Web by Thomas H. Cook
The Drowning Pool by Jacqueline Seewald
Dust on the Sea by Edward L. Beach