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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (86 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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De repente, debajo de su balcón, oyó la música de un violín y el canto de dos mujeres. Eso le hizo recordar una escena lejana, allá en las plantaciones de Igor Semionovich. La letra de aquella canción se refería a una muchacha, enferma imaginativa, que oía por la noche en su jardín unos sones misteriosos, y hallaba en ellos una armonía y un tono de santidad incomprensibles para nosotros los mortales… Kovrin se cogió la cabeza entre las manos, su corazón dejó de latir, y el mágico y misterioso éxtasis, olvidado hacía ya mucho tiempo, volvió a temblar en su corazón.

Una columna alta y negra, como un ciclón o una tromba marina, apareció en la costa opuesta. Se deslizaba con increíble velocidad en dirección a la posada; luego se hizo más y más pequeña, y Kovrin se apartó para dejarle paso… El monje, aquel monje de cabellos grises, cejas negras y pies desnudos, con las manos cruzadas sobre su pecho, pasó junto a él y se detuvo en el centro de la habitación.

—¿Por qué no me creyó? —preguntó en un tono de reproche, mirándole a los ojos—. Si hubiese creído en mí cuando le dije que era un genio, estos dos últimos años no habrían pasado tan triste y estérilmente.

Kovrin volvió a creer que era un elegido de Dios y un genio; recordó todas las conversaciones que sostuvo con el Monje Negro, y quiso responderle. Pero la sangre fluyó de su garganta; no supo qué hacer y se llevó las manos al pecho, empapando de sangre los puños de su camisa. Quiso llamar a Barbara Nikolayevna, que dormía tras el biombo, y haciendo un esfuerzo, gritó:

—¡Tania!

Cayó al suelo, y, levantando las manos, volvió a gritar:

—¡Tania!

Gritó llamando a Tania, al gran jardín con sus maravillosas flores, al parque, a los pinos con sus raíces al descubierto, al campo de centeno, a su ciencia, su juventud, su osadía y su felicidad, gritó llamando a la vida que había sido tan hermosa. Vio en el suelo, delante suyo, un gran charco de sangre, y era tanta su debilidad que no pudo articular ni una sola palabra. Pero, cosa extraña, una infinita e inexplicable alegría llenó todo su ser. Debajo del balcón seguía oyéndose la música de la serenata. El Monje Negro se acercó a él y le susurró al oído que era un genio, y que moría porque su débil cuerpo había perdido el equilibrio y no podía servir más de cobertura de un genio.

Cuando Barbara Nicolayevna se despertó y salió de atrás del biombo, Kovrin estaba muerto. Pero su rostro estaba helado en una impasible sonrisa de felicidad.

Muerte de un funcionario

En una tarde maravillosa, el no menos maravilloso alguacil Iván Dmítrich Cherviakov se hallaba sentado en la segunda fila de butacas y miraba con los gemelos Las campanas de Corneville. Miraba y se sentía lleno de felicidad. Pero de pronto… En los relatos aparecen con frecuencia estos «pero, de pronto». Los autores tienen razón: la vida está llena de imprevistos. Pero, de pronto su rostro se arrugó, sus ojos se pusieron en blanco, su respiración cesó… apartó los gemelos de los ojos, se inclinó y… ¡achís! Como ven, estornudó. En ninguna parte se prohíbe a nadie estornudar. Estornudan los mujiks, los jefes de policía y a veces hasta los Consejeros secretos. Todos estornudan. Cherviakov no se azoró en absoluto, se limpió con el pañuelo y, como persona bien educada, miró a su alrededor para ver si había molestado a alguien con su estornudo. Entonces le llegó la hora de azorarse. Vio que un viejo, sentado delante de él, en la primera fila de butacas, se frotaba cuidadosamente la calva y el cogote con un guante, refunfuñando algo. En el viejo Cherviakov reconoció al general del Estado Brizhálov, del Ministerio de Caminos.

«¡Le he salpicado! —pensó Cherviakov—. No es mi jefe, pero de todos modos es una situación incómoda. Tengo que disculparme».

Cherviakov tosió, se inclinó hacia delante y susurró al oído del general:

—Disculpe, Vuecencia, le he salpicado… no era mi intención…

—No es nada, no es nada…

—Por el amor de Dios, discúlpeme. Es que… ha sido sin querer.

—¡Por favor, siéntese! ¡Déjeme escuchar!

Cherviakov se azoró, sonrió estúpidamente y comenzó a mirar al escenario. Miraba, pero ya no sentía felicidad alguna. Comenzó a sentirse molesto. En el descanso se acercó a Brizhálov, pasó a su lado y, venciendo su timidez, balbuceó:

—Le he salpicado, Vuecencia… Discúlpeme… Es que… no era para…

—¡Déjelo ya! Ya lo había olvidado y usted sigue con lo mismo —dijo el general moviendo con impaciencia el labio inferior.

«Lo ha olvidado, pero me mira de mal ojo —pensó Cherviakov mirando recelosamente al general—. Ni siquiera quiere hablarme. Tendría que explicarle que yo en absoluto quería… que sea ley de la naturaleza. Si no, pensará que quería escupirle. Si no lo piensa ahora, lo pensará después…».

Al llegar a casa, Cherviakov contó su grosería a su mujer. Le pareció que ésta se tomaba el suceso muy a la ligera; sólo se inquietó al principio, pero luego, cuando supo que Brizhákov no era su jefe, se tranquilizó.

—De todos modos, ve y pídele disculpas —dijo ella—. Si no, creerá que no sabes comportarte en público.

—¡Eso es! Yo me he disculpado, pero él estaba tan raro… No dijo ni una palabra sensata. Además, no hubo tiempo para hablar.

Al día siguiente Cherviakov se puso el uniforme nuevo, se cortó el pelo y fue a ver a Brizhánov para explicarse… Al entrar en la sala de espera del general vio a muchos demandantes, y entre ellos, al propio general que ya había empezado a atender las solicitudes. Tras despachar con algunos demandantes, el general alzó la vista hacia Cherviakov.

—Ayer, en el «Arcadia», quizás lo recuerde Vuecencia —comenzó a exponer el alguacil—, yo estornudé y, sin querer, le salpiqué… Le ruego…

—¡Por Dios! ¡Qué tontería! ¿Qué se le ofrece? —preguntó el general al siguiente demandante.

«No quiere hablar —pensó Cherviakov, poniéndose pálido—. O sea, que está enfadado… No, esto no hay que dejarlo así… Se lo explicaré…».

Cuando el general terminó de hablar con el último demandante y se dirigía a las salas de dentro, Cherviakov dio un paso hacia él y balbuceó:

—¡Vuecencia! Si me atrevo a importunar a Vuecencia es precisamente por sentir, puedo decir, arrepentimiento… No fue a propósito… permítame asegurárselo.

El general puso cara de llanto y agitó la mano.

—Usted se burla de mí, Señor mío —dijo, desapareciendo tras la puerta.

«¿De qué burlas se trata? —pensó Cherviakov—. No hay en absoluto ninguna burla. Es general, y no puede entenderlo. Pues bien, no pienso pedir más disculpas a ese fanfarrón. ¡Que se vaya al diablo! Le escribiré una carta, pero no vuelvo. ¡Por Dios, que no vuelvo!»

Así pensaba Cherviakov de camino a casa. No escribió la carta al general. Pensó una y otra vez en ella, pero no consiguió redactarla. Tuvo que volver al día siguiente a explicarse en persona.

—Ayer vine a importunar a Vuecencia —empezó a decir, cuando el general levantó hacia él unos ojos inquisidores— no para reírme de usted, como usted tuvo a bien decirme. Le pedía disculpas porque al estornudar, le salpiqué…, pero para nada pensé en reírme de usted. ¿Cómo me iba a atrever a burlarme? Si nos burláramos, entonces no tendríamos respeto alguno… a las personas…

—¡Fuera! —bramó de pronto el general, lívido y trémulo.

—¿Cómo? —susurró Cherviakov, pasmado de terror.

—¡Fuera! —repitió el general, pataleando.

Algo se quebró en el vientre de Cherviakov. Sin ver ni oír nada, retrocedió hacia la puerta, salió a la calle y echó a andar despacio… Al llegar maquinalmente a su casa, sin quitarse el uniforme, se tumbó en el diván y… murió.

Una mujer sin prejuicios

Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Disipóse su energía, y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento… Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil… ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as, y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.

¿Cómo no amar a un hombre como aquel?

Y él sabía que era amado. Estaba seguro de ello. Pero un pensamiento le hacía sufrir. Un pensamiento que le oprimía el cerebro, que le hacía desvariar, llorar, no comer, no beber, no dormir. Un pensamiento que le amargaba la vida. Mientras él hablaba de su amor, la maldita obsesión bullía en su cerebro y le martilleaba las sienes.

—¡Sea usted mi mujer! —suplicaba a Elena Gavrilovna—. ¡La amo locamente con pasión torturante!

Pero al mismo tiempo pensaba:

«¿Tengo derecho a ser su marido? ¡No, no tengo derecho! ¡Si ella conociese mi origen, si alguien le contase mi pasado, sería capaz de abofetearme! ¡Un pasado infeliz y vergonzoso! ¡Ella, de buena familia, rica e instruida, me escupiría si supiese qué clase de pájaro soy!»

Cuando Elena Gavrilovna se le lanzó al cuello, jurándole amor eterno, él no se sintió feliz.

Le atormentaba el dichoso pensamiento… Mientras volvía de la pista a su casa, iba mordiéndose los labios y cavilando:

«¡Soy un canalla! De ser un hombre, se lo contaría todo, ¡todo! Antes de hacerle la declaración debí revelarle mi secreto. ¡Pero como no lo hice, soy un granuja y un infame!»

Los padres de Elena Gavrilovna dieron su consentimiento para el matrimonio. El atleta les gustaba: era respetuoso, y como funcionario hacía concebir grandes esperanzas. Elena Gavrilovna se sentía en el séptimo cielo. Era feliz. En cambio, ¡cuan desdichado era el pobre atleta! Hasta el día de la boda sufrió la misma tortura que en el momento de declararse.

También le atormentaba un amigo que conocía el pasado de Maxim Kuzmich como la palma de su mano…, y que le sacaba casi todo el sueldo.

—Convídame a comer en el Ermitage —le intimaba—. Convídame, o lo cuento todo… Y, además, préstame veinticinco rublos.

El infeliz Maxim Kuzmich adelgazó a ojos vistas. Hundiéronsele las mejillas, y los puños se le volvieron huesudos. Su idea fija le hizo enfermar. A no ser por la mujer amada, se hubiera pegado un tiro…

«¡Soy un bribón, un canalla! —se decía a sí mismo—. ¡Tengo que contárselo todo antes de la boda! ¡Aunque me escupa en la cara!»

Mas le faltó valor para contárselo. La idea de que después de la explicación tendría que separarse de la mujer amada, era para él la más aterradora.

Llegó el día de la boda. Bendijo el cura a los novios y todo eran felicitaciones y augurios de felicidad. El pobre Maxim Kuzmich recibía los parabienes, bebía, bailaba, reía; pero era horriblemente desdichado: «¡Confiesa, pedazo de animal! Nos han casado pero todavía estamos a tiempo. ¡Aún podemos separarnos!»

Y confesó.

Cuando llegó la hora ansiada y condujeron a los desposados al dormitorio, la conciencia y la honradez se sobrepusieron a todo… Maxim Kuzmich, pálido, tembloroso, aturdido, respirando a duras penas, se aproximó tímidamente a Elena Gavrilovna, y musitó:

—Antes de que nos pertenezcamos… el uno al otro, debo…, debo explicar…

—¿Qué te pasa, Max? ¡Estás demacrado! Te encuentro todos estos días pálido y taciturno. ¿Te sientes mal?

—Yo… debo contártelo todo, Liolia… Sentémonos… Me veo obligado a anonadarte, a malograr tu felicidad…, pero ¿qué otra cosa cabe hacer? El deber ante todo… Voy a contarte mi pasado…

Liolia abrió desmesuradamente los ojos y sonrió:

—Bueno, pues cuéntamelo… Pero acaba pronto, por favor. Y no tiembles de ese modo.

—Yo nací en Tam…, en Tam… bov. Mis padres eran humildes y muy pobres… Y ahora te diré qué clase de elemento soy. Vas a horrorizarte. Espera un poco… Ahora lo verás… Fui un mendigo. Cuando niño vendí manzanas…, peras…

—¿Tú?

—¿Te horrorizas? Pues aún te queda por oír lo peor, querida. ¡Oh, qué desgraciado soy! ¡Cuando se entere usted, me maldecirá!

—Pero ¿de qué se trata?

—A los veinte años fui…, fui… ¡Perdóneme! ¡No me arroje de su lado! ¡Fui… payaso de circo!

—¿Tú? ¿Tú fuiste payaso?

Salutov, en espera de una bofetada, se cubrió la cara con ambas manos. Le faltaba poco para desmayarse.

—¿Tú, payaso?

Liolia se cayó del sofá en que se había tendido. Incorporóse. Corrió de una parte a otra de la habitación…

¿Qué le sucedía? Se llevó las manos al vientre… Por el dormitorio se expandió una risa semejante a una carcajada histérica…

—¡Ja, ja, ja! ¿De manera que fuiste payaso? ¿Tú? Maximka, palomo mío, ejecuta para mí algún número. ¡Demuéstrame ahora que fuiste payaso! ¡Ja, ja, ja! ¡Palomito de mi alma!

Así diciendo se arrojó al cuello de Salutov y le abrazó.

—¡Haz alguna payasada, querido, rico!

—¿Te burlas, desdichada? ¿Me desprecias?

—¡Haz algo para que yo lo vea! ¿Sabes también andar por una cuerda? ¡No te creo!

Mientras hablaba cubría de besos la cara del marido, se apretaba contra él, le hacía mil zalamerías, sin la menor señal de enojo. Y él, desconcertado, sin comprender una palabra de lo que sucedía, accedió de buena gana a los ruegos de su mujer.

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