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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (84 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Atravesando el parque, corriendo a su encuentro, se acercaba Tania. Llevaba un vestido distinto al que le había visto la última vez.

—¿Ya regresó? —le gritó entusiasmada, pero con cierto asombro en su cristalina voz—. Estuvimos buscándole por todas partes… ¿Pero qué le ha ocurrido? —preguntó sorprendida, mirándole fijamente a los ojos, unos ojos en los que había un extraño y misterioso reflejo—. Le encuentro muy extraño.

—Estoy muy satisfecho, querida Tania —repuso Kovrin, mientras le ponía una mano sobre los hombros—. Bueno, en realidad, estoy más que satisfecho: ¡soy feliz! Tania, no encuentro las palabras exactas para decirte lo muy querida que eres para mí. Sí, Tania, estoy muy satisfecho; no puedes hacerte una idea de ello.

Besó ardorosamente sus manos, y continuó:

—Acabo de vivir los momentos más maravillosos, más felices, más encantadores de toda mi vida; algo que es imposible que pueda sucederle a un hombre sobre esta superficie terráquea… Pero no te lo puedo contar todo, ya que me tomarías por un loco, o te negarías a creerme. Deja que te hable de tu persona. Tania, te quiero. No sabes durante cuánto tiempo te he querido. El estar cerca de ti, el verte diez veces al día, ha llegado a convertirse en una necesidad para mí. No sé cómo voy a poder vivir sin ti cuando regrese a casa.

—No te creo —respondió Tania—. Estoy segura de que te olvidarás de nosotros a los dos días. Somos gente modesta, y tú eres un gran hombre.

—Estoy hablando en serio, Tania —le contestó Kovrin—. ¡Te llevaré conmigo! ¿Qué me contestas? ¿Vendrás conmigo? ¿Serás mía?

—¿Pero qué tonterías estás diciendo, Andrei? —dijo Tania, tratando de reír. Pero la risa no brotó de sus labios; en su lugar, se ruborizó. Empezó a respirar aceleradamente, y luego se puso a caminar con paso rápido por el parque—. No pienso, nunca he pensado en esto, nunca pensé que podría ocurrir esto —continuó Tania, juntando las manos como en un acto de desesperación.

Kovrin se acercó más a ella, y con aquella misma expresión extraña en su rostro, trató de convencerla, diciéndole apasionadamente:

—Yo anhelo un amor que tome posesión de todo mi ser, de toda mi alma; y ese amor sólo tú puedes dármelo. ¡Soy feliz! ¡Cuan feliz soy!

Tania estaba asombrada y confusa, y no sabía qué decir. Fue tanta la emoción que le produjeron las palabras de Kovrin que parecía haber envejecido diez años. Pero Kovrin la vio más hermosa que nunca, y, arrastrado por la pasión que le dominaba, gritó como en éxtasis:

—¡Qué hermosa eres, querida Tania!

V

Cuando Igor Semionovich se enteró no sólo del noviazgo repentino de Tania, sino también de su próximo matrimonio, se puso a dar pasos agigantados por la estancia, tratando de coordinar sus ideas y dominar su agitación. Se retorcía las manos y las venas de su cuello parecían tan amoratadas como las violetas que cultivaba en sus viveros. Ordenó que engancharan los caballos en su carricoche y se ausentó de la casa. Tania, al ver cómo fustigaba los caballos y se cubría las orejas con su gorra de cuero, comprendió lo que le pasaba a su padre, se encerró en su habitación, cerró la puerta, y lloró todo el día.

En los huertos, los melocotones y las ciruelas estaban a punto de madurar. El empaquetado y envío de tan delicada mercancía a Moscú requería la máxima atención, como asimismo jaleo y bullicio. Teniendo en cuenta el intenso calor del verano, cada árbol tenía que ser regado; el procedimiento era muy costoso en aquella época, tanto por el tiempo empleado como por la energía que se debía gastar. Aparecieron los sempiternos gusanos, que los trabajadores, y hasta Igor Semionovich y Tania mataban apretándolos con los dedos, a disgusto de Kovrin, a quien asqueaba ese acto repugnante. También había que tener en cuenta los cuidados prodigados a las frutas que madurarían en otoño, y de la que habría gran demanda desde las ciudades, como lo demostraba la gran correspondencia que recibían. En el momento en que todos estaban más atareados, cuando parecía que nadie disponía ni de un segundo libre, empezaron las labores en los campos, privando a los viveros de flores de la mitad de sus floricultores. Igor Semionovich, tostado por el sol, nervioso e irritado, galopaba de un lado para otro; ahora a los jardines, luego a los campos, mientras gritaba con todas las fuerzas de sus pulmones que aquel trabajo le estaba haciendo pedazos y que terminaría pegándose un tiro en la sien para acabar de una vez por todas.

Por encima de todo estaba el ajuar de Tania, al que la familia Pesotski atribuía suma importancia. Toda la casa parecía un hormiguero: ruido de máquinas de coser y de tijeras, vapor de agua producido por las planchas de hierro, aparte de los caprichos de la nerviosa y escrupulosa modista. Y para colmo de males, cada día llegaban más visitas, y todas debían ser atendidas, alimentadas y alojadas. Sin embargo, el trabajo y las preocupaciones pasaban desapercibidos en medio de la inmensa alegría que inundaba toda la extensa mansión. Tania tenía la impresión de que el amor y la felicidad habían caído sobre ella como una de esas inesperadas lluvias de verano; aunque desde los catorce años estuvo segura de que Kovrin no se casaría más que con ella. Se hallaba en un estado de eterno asombro, duda y, desconfiaba de sí misma. En un momento se hallaba tan contenta que pensaba que volaría al cielo, y se sentaría sobre las nubes para rezarle a Dios; pero instantes después pensaba que pronto llegaría el otoño y debería abandonar la casa de su infancia y a su padre. Pero lo más curioso de todo es que tenía la idea fija de que era una mujer muy insignificante, trivial y sin importancia para casarse con alguien tan famoso como Kovrin, un gran hombre de la capital. Cuando estos pensamientos le venían a la mente, Tania subía corriendo a su habitación cerraba la puerta y se echaba a llorar desesperadamente. Pero cuando estaban presentes los visitantes, decía que Kovrin era muy guapo, que todas las mujeres iban detrás de él y que por ello la envidiaban; y en ese instante su corazón se hallaba tan repleto de orgullo y de gozo que daba la impresión de haber conquistado el mundo entero. Cuando Kovrin le sonreía a alguna mujer, los celos la devoraban, se echaba a temblar, y subía a su habitación, cerraba la puerta y volvía a echarse a llorar. Pero este estado de nervios se extendía a todo lo que hacía durante el día: ayudaba a su padre mecánicamente, sin fijarse en los papeles, los gusanos ni en si los trabajadores cumplían con sus faenas, sin siquiera darse cuenta del paso del tiempo.

Igor Semionovich se encontraba casi en el mismo estado de espíritu. Aún seguía trabajando de la mañana a la noche, yendo de los jardines a los campos y de éstos a los jardines, e incluso su mal carácter había desaparecido; pero durante todo este tiempo parecía hallarse envuelto en un mágico sueño. Dentro de su robusto cuerpo parecían luchar dos hombres: uno, el verdadero Igor Semionovich, el cual, cuando oía decir a un jardinero que se había producido algún error en las plantaciones, se volvía loco por la excitación y se tiraba de los pelos; y el otro, el irreal Igor Semionovich, era un hombre que en medio de una conversación, ponía su mano sobre el hombro del jardinero y balbuceaba emocionado:

—Puedes decir lo que te plazca, amigo mío, pero la sangre es más espesa que el agua. Su madre era una mujer deslumbrante, noble, buena, una verdadera santa. Era un placer contemplar su rostro bondadoso, puro, igual que el de un ángel. Pintaba maravillosamente, escribía poesías, hablaba cinco idiomas y cantaba… Pobrecita mía. Su alma reposa en el cielo. Murió tuberculosa.

El irreal Igor Semionovich hacía un gesto afirmativo con la cabeza al pronunciar estas palabras, y, después de unos momentos de silencio, proseguía:

—Cuando él era aún un muchacho, camino de ser un hombre hecho y derecho, daba gusto verlo por la casa con aquel rostro de ángel, de mirada bondadosa y expresión noble. Su mirada, sus movimientos, su forma de hablar, todo era tan gentil y gracioso como su madre. ¡Y cuan inteligente era! No es por nada que tiene el título de
Magister
, no señor. Se lo ganó, no se lo regalaron. Pero espere un poco más, querido Iván Karlich, y ya verá lo que será dentro de diez años.

Pero al llegar a este extremo, el real Igor Semionovich se acordaba de sí mismo, se cogía la cabeza entre las manos y rugía como un toro:

—¡Malditos demonios! ¡Condenada escarcha! ¡Me han arruinado, me han destruido! ¡El jardín está arruinado; el jardín está destruido!

Kovrin seguía trabajando con su habitual tenacidad sin apenas darse cuenta del bullicio que reinaba en la casa. El amor sólo vertía aceite en las llamas. Después de cada encuentro con Tania, regresaba a sus aposentos rebosante de dicha y felicidad, y se sentaba a trabajar entre sus libros y manuscritos con la misma pasión con la que la había besado y jurado su amor. Lo que el Monje Negro le había dicho sobre la elección divina, la verdad eterna y el glorioso futuro de la Humanidad proporcionó a todo su trabajo un significado peculiar, fuera de lo corriente. Una o dos veces por semana se encontraba con el monje, tanto en el parque como en la casa y hablaba con él durante horas y horas; pero esto no le asustaba; por el contrario, hallaba sumo placer en ello, ya que ahora estaba seguro de que el monje sólo efectuaba tales visitas a las personas elegidas y excepcionales que se habían dedicado a los ideales más puros.

Pasó el día de la Asunción. Luego vino el día de la boda, que fue celebrada con lo que Igor Semionovich llamaba
grand éclat
, es decir, con grandes fiestas y banquetes que duraron dos días. Tres mil rublos se gastaron en comidas y bebidas; pero debido a la vil música, los ruidosos brindis y discursos, el ajetreo de los criados, las aclamaciones a los novios y a aquella atmósfera densa y asfixiante, nadie pudo apreciar ni los costosísimos vinos ni los maravillosos
hors d'oeuvres
traídos especialmente de Moscú.

VI

Era una de aquellas largas noches de invierno. Kovrin se hallaba acostado en la cama, leyendo una novela francesa. La pobre Tania, a quien cada noche le dolía la cabeza debido a que no estaba acostumbrada a vivir en una ciudad, hacía ya tiempo que estaba durmiendo, y murmuraba frases incoherentes en sus sueños.

El reloj dio las tres campanadas de la madrugada. Kovrin apagó la luz y se dispuso a dormir, pero aunque permaneció con los ojos cerrados durante mucho tiempo, no logró conciliar el sueño, debido al calor de la habitación y a que Tania no cesaba de murmurar. A las cuatro y media, Kovrin volvió a encender la luz. El Monje Negro estaba sentado en una silla junto a su cama.

—¡Buenas noches! —le dijo el monje, y, después de unos segundos de silencio, preguntó—: ¿En qué pensaba en este instante?

—En la gloria —respondió Kovrin—. En una novela francesa que acabo de leer, el héroe es un hombre joven que no hace más que locuras, y muere víctima de su pasión por alcanzar la gloria. Para mí esto es inconcebible.

—Porque usted es demasiado inteligente. Considera indiferentemente la gloria como un juguete que no puede interesarle.

—Eso es cierto.

—No le interesa ser célebre. ¿De qué le sirve a un hombre que en su tumba se grabe que fue famoso y célebre, si al cabo de los años el tiempo borrará, tarde o temprano, aquella inscripción? Por suerte, para las pocas personas que son como usted, sus nombres serán olvidados con prontitud por el resto de los mortales.

—Desde luego —respondió Kovrin—. ¿Para qué recordar sus nombres? ¿Para qué acordarse de ellos? En fin, dejemos esto y hablemos de otra cosa. De la felicidad, por ejemplo. ¿Qué es la felicidad?

Cuando el reloj dio las cinco, Kovrin se hallaba sentado en el borde de la cama, con los pies apoyados en la alfombra, mirando hacia el monje y diciéndole:

—En tiempos remotos, los hombres se asustaban de su felicidad, por muy grande que ésta fuese y, para aplacar a los dioses, depositaban delante de sus altares su querido anillo de boda. ¿Me ha comprendido? Pues bien, actualmente, yo, igual que Polícrates, estoy un poco asustado de mi propia felicidad. Desde la mañana a la noche sólo experimento dichas y alegrías; ambas cosas me absorben y ahogan cualquier otro sentimiento. Ignoro lo que es la aflicción, la desgracia, el tedio. Todo mi ser desborda felicidad por sus cuatro costados. Le hablo en serio; estoy empezando a dudar.

—¿Por qué? —preguntó asombrado el monje—. ¿Acaso piensa que la felicidad es un sentimiento supernatural? ¡No! ¿Cree que no es la condición normal de las cosas? ¡No! Cuanto más alto ha subido un hombre en su desarrollo mental y moral, más libre es; su mayor satisfacción emana de su propia vida. Sócrates, Diógenes, Marco Aurelio conocieron la dicha, pero no la aflicción. Y el apóstol dice: «Regocíjate todo lo que puedas». Regocíjese y sea feliz.

—Y los dioses se encolerizarán inmediatamente —dijo bromeando Kovrin—. Aunque también admito que me dolería mucho que ellos me robaran la felicidad, me obligaran a ser un desgraciado y a morirme de hambre.

En aquel momento se despertó Tania. Miró extrañada y aterrorizada a su marido. Vio que hablaba, que gesticulaba y reía dirigiéndose hacia la silla, sus ojos brillaban misteriosamente y su risa tenía un tono muy extraño.

—Pero Andrei, ¿con quién estás hablando? —dijo Tania, cogiendo la mano que Kovrin extendía en dirección al monje—. ¿Con quién estás hablando?

—¿Con quién? —respondió Kovrin—. ¡Pues con el monje! Está sentado ahí —añadió, señalando hacia el Monje Negro.

—No hay nadie ahí… nadie, Andrei; tengo la impresión de que estás enfermo.

Tania abrazó a su marido, apretándolo contra ella como si quisiera defenderlo de la aparición fantasmagórica, y le tapó los ojos con su mano.

—Sí, estás enfermo —dijo sollozando estremecida—. No te enfades por lo que voy a decirte, pero desde hace mucho tiempo estaba segura de que padecías de los nervios o de algo parecido. Estás enfermo… psíquicamente, Andrei.

El temor de su esposa se le contagió. Una vez más miró en dirección al butacón, ahora vacío, y sintió una gran flojedad en sus brazos y piernas. Empezó a vestirse, mientras le decía a su esposa:

—No es nada, querida Tania, nada… Pero admito que no estoy bien del todo. Ya es hora de que lo reconozca yo mismo.

—Ya me di cuenta hace mucho tiempo, y mi padre también —respondió ella, tratando de contener sus sollozos—. Hacía tiempo que había observado que hablabas contigo mismo y que te reías de una forma muy extraña. Además, no dormías, no podías dormir por las noches. ¡Oh, Dios mío, sálvanos! —gritó, presa de terror—. Pero no te preocupes, Andrei, no te asustes. Por el amor de Dios, no te asustes.

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