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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (82 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Esperó a que Tania se despertase, y después de tomar café con ella, se fue a pasear al jardín. Luego se dirigió a su habitación y se puso a trabajar. Leyó con atención, tomando notas de todo lo que creía importante. Sólo levantaba la vista cuando creía sentir la necesidad de mirar a través de la ventana o contemplar las rosas, frescas aún por el rocío, colocadas en un florero sobre su mesa. Kovrin creyó sentir por un instante que todas las venas de su cuerpo temblaban de alegría.

II

Pero en el campo, Kovrin siguió con aquella nerviosa e intranquila vida que había llevado en la ciudad. Leía y escribía mucho, estudió lengua italiana, y cuando salía a dar un paseo, al rato ya pensaba en regresar y ponerse a trabajar. Dormía tan poco que todo el mundo en la casa estaba desconcertado; si alguna vez, por pura casualidad, descansaba media hora durante el día, por la noche no podía hacerlo. Sin embargo, al día siguiente de estas involuntarias vigilias, se sentía alegre y dinámico.

Hablaba mucho, bebía vino y fumaba caros puros. A menudo, casi todos los días, algunas muchachas de las casas de los alrededores venían a la mansión de Vasilievich, tocaban el piano con Tania y cantaban. Algunas veces también venía un vecino, un hombre joven, quien tocaba muy bien el violín. Kovrin oía con agrado su música y canciones, pero había llegado a un extremo en que todo aquello le abrumaba; tanto, que algunas veces sus ojos se cerraban involuntariamente, adormilándose.

Una tarde, después de la hora del té, se sentó en la terraza para dedicarse a la lectura. Mientras, en el salón, Tania, una amiga soprano, otra contralto y el ya citado violinista, ensayaban la conocida serenata de Braga. Kovrin atendió a la letra, y aunque ésta era en ruso, no logró entender su significado. Al final dejó el libro, se puso a escuchar con atención y logró comprenderla. Una chica de imaginación febril oyó durante la noche unos sonidos misteriosos en su jardín; un sonido tan maravilloso y extraño que se vio forzada a admitir su armonía y «santidad», que para nosotros los mortales son incomprensibles; luego aquellos sones se elevaron al cielo, desapareciendo. Kovrin despertó. Se dirigió al salón y luego al vestíbulo, donde comenzó a pasearse.

Cuando cesó la música, cogió de la mano a Tania y la llevó a la terraza.

—Durante todo el día —le dijo Kovrin— he tenido metida en la cabeza una extraña leyenda. No sé si la he leído o se la he escuchado contar a alguien; no lo recuerdo. Se trata de una leyenda muy curiosa, aunque no muy coherente. Antes de contársela, quiero advertirle de que no está muy clara. Hace mil años, un monje, vestido de negro, erraba por unos parajes solitarios, no sé si en Siria o en Arabia. A unas millas de distancia de aquel lugar unos pescadores vieron a otro monje negro caminando lentamente sobre la superficie del agua de un lago. El segundo monje era un espejismo. Tenga usted en cuenta que las leyendas prescinden de las leyes de la óptica, como es lógico, y escuche lo que viene a continuación. Del primer espejismo se produjo otro espejismo; del segundo espejismo se produjo un tercero, de forma que la imagen del Monje Negro se refleja eternamente desde un estrato de la atmósfera a otro. En cierta ocasión fue visto en África, luego en la India, en otra ocasión en España, luego en el extremo norte. Al fin, se eclipsó de la atmósfera de la Tierra, pero nunca se presentaron las condiciones necesarias como para que desapareciera del todo. Quizá hoy sea visto en Marte o en la constelación de la Cruz del Sur. Ahora bien, la esencia de todo esto, su verdadero meollo, por emplear esta palabra vulgar, radica en una profecía que sostiene que exactamente mil años después de que el monje se retirara a aquellos parajes desiertos, el espejismo volverá a ser captado en la atmósfera de la Tierra y se mostrará a todos los hombres del mundo. Este plazo de mil años, según mis cálculos, está a punto de expirar. Según la leyenda, debemos ver al Monje Negro hoy o mañana.

—Es una historia muy extraña —dijo Tania, a quien no le había agradado.

—Pero lo más sorprendente de todo —dijo Kovrin riéndose— es que no recuerdo cómo esta leyenda se me ha metido en la cabeza. ¿La he leído? ¿Me la han contado? ¿Se trata simplemente de un sueño? No lo sé. Pero me interesa. Durante todo el día no he podido pensar en otra cosa; la tengo clavada en la mente.

Kovrin se despidió de Tania, quien regresó al salón, y salió de la casa para pasear por entre los planteles de flores del jardín, meditando sobre aquella extraña leyenda. El sol acababa de ponerse. Las flores recién regadas emanaban un fuerte y delicado aroma. En la mansión, la música había comenzado a sonar de nuevo, y a la distancia, el violín parecía producir el efecto de una voz humana. Mientras forzaba su memoria para recordar cómo había llegado a conocer aquella leyenda, Kovrin, ensimismado, paseaba por el parque, sin darse cuenta de que caminaba en dirección a la orilla del riachuelo.

Descendió por un sendero repleto de raíces al descubierto, espantando las agachadizas y poniendo en fuga a dos patos. En las ramas oscuras de los pinos se reflejaban los últimos rayos del sol. Kovrin pasó al otro lado del riachuelo. Ahora, delante de él, se extendía un hermoso y extenso campo cubierto de centeno. En todo lo que alcanzaba su vista no se veía un alma viviente; y le pareció que aquel sendero debía conducirle a una región enigmática e inexplorada donde aún quedaba el resplandor del sol.

«¡Qué lugar más tranquilo y bucólico! —pensó para sí—. Tengo la impresión de que en este instante todo el mundo me contempla desde arriba, esperando que yo descubra algo importante».

Una ráfaga de aire dobló los tallos verdes de los centenos. De nuevo sopló el viento, pero esta vez con más fuerza, rivalizando con el suave murmullo de las hojas de los pinos. Kovrin se detuvo asombrado. En el horizonte, como un ciclón o una tromba de agua, algo negro, alto, se elevó del suelo. Sus formas eran indefinidas; pero, después de fijarse con atención en aquella cosa tan extraña, Kovrin se dio cuenta de que no estaba fija al suelo, sino que se movía a una velocidad increíble, en dirección a él. Y a medida que se acercaba, se hacía cada vez más y más pequeña. Involuntariamente, Kovrin se echó a un lado del sendero para dejarla pasar. Pasó ante él un monje vestido de negro, de cabellos grises y cejas negras, con las manos cruzadas sobre el pecho. Caminaba sobre el duro suelo con los pies descalzos. Una vez que se hubo alejado unos veinte metros, el monje volvió el rostro hacia Kovrin, le hizo una señal con la cabeza, y le sonrió con bondad. Su rostro delgado estaba pálido como la cera. Luego, a medida que se alejaba, empezó a aumentar de tamaño, cruzó el río caminando sin hundirse sobre su superficie, y atravesó sin ruido alguno el muro de piedra caliza, desapareciendo como el humo.

—Ahora comprendo —dijo Kovrin para sí— que la leyenda tenía su fundamento.

Regresó a la casa sin intentar siquiera explicarse este extraño fenómeno, pero vanagloriándose de haber visto no sólo sus ropas negras, sino su fino y pálido rostro, y la fija mirada de sus ojos.

En el parque y en los jardines de la mansión, los visitantes se paseaban tranquilamente; en el interior la música seguía sonando. De modo que sólo él había visto al Monje Negro. Sintió un inmenso deseo de contar a Tania y a Igor Semionovich lo que había visto con sus propios ojos, pero desistió al pensar que lo interpretarían como una alucinación. Se unió a aquella alegre compañía, rió, bebió y bailó una mazurca dominado por una inmensa alegría interna. Pero lo más curioso de todo fue que tanto Tania como los demás invitados creyeron ver en su rostro una expresión de éxtasis, lo que encontraron muy divertido.

III

Cuando terminó la cena y todos se hubieron marchado, subió a su habitación y se echó en el diván. Había decidido reflexionar sobre el monje, aclarar aquel extraño misterio; mas en aquel instante, Tania entró en su habitación, interrumpiendo sus proyectos.

—Aquí te traigo, Andrei —le dijo Tania—, los artículos de mi padre… Son muy interesantes. Mi padre escribe muy bien.

—¡Espléndida idea! —exclamó Igor Semionovich, que entró tras ella en la habitación de Kovrin—. Ahora bien, no le haga caso a esta bella muchacha. Aunque puede leerlos, si desea dormirse: constituyen un espléndido soporífero.

—Pues según mi opinión —respondió Tania—, estos artículos son magníficos. Le agradeceré, querido Andrei, que los lea, y luego convenza a mi padre para que escriba con más frecuencia. Es capaz de escribir un tratado entero de jardinería.

Igor Semionovich se echó a reír, pero luego se disculpó amablemente, alabó las cualidades de su viejo amigo y dando la razón a su hija:

—Si desea leer esos artículos, querido Andrei —dijo Igor—, le aconsejo que comience con los documentos sobre Gauche y los artículos rusos, pues de otro modo no podrá entenderlos. Antes de precipitarse en valorar mis palabras, le aconsejo que las sopese detenidamente. Aunque no creo que le interesen. Bueno, ya es hora de irse a la cama, querida Tania, pues anoche dormiste muy poco.

Tania salió de la habitación. Igor Semionovich se sentó en un extremo del sofá y exclamó:

—Ah, hermano mío… Ve que escribo artículos, y exhibo en exposiciones e incluso a veces gano medallas… Pesotski, dicen ellos, tiene unas manzanas tan gordas como su cabeza; Pesotski ha hecho una gran fortuna con sus jardines y huertas… En una palabra: «Kochubei es rico y glorioso». Pero mucho me agradaría preguntarle cuál será el final de todo esto. No se trata de mis jardines y viveros; ya sé que son espléndidos, auténticos modelos entre todos los de la región. Aunque también debo confesar que me siento orgulloso de que sean en realidad una institución completa de gran importancia política, y otro paso hacia una nueva era en la agricultura rusa, como asimismo en su industria. Pero todo esto, ¿para qué? ¿Con qué fin? ¿Cuál es la meta final de una vida consagrada a mejorar la agricultura, las flores, las plantas, todo lo relacionado con la tierra?

—Esa pregunta tiene una respuesta muy fácil.

—No me refiero a ese sentido. Lo que quiero saber es qué ocurrirá con mis jardines el día en que muera. Tal como están las cosas, puedo asegurarle que todo se vendría abajo si algún día yo faltara. El secreto no radica en que los jardines son grandes y en que tengo muchos trabajadores bajo mis órdenes, sino en el hecho de que adoro el trabajo, ¿me comprende? Lo quiero quizá más que a mí mismo. ¡Míreme! Trabajo desde que sale el sol hasta que se pone. Todo lo hago con mis propias manos. Siembro, trasplanto, riego, hago injertos, todo está hecho por mí. Cuando alguien trata de ayudarme me siento celoso, y me vuelvo irritable hasta el extremo de parecerle rudo a muchas personas. El verdadero secreto radica en el amor, en el ojo del amo que engorda al caballo, y en estar pendiente de todo y de todos. Por eso, cuando voy a visitar a un amigo y charlamos media hora ante un buen vaso de vino, mi imaginación está en los jardines, y temo que algo pueda sucederles durante mi ausencia. Suponga que me muero mañana, ¿quién se ocupará de todo esto?, ¿quién hará el trabajo? ¿Los jefes jardineros? ¿Los trabajadores? Puede usted creerme si le digo, mi querido amigo, que todas mis preocupaciones no se centran en estas personas, sino en la idea de que esto vaya a manos extrañas el día en que yo muera.

—Pero, mi querido amigo —respondió Kovrin—, está Tania; supongo que no desconfiará de ella. Ella ama y sabe llevar esta clase de trabajo.

—Sí, Tania ama y comprende este trabajo; sabe llevarlo mejor que un ingeniero agrónomo del Ministerio de Agricultura. Si después de mi muerte yo estuviera seguro de que todo iría a parar a sus manos, de que ella sola sería la dueña y directora de todo esto, no me importaría nada, moriría a gusto. Pero suponga por un momento —Dios no lo quiera— que se casa. He aquí lo que me atormenta y mortifica, lo que me hace pasar las noches sin pegar los ojos. Porque al casarse, lo lógico es que tenga hijos y que se preocupe más de ellos que de los jardines y viveros. Eso es lo malo. Pero hay algo que temo más aún: que se case con uno de esos individuos que van en busca de una buena dote, que no tienen escrúpulos y gastan el dinero a manos llenas, y que al cabo de un año se haya ido al diablo lo que tanto me ha costado ganar durante años de sacrificio y trabajo. En un negocio como éste, una mujer es el azote de Dios.

Igor Semionovich permaneció callado durante unos instantes, moviendo la cabeza de arriba abajo repetidas veces. Luego continuó:

—Quizá me considere usted un egoísta, pero no quiero que Tania se case. Me da miedo. ¿Se ha fijado en esos jóvenes que acuden constantemente a esta casa a visitarla, bajo la excusa de organizar veladas musicales? Todos vienen a lo mismo: a pescar una buena dote. Sobre todo está ese joven del violín, que no le quita la vista de encima. Pero tampoco yo se la quito a él. Me consta que Tania nunca se casaría con él, pero no puedo remediarlo, desconfío mucho… En resumen, hermano, soy un hombre de carácter, y sé lo que debo hacer.

Igor Semionovich se levantó y paseó por la habitación. Se veía que tenía algo muy importante que decir, algo muy serio, pero, por lo visto, no encontraba las palabras exactas para expresarlo.

—Le quiero y le aprecio mucho —prosiguió Igor— y por ello creo que debo hablarle francamente y sin rodeos. En cualquier asunto de suma gravedad o importancia, siempre acostumbro decir lo que pienso, huyendo de toda mistificación. Por consiguiente, debo decirle que es usted el único hombre con el que no me importaría que Tania se casara. Es inteligente, tiene buen corazón, y me consta que no consentirá que todo esto que he labrado con mis propias manos se malogre estérilmente. Más aún, le quiero como si fuera mi propio hijo, y estoy orgulloso de usted. De modo que si usted y Tania… empezaran un romance amoroso que acabara en matrimonio, créame que merecería todas mis bendiciones. Sí, me consideraría el hombre más feliz del mundo. Se lo digo en la cara, sin rodeos, como corresponde a un hombre honrado.

Kovrin sonrió. Igor Semionovich abrió la puerta y se dispuso a abandonar la habitación, pero se detuvo en el umbral:

—Y si usted y Tania llegasen a tener un hijo, haría de él el mejor horticultor. Pero esto, de momento, es una mera hipótesis. Buenas noches.

Cuando Kovrin quedó solo, se instaló cómodamente en un sillón y se puso a leer los artículos de su huésped. El primero de ellos se titulaba
Cultivo intermedio
, el segundo,
Unas cuantas palabras en respuesta a las observaciones del señor Z… sobre el tratamiento de las tierras de jardín
, y el tercero,
Más sobre los injertos
. Los demás artículos venían a ser lo mismo. Pero todos reflejaban desazón e irritabilidad. Incluso una simple hoja con el mero título pacífico
Los manzanos rusos
exhalaba irritabilidad. Igor Semionovich comenzaba este trabajo con las palabras «Audi alteram partem», y lo finalizaba con estas otras: «Sapienti sat»; pero entre las dos pacíficas frases latinas se desgranaba un torrente de palabras agrias, dirigidas contra «la aprendida ignorancia de nuestros modernos horticultores que observan a la madre Naturaleza desde sus sillones en la Academia de Ciencias Naturales», y contra el señor Gauche «cuya fama está basada en la admiración de los profanos en la materia de agricultura y
dilettanti
». También había un párrafo en el que Igor censuraba a aquella gente por castigar a un pobre muerto de hambre a causa de robar unas cuantas frutas en un huerto, destrozando sus espaldas a latigazos.

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