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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (81 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Perfectamente, excelencia —replicó el sacristán inclinándose—; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.

—¿Puedes hacerlo para mañana?

—Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.

—¿Cómo? —exclamó Navaguin pálido y estupefacto.

—Fedinkof.

—¿Tú eres Fedinkof? —preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.

—Así como suena: Fedinkof.

—¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?

—Era yo, en efecto —confesó el sacristán, confuso y avergonzado—. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar… Esto me complace en extremo… Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.

Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.

Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.

—Excelencia —dijo el secretario—, voy al correo para expedir el paquete.

Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y gritó en tono agudo:

—¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?

El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:

—¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?…

El monje negro
I

Andrei Vasilievich Kovrin,
Magister
, estaba agotado tenía los nervios deshechos. No hacía nada por seguir el tratamiento médico. Algunas veces, mientras tomaba una copa con su amigo el doctor, éste le aconsejaba pasar una temporada en el campo, mejor dicho, toda la primavera y el verano, pero Andrei nunca le hacía caso. Pocos días después, recibió una extensa carta de Tania Pesotski, que le invitaba a pasar unos días en la casa de su padre en Borisovka. Kovrin decidió ir.

Pero antes de hacerlo —era el mes de abril— se marchó a su tierra nativa, Kovrinka, y pasó allí tres semanas en absoluta soledad. Cuando llegó el buen tiempo, se dirigió a la casa de campo de su antiguo tutor y pariente, Pesotski, el famoso horticultor ruso. Desde Kovrinka a Borisovka había una distancia de unos setenta
verstas
, y el viaje en la magnífica y cómoda calesa a lo largo de aquellos caminos, tan excelentes durante la primavera, prometía ser muy placentero.

La casa de Pesotski, en Borisovka, era muy grande, con una fachada repleta de columnas y adornada con esculturas de leones, a las que se les estaba cayendo el estuco. En la entrada principal había un sirviente de librea. El viejo parque, lúgubre y oscuro, era de estilo inglés, y se extendía desde la mansión hasta el río en una distancia de una
versta
, donde terminaba en un talud arcilloso cubierto de pinos, cuyas raíces desnudas parecían garras peludas. Más abajo se deslizaba un arroyuelo solitario, y el murmullo de sus aguas rivalizaba con el trinar de los pájaros. En una palabra, todo invitaba al visitante a sentarse y escribir una balada. Pero los jardines y los huertos, que junto con los viveros ocupaban una extensión de unos ochenta acres, inspiraban sensaciones muy distintas. Incluso durante el mal tiempo eran esplendorosos y alegres. Aquellas hermosas rosas, los lirios, camelias, tulipanes y tantas plantas floridas de toda clase y colores nunca habían sido contempladas por los ojos de Kovrin. La primavera acababa de comenzar, y las variedades de flores exóticas aún estaban protegidas por campanas de cristal, pero a simple vista se veía que pronto brotarían por todas partes, formando un imperio de delicadas sombras. Pero lo más encantador de todo este esplendoroso cuadro era contemplar, en las primeras horas de la mañana, las gotas cristalinas de rocío sobre los pétalos y hojas de aquella exuberante vegetación.

Durante su infancia la parte decorativa del jardín, llamada despectivamente por Pesotski «el estercolero», había producido en Kovrin una impresión fabulosa. ¡Cuántos milagros de arte, cuántas estudiadas monstruosidades, cuántas burlas de la Naturaleza! Los espaldares de árboles frutales, ese peral que parecía un álamo de forma piramidal, aquellas encinas y tilos de abundante follaje, las bóvedas formadas por los manzanos, todo tenía el sello característico del dominio de la floricultura de que hacía gala su amigo Pesotski; incluso en los ciruelos estaba grabada la fecha 1862, para conmemorar el año en que su amigo se consagró al arte del cultivo de plantas y flores. Había también unas hileras de árboles erectos, simétricos, cuyos troncos se alzaban verticales como palmeras, pero que, vistos de cerca, resultaban ser árboles vulgares. Pero lo que más alegría y vida daba a los jardines y huertos era el constante quehacer de los jardineros de Pesotski. Desde el alba hasta la puesta del sol, aquellos hombres parecían infatigables y activas hormigas, trabajando entre los árboles, arbustos y planteles, unos regando, otros excavando la tierra, otros sembrando.

Kovrin llegó a Borisovka a las nueve. Encontró a Tania y a su padre muy alarmados. Aquella noche clara y estrellada predecía que habría una helada, y el jefe de los jardineros, Iván Karlich, se había ido al pueblo, por lo que no tenían a ningún responsable en quien confiar. Durante la cena sólo se habló de la inminente helada; y se decidió que Tania no se acostaría, sino que permanecería despierta hasta la una de la madrugada. Iría a inspeccionar los jardines para ver si todo estaba en orden, mientras que Igor Semionovich, por su parte, se levantaría a las tres de la madrugada o quizá aún más temprano.

Kovrin estuvo con Tania toda la noche, y al llegar las doce, la acompañó al jardín. El aire tenía un olor muy fuerte, como si estuviera ardiendo. En el huerto más grande, llamado «huerta comercial», ya que cada año producía millares de rublos de beneficios a Igor Semionovich, había una fina y negra capa de estiércol que cubría todas las hojas jóvenes, con el fin de salvar las plantas. Los árboles estaban alineados como jugadores de ajedrez en rectas hileras, como filas de soldados; y esta pedante regularidad, junto con el peso de la uniformidad, hacía parecer monótono y fastidioso al jardín. Kovrin y Tania se movían de un lado para otro, arriba y abajo, por los senderos y por todos los vericuetos del jardín, comprobando el buen estado del estiércol, las pajas y las coberturas de parihuelas. En raras ocasiones se encontraron con los trabajadores, que se movían como sombras entre aquella humareda. Sólo los cerezos, los ciruelos y algunos manzanos estaban floreciendo, pero el jardín entero se hallaba envuelto en aquella densa humareda producida por el estiércol fermentado, causa por la cual Kovrin sólo se halló en condiciones de poder respirar aire puro al llegar a los viveros.

—Me acuerdo de que, cuando era niño —dijo Kovrin—, siempre me hacía estornudar el humo, pero no comprendo cómo puede salvar a las plantas de la helada.

—El humo es un buen sustituto cuando no hay nubes —respondió Tania.

—¿Para qué quiere las nubes?

—Cuando el tiempo es nuboso y suave no se producen las heladas mañaneras.

—¿Es cierto eso?

Kovrin se echó a reír y cogió de la mano a Tania. Su rostro serio, frío; sus finas y negras cejas; el rígido cuello de su chaqueta, que le dificultaba girar la cabeza; su vestido bien arropado para defenderse del helado rocío; y toda su figura, esbelta y ligera le agradaban mucho.

—¡Santo cielo, cuánto ha crecido esta criatura! —dijo Kovrin—. La última vez que estuve aquí, hace unos cinco años, era usted aún una niña. Era delgada, de piernas largas y desaliñada, y yo siempre me estaba metiendo con usted. ¡Cuánto cambió en cinco años!

—Sí, cinco años —repitió Tania—. ¡Muchas cosas han pasado desde entonces! Dígame con sinceridad, Andrei —continuó ella, mirándole burlonamente—, ¿cree que durante todos estos cinco años se ha olvidado de nosotros? No sé cómo me he atrevido a hacerle esta pregunta. Además, después de todo, usted es un hombre libre de hacer lo que quiera, de llevar la vida que desee. Sí, tiene que ser de este modo; es natural. Pero, de todas formas, quiero que sepa una cosa: hayan cambiado o no sus relaciones con mi familia con el paso de los años, en esta casa se le considera como un miembro más. Tenemos derecho a ello.

—Estoy completamente convencido de que así me consideran, Tania —respondió Kovrin.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

—Antes me di cuenta de que se sorprendió al ver tantas fotografías suyas en nuestro hogar —prosiguió Tania—. Sin embargo, bien sabe cuánto le adora mi padre, cuánto le estima. Usted es un erudito, no un hombre vulgar y corriente. Sí, se ha labrado una brillante carrera. Pues bien, mi padre cree que a él le debe usted su triunfo. ¡Deje que siga creyéndolo!

Empezaba a amanecer. Cambió la tonalidad del cielo, y el follaje y las nubes comenzaron a mostrarse cada vez más claros. Los ruiseñores empezaron a cantar y procedente de los campos llegó el grito de las codornices.

—Ya es hora de irnos a la cama —dijo Tania—. Además, también hace mucho frío.

Luego se acercó a Kovrin, le cogió la mano y dijo:

—Gracias, Andrei, por haber venido. En este lugar no estamos acostumbrados a los grandes sucesos. Aquí la vida transcurre apacible y monótonamente, sin ningún acontecimiento descollante. Siempre los jardines, sólo los jardines y nada más que jardines. Sí, una existencia muy monótona. Bosques, madera, camuesas, cardos lecheros, esquejes, podar, hacer injertos, trasplantar… Toda nuestra vida se limita a esto, ni siquiera soñamos con otra cosa que no sea manzanas y peras. Desde luego, todo esto es muy útil y muy bueno, pero algunas veces no puedo resistir la tentación de desear un cambio en mi vida. Recuerdo aquella época en que usted solía visitarnos, cuando venía a pasar aquí las vacaciones, cómo cambiaba toda la casa; parecía más fresca, más alegre, como si alguien hubiese quitado las telas que cubrían los muebles. Yo era entonces una niña, pero comprendía…

Tania siguió hablando durante cierto tiempo, expresando sus sentimientos y recuerdos. De repente a la mente de Kovrin vino la idea de que era muy posible que durante aquel verano se sentiría tan atraído hacia aquella criatura vivaraz y parlanchina, que podía llegar a enamorarse de ella. Dadas las circunstancias, nada más natural y posible. Aquel pensamiento le agradó y divirtió, y mientras dirigía su mirada hacia Tania, a su mente acudieron aquellos versos de Pushkin:

Oniegin, no ocultaré

que amo a Tatiana locamente

Cuando llegaron a la mansión, Igor Semionovich ya se había levantado. Kovrin no sentía ningún deseo de dormir; se puso a hablar con el anciano, y volvió con él al jardín. Igor Semionovich era alto, ancho de hombros y grueso. Padecía de dificultad respiratoria, y sin embargo, caminaba a un paso tan rápido, que era difícil seguirle de cerca. La expresión de su rostro era siempre la de un hombre preocupado, como si pensase que de retrasarse un minuto en hacer las cosas, todo el mundo se vendría abajo.

—Y ahora, hermano, le voy a revelar un misterio —dijo Igor, deteniéndose para recuperar el aliento—. En la superficie de la tierra, como puede ver, hay escarcha, está helada, pero eleve el termómetro unas yardas y verá que hay calor… ¿A qué se debe este misterio?

—Confieso que no lo sé —dijo Kovrin, riendo.

—¡No! Usted no puede saberlo todo. El cerebro más privilegiado de todo el mundo no puede comprender todo. ¿Todavía sigue estudiando filosofía?

—Sí —respondió Kovrin—; siempre estoy estudiando filosofía y psicología.

—¿Y no se aburre?

—Al contrario, no puedo vivir sin ello.

—Alabado sea Dios —respondió Semionovich, mientras se retorcía las puntas de su poblado bigote—. Alabado sea Dios; sí, todo eso le será útil en la vida… Me alegro mucho, hermano, muchísimo…

De repente se calló y se puso a escuchar. Sus facciones se endurecieron, echó a correr por el sendero y pronto desapareció entre los árboles, en medio de una nube de polvo y arena.

—¿Quién ha sido el que ha trabado este caballo al árbol? —gritó con voz desesperada—. ¿Quién de ustedes, ladrones y asesinos, se atrevió a atar este caballo al manzano? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Arruinado, destruido, estropeado! ¡El jardín está arruinado, el jardín está destruido! ¡Oh, Dios mío!

Cuando regresó junto a Kovrin, su rostro reflejaba una expresión de lástima e impotencia.

—¿Qué se puede hacer con esta clase de gente? —le preguntó a Kovrin con voz quejumbrosa, mientras se retorcía las manos—. Anoche Stepka trajo una carga de abono y dejó atado al pobre animal al árbol. Y lo ató con tanta fuerza que ha producido unos daños irreparables en la corteza del manzano. ¿Qué se puede hacer con hombres de esta calaña? Acabo de hablarle y se ha limitado a bajar los ojos a tierra, igual que un estúpido. ¡Este miserable debería ser ahorcado!

Cuando al fin se calmó, abrazó a Kovrin y le besó en la mejilla.

—Bueno, ¡bendito sea Dios…! ¡Bendito sea Dios! —murmuró—. Me alegro de que haya llegado, hermano Kovrin. No tengo palabras para expresarle lo contento que estoy porque vino a vernos, gracias.

Luego, con la misma expresión ansiosa, y caminando con paso rápido, se puso a dar vueltas por todo el jardín, enseñando a Kovrin los naranjos, los viveros de temperatura constante, los cobertizos y dos colmenas a las que describió como el milagro del siglo.

A medida que caminaban, el sol empezó a despuntar, iluminando el jardín y calentando la tierra y el aire. Cuando Kovrin pensó que si aquel hermoso sol se mostraba ya a principios de la primavera, dedujo los numerosos días soleados y felices que le esperaban durante todo un largo verano. Y de repente experimentó la misma alegría y felicidad que sintiera durante su infancia en aquel jardín. Entonces se sintió dominado por una profunda emoción y abrazó al anciano, besándole con ternura. Ambos se dirigieron a la casa y tomaron té en antiguas tazas de porcelana de China, además de galletas y crema; y esto también le recordó a Kovrin sus días de infancia y juventud. Durante aquel pequeño ágape, las reminiscencias brotaron en la mente de ambos hombres, y un sentimiento de intensa felicidad inundó sus corazones.

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