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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (83 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Admito que estos artículos son muy buenos —dijo Kovrin para sí—, incluso excelentes, pero también veo que revelan a su autor como un hombre de temperamento duro y de lanza en ristre. Supongo que será igual en todas partes; en todas las carreras, los hombres de ideas geniales son siempre personas muy nerviosas, y víctimas de esta especie de exaltada sensibilidad. Supongo que tiene que ser así.

Pensó en Tania, tan orgullosa de los artículos de su padre, y luego en Igor Semionovich. Tania, pequeña, pálida, ligera, con sus clavículas visibles, con aquellos ojazos tan grandes que parecían estar siempre escudriñando algo. Igor Semionovich, con sus apresurados y pequeños pasos. Volvió a pensar en Tania, tan inclinada a hablar constantemente, tan amante de dialogar y discutir, con todos, siempre acompañando la más insignificante frase con gestos y gesticulaciones. En cuanto a si era nerviosa, pues sí, estaba seguro de que lo era en grado sumo.

Kovrin se puso a leer otra vez, pero como no se enteraba de nada de lo que se exponía en aquellos artículos de Semionovich, los tiró al suelo. Aún perduraba en todo su ser la agradable emoción con que había bailado la mazurca y oído aquella música. Todo ello hizo acudir a su mente numerosos pensamientos. Meditó sobre lo que le había ocurrido en el campo de centeno. Si él había visto a solas aquel extraño y misterioso monje, debería estar enloquecido o enfermo, al punto de llegar a padecer alucinaciones. Aquel pensamiento le espantó, pero no por mucho tiempo.

Se sentó en el diván y apoyó la cabeza en sus manos, y se dispuso a gozar pensando en el extraño suceso del que había sido testigo durante la tarde. No podía comprenderlo, pero todo su ser se llenó de gozo. Se levantó y dio algunos pasos por su habitación, disponiéndose a iniciar su trabajo. Pero lo que leía en los libros ya no le satisfacía. Ahora sólo deseaba pensar en algo inmenso, vasto, infinito. Después, Kovrin se desnudó y se acostó, pensando que haría bien en descansar después de las emociones sentidas durante el día. Cuando al final oyó a Igor Semionovich dirigirse a trabajar al jardín, llamó a un criado y le ordenó que trajera una botella de vino. Bebió varios vasos; el vino le atontó y se quedó dormido.

IV

Igor Semionovich y Tania discutían con frecuencia y se decían uno al otro duras palabras. Aquella mañana habían tenido un altercado, y Tania, después de haber estado llorando se refugió en su habitación, y se negó a bajar a desayunar y a almorzar. Pero Igor era testarudo. Al principio no hizo ningún caso de la conducta de su hija, y se marchó con aire digno y solemne, como queriendo dar a entender a todo el mundo que era un hombre de ideas fijas, y que para él la justicia y el orden eran lo primero en la vida, lo más importante de todo. Pero Igor era incapaz de mantener aquella actitud durante mucho tiempo, pues idolatraba a Tania.

No comió nada a la hora de cenar y durante todo el día, su mente había estado torturada por aquel suceso. Al final no pudo aguantar más, y, después de un profundo «¡Dios mío!» que le brotó de lo más hondo de su corazón, se dirigió a la habitación de Tania y golpeó con suavidad la puerta, mientras gritaba con toda dulzura, casi tímidamente:

—¡Tania! ¡Tania!

A través de la puerta llegó una voz llorosa, pero firme y decidida:

—¡Déjame en paz…!, te lo ruego.

Los incidentes sentimentales entre padre e hija repercutían no sólo entre los habitantes de la casa, sino incluso entre todos los trabajadores de las plantaciones. Kovrin, como era usual en él, permaneció enfrascado en su trabajo, pero al final no pudo soportar más la situación y decidió intervenir como mediador entre padre e hija, y dispersar aquella nube negra que se había interpuesto entre ambos seres, tan queridos para él. Sin dudarlo un instante más, se dirigió a la puerta de Tania, la golpeó y fue recibido.

—Vamos, vamos, querida Tania, esto no está bien —empezó a decir en broma, pero dulcemente, mientras contemplaba aquel rostro femenino cubierto de lágrimas—. No es para tanto. Después de todo, son discusiones que se presentan todos los días, en todas las casas. Vamos, querida Tania, hay que saber perdonar. ¿De acuerdo?

—Es que usted no sabe cuánto me tortura —y al decir esto, una lluvia de lágrimas brotaron de sus hermosos y grandes ojazos—. Siempre me está atormentando —continuó, mientras se retorcía las manos—. Nunca he dicho nada que pudiera ofenderle. En este caso, sólo me limité a decir que era innecesario mantener tantos trabajadores, pues resultaba un gasto que se podía evitar con facilidad. Me limité simplemente a decir que lo que había que hacer era contratar trabajadores por horas. Usted sabe que esos hombres no han hecho nada durante toda la semana. Yo… lo único que le dije fue esto. Y entonces se puso a gritarme como un energúmeno, diciéndome un montón de cosas, todas ofensivas, profundamente insultantes. Y todo por nada.

—Bueno, no hay que preocuparse por eso —trató de calmarla Kovrin—. Ha estado gritando, chillando, llorando, pataleando: ya es suficiente, ¿no le parece? No puede seguir así todo el día, no sería justo. Sabe que su padre, más que quererla, la adora, la idolatra.

—Mi padre ha arruinado toda mi vida —dijo Tania entre sollozos—. Durante toda mi existencia sólo he oído insultos de sus labios, y sufrido afrenta tras afrenta. Mi padre me considera como algo superfluo en su propia casa. ¡Pues que se quede con su casa! Mañana me marcho de ella. El es el único responsable de mi marcha. Sí, mañana me iré de este lugar y me pondré a estudiar para luego conseguir un empleo. ¡Que se quede con su dichosa casa!

—Vamos, Tania, vamos, no se ponga así —dijo Kovrin—. Vamos, deje de llorar. Le diré lo que pienso: tanto el uno como el otro son irritables, impulsivos y, si quiere que le diga toda la verdad, los dos están equivocados; sí, los dos, pues exageran las cosas más nimias. Vamos, ya me encargaré yo de que hagan las paces.

Durante todo este tiempo, Kovrin estuvo hablando con un tono persuasivo y suave, pero Tania seguía llorando, encogiéndose de hombros ante todo lo que él le decía, y retorciéndose las manos como si hubiera sufrido un verdadero infortunio. Kovrin trató de hacerle comprender que exageraba la cosa más de lo que debía. Le parecía mentira que por una cosa tan banal aquella criatura quisiera amargarse todo el día y quizá toda su existencia. Mientras la consolaba, pensó que excepto Tania y su padre, no había nadie en el mundo que le quisiera tanto; y que de no haber sido por ellos, él, que había quedado huérfano durante su tierna infancia, habría pasado el resto de su existencia sin una caricia, sin palabras de consuelo, y sin ese cariño que sólo pueden dar las personas que son de nuestra misma sangre. Pero también percibió que sus desequilibrados e irritados nervios estaban reaccionando como magnetos a los gritos y sollozos de aquella testaruda muchacha. Se dio cuenta de que nunca podría amar a una mujer robusta y saludable, fresca y sonrosada; pero le conmovía aquella Tania pálida, débil y desgraciada.

Kovrin sentía un gran placer al contemplar sus cabellos sedosos y sus redondeados hombros. Se acercó más a ella y le apretó la mano, mientras con su pañuelo enjugaba las lágrimas que se deslizaban por las sonrosadas mejillas. Por fin, Tania dejó de llorar. Pero siguió quejándose de su padre, censurando su conducta hacia ella, lamentándose de la vida que llevaba en aquella casa, tratando de que Kovrin comprendiese la situación en que se hallaba. Luego, poco a poco, empezó a sonreír, mientras afirmaba solemnemente que Dios la había castigado dándole aquel carácter tan impulsivo. Y al fin se echó a reír como una loca, se calificó a sí misma de atolondrada e inconsecuente y salió corriendo de la habitación.

Instantes después, Kovrin se dirigió al jardín. Igor Semionovich y Tania, como si nada hubiese pasado, paseaban abrazados por el césped, comiendo pan de centeno y sal. Ambos tenían mucha hambre.

Satisfecho por su papel de intermediario pacificador, Kovrin se dirigió al parque. Mientras se hallaba sentado en un banco, oyó el ruido de un carricoche y la risa de una mujer. De inmediato pensó que aquello significaba que llegaban nuevos visitantes. Las sombras cubrieron el jardín, y a lo lejos se podía oír algo confusamente la música de un violín, las risas de las mujeres y el alborozado jolgorio de los jóvenes participantes en aquella fiesta. Estos detalles le hicieron recordar al Monje Negro, pues fue en idénticas circunstancias cuando lo vio por primera vez. ¿A qué país, a qué planeta, habría ido aquel absurdo efecto óptico?

Trató de acordarse de aquella vez en que lo vio en el campo de centeno, detrás de los pinos situados en ese instante frente a él. De repente, y precisamente de los mismos pinos, emergió un hombre de mediana estatura, que caminaba lentamente sin hacer el más mínimo ruido. Sus cabellos grises estaban descubiertos, iba vestido de negro y tenía los pies descalzos como un mendigo. Su pálido y cadavérico rostro estaba cubierto de manchas negras. Después de saludarle con una gentil inclinación de cabeza, el extranjero o mendigo se dirigió al banco y se sentó en él. Kovrin se dio cuenta de inmediato de que era el Monje Negro. Durante un instante ambos se miraron; Kovrin, asombrado, pero el monje bondadosamente, aunque con una expresión taimada y astuta en su rostro.

—Pero si es un espejismo —dijo Kovrin—, ¿cómo es que está aquí, y cómo se sienta en este banco? Esto no está de acuerdo con la leyenda.

—Es lo mismo —respondió el monje con tono suave, volviendo su rostro hacia Kovrin—. La leyenda, el espejismo, yo mismo, todo no es más que el fruto de su imaginación exaltada. Yo soy un fantasma.

—¿Es decir —respondió Kovrin— que no existe?

—Piense lo que quiera —respondió el monje, sonriendo burlonamente—. Yo existo en su imaginación, y dado que su imaginación forma parte de la Naturaleza, es evidente que yo debo existir en la Naturaleza.

—Veo que su rostro demuestra inteligencia y distinción —dijo Kovrin—. Sin embargo, tengo la extraña impresión de que usted ha vivido más de mil años. No creía que mi imaginación fuera capaz de crear tal fenómeno. ¿Por qué me mira con tanto arrobamiento? ¿Acaso está satisfecho de haberme encontrado? ¿Le agrada mi persona?

—Sí; ya que es uno de los pocos a los que se puede llamar con toda justicia «un elegido de Dios». Usted siempre sirve y obedece a la verdad eterna. Sus pensamientos, sus intenciones, su elevada formación científica, su vida entera están marcados con el sello de la divinidad, una impronta celestial. Estas características están reservadas a lo racional y hermoso, es decir, al Eterno.

—Se refiere usted a la verdad eterna. Por consiguiente, ¿puede ser accesible y necesaria la verdad eterna para los hombres si no existe la vida eterna?

—Existe una vida eterna —respondió el monje.

—Por la forma en que me habla veo que cree en la inmortalidad de los hombres.

—Desde luego. A vosotros, los hombres, os espera un maravilloso y grandioso futuro. Y cuantos más hombres como usted tenga el mundo, más pronto llegará. Sin ustedes, ministros de los más altos principios, que viven libre y honradamente, la humanidad no sería nada; desarrollándose en su orden natural, debería esperar el fin de su vida terrena. Pero usted, ha acelerado en miles de años la llegada de este maravilloso futuro existente dentro del reino de la eterna verdad: y éste es el grandioso servicio que ha sabido llevar a cabo. Usted lleva dentro de su ser aquella bendición de Dios que descansa sobre la gente buena, sobre los hombres de corazón limpio y puro.

—¿Y cuál es el objetivo de la vida eterna? —preguntó cada vez más intrigado Kovrin.

—El mismo que el de toda vida. La verdadera felicidad radica en el conocimiento, y la vida eterna presenta innumerables e inextinguibles fuentes de conocimientos. Fue en este sentido que Jesucristo dijo: «En la casa de Mi Padre existen muchas moradas…».

—No puede hacerse una idea —respondió Kovrin— de la alegría tan grande que siento al oírle decir esas hermosas palabras.

—Me congratulo de ello.

—Sin embargo —respondió Kovrin— tengo la plena certeza de que apenas se marche, me veré atormentado por la incertidumbre en cuanto a su realidad. Usted es un fantasma, una alucinación. ¿Quiere decir que estoy físicamente enfermo, que mi estado no es normal?

—¿Y qué si lo está? Eso no debe preocuparle. Usted está enfermo porque ha sometido a una tensión excesiva sus poderes, porque ha ofrendado su salud en sacrificio a una idea, y está cerca el día en que sacrificará no solamente esto, sino también su vida. ¿Qué más puede desear? Es a lo que aspira todo ser noble y puro.

—Pero si estoy físicamente enfermo, ¿cómo puedo confiar en mí mismo?

—¿Y cómo sabe que todos los hombres geniales en quienes ha creído todo el mundo no han visto también visiones? Ser un genio es análogo a la demencia. Créame, las personas saludables y normales no son más que hombres ordinarios, vulgares, corrientes; un rebaño de ganado. Los temores a las enfermedades nerviosas, agotamiento y decrepitud sólo pueden tenerlos aquellos cuyos ideales en esta vida se basan en el presente; ése es el rebaño.

—Sin embargo —dijo Kovrin—, los romanos tenían por ideal aquello de
mens sana in corpore sano
.

—Todo lo que dijeron los romanos y los griegos no era verdad. Exaltaciones, aspiraciones, excitaciones, éxtasis, todas esas cosas que distinguen a los profetas, poetas y mártires de los hombres ordinarios, son incompatibles con la vida animal, es decir, con la salud física. Se lo repito, si quiere ser un hombre saludable y normal únase al rebaño.

—¡Qué extraño es que usted repita ahora cosas que yo pensé en tantas ocasiones! —dijo Kovrin—. Parece como si me hubiera estado espiando y hubiera llegado a enterarse de mis pensamientos secretos. Pero no hablemos de mí. ¿Qué me quiso decir con las palabras «verdad eterna»?

El monje no respondió. Kovrin le miró, pero no pudo ver su rostro. Sus formas se nublaron y desaparecieron; su cabeza y sus brazos se esfumaron; su cuerpo empezó a hacerse difuso, y llegó finalmente a confundirse con las sombras del crepúsculo.

—La alucinación se ha marchado —dijo riéndose Kovrin—. Es una verdadera lástima.

Volvió a la mansión, feliz y satisfecho. Lo que le había dicho el Monje Negro no sólo había halagado su amor propio, sino su espíritu, y todo su ser. ¡Qué ideal más glorioso era ser el elegido, ser ministro de la verdad eterna, poder formar en las filas de aquellos que se apresuraron durante cientos de años en entrar en el reino de Cristo, de aquellos que se sacrificaron para que la Humanidad fuese mejor, y se viera libre de pecado y de sufrimientos, el consagrarlo todo a un ideal, juventud, fuerza, salud, morir por el bienestar de todos! Y cuando le vino a la mente su pasado, una vida casta y pura, consagrada completamente al trabajo, recordó todo lo que había aprendido y lo que había enseñado y, al final tuvo que admitir que lo que le había dicho el Monje Negro no era más que la pura verdad. No, el monje aquél no había exagerado nada.

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