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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (40 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba deprisa, con voz temblorosa, y algo verdaderamente sincero, infantil y temeroso resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pronunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.

—Temía no encontrarlo —continuó diciendo—. Por el camino sufrí una enormidad… Por Dios, vístase y vámonos… Todo sucedió así: Vinieron a mi casa Papchinsky, Alejandro Semionovich… usted lo conoce… Charlamos durante un rato… luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al corazón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo que sea un aneurisma… Venga, por favor… También el padre de ella había muerto de aneurisma…

Kirilov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.

Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la cabeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:

—Perdone, no puedo viajar con usted… Hace unos cinco minutos… ha muerto mi hijo…

—¡Es posible! —susurró Aboguin, retrocediendo un paso—. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente… ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito…

Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la cabeza pensativo. Vacilaba visiblemente, sin saber qué hacer: irse o seguir rogando al doctor.

—Escúcheme —dijo con calor, asiendo a Kirilov por la manga—. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy yo el enfermo!

Sobrevino el silencio. Kirilov volvió la espalda a Aboguin; durante un rato permaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momentos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, probablemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo esperaba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el crepúsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura se sentía entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensación. Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta y daba al dormitorio… el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.

Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo reposaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara encima de la cómoda iluminaban generosamente toda la habitación. En la cama junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el rostro. Estaba inmóvil; parecía, sin embargo, que sus ojos abiertos se tornaban a cada instante más oscuros y más lejanos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin embargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábase sobre la cama como temiendo alterar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las palanganas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparramadas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante… Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.

El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la indiferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brillaban en su barba, se notaba que había llorado.

El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización general, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo que atraía, algo que conmovía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe trasmitir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirilov y su mujer callaban, sin llorar, como si, además del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo en que antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su enferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era sólo el único, sino también el último.

En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sienten una necesidad imperiosa de movimiento. Después de permanecer cinco minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a continuación a la cocina. Habiendo deambulado un buen rato entre el horno y la cama de la cocinera, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.

Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro.

—¡Por fin! —suspiró Aboguin, asiendo el picaporte de la puerta—. ¡Vamos, por favor!

El doctor se estremeció, lo miró y recordó…

—¡Escuche, ya le dije que no puedo ir con usted! —dijo, animándose—. Me extraña…

—Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡lo compadezco! —respondió con tono implorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda—. Pero no lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hubiera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted había ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es oro! ¡Vamos, se lo ruego!

—¡No puedo ir! —dijo lentamente Kirilov y se dirigió a la sala.

Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.

—Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana —continuó rogando como un mendigo—. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!

—El amor al prójimo es un arma de doble filo —dijo Kirilov, irritado—. En nombre de este mismo amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente… Usted trata de asustarme con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada… y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no…

Kirilov agitó las manos y dio un paso atrás.

—¡No me lo pida! —prosiguió, atemorizado—. Perdóneme… Según el tomo trece de las leyes, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho de arrastrarme a la fuerza… Muy bien, hágalo si quiere, pero… pero no sirvo para nada… Ni siquiera estoy en condiciones de hablar… Disculpe…

—Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono —dijo Aboguin, tomando otra vez al doctor por la manga—. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su voluntad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fallecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?

La voz de Aboguin temblaba de emoción; este temblor y el tono eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sorprendentemente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indiferentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; por ello la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces, el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al otro cuando están callados, y un apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.

Kirilov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abnegación etc., el doctor preguntó en tono sombrío:

—¿Es largo el viaje?

—Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy buenos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una hora!

Las últimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del médico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:

—¡Bien, vayamos!

Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su gabinete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, salió de la casa.

Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figura del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido rostro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorrita de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.

—Créame, yo sabré apreciar su generosidad —murmuró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche—. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!

El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pasaron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hospital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior parecían más claras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el murmullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y comenzaron a lanzar gritos angustiosos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron raudamente árboles aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían grandes sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sordamente y pronto cesó del todo.

Durante casi todo el viaje Kirilov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin suspiró hondamente y masculló:

—¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.

Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirilov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.

—Escuche… déjeme ir —dijo, angustiado—. Más tarde iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!

Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y golpeando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirilov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, se alargaba el camino; los sauces de la orilla desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la llanura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquierda, paralelamente al camino, se extendía una colina que parecía peluda por los pequeños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillas que parecían observarla por todas partes y vigilarla para que no se escapara.

En toda la naturaleza se sentía algo desesperado, doliente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pasado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno. Dondequiera que uno mirase, la naturaleza aparecía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salida para Kirilov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna…

Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un salto, se movía, miraba hacia adelante por encima del hombro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.

—Si algo ocurre… no lo voy a soportar —dijo, entrando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción—. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún —añadió, prestando atención al silencio.

En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las sienes hundidas, las canas prematuras en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.

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