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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (41 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de facciones amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arreglaba sus cabellos revelaban una finura delicada, casi femenina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, alteraban su porte ni afectaban la salud y el aplomo que respiraba toda su figura.

—No hay nadie ni se oye nada —dijo, subiendo la escalera—. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!

Después de atravesar el vestíbulo se llegaba a una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.

—Bueno, doctor, espéreme un poco aquí —dijo Aboguin—. Volveré enseguida… Iré a ver… y a avisar.

Kirilov quedó solo. El lujo del salón, la suave penumbra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violonchelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tictac de un reloj, notó el cuerpo disecado de un lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.

La casa permanecía silenciosa… En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un armario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirilov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.

En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expresión de terror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor…

Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.

—¡Me ha engañado! —gritó, subrayando con fuerza la sílaba «ña»—. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!

Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, continuó vociferando:

—¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?

Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un talón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indiferente rostro del doctor encendióse una chispa de curiosidad. Se levantó y observó a Aboguin.

—Permítame, ¿dónde está la enferma? —preguntó.

—¡La enferma! ¡La enferma! —gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños—. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No podré soportarlo!

El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llenaron de lágrimas; su estrecha barba se movió hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la mandíbula.

—Permítame, ¿cómo es eso? —preguntó, mirando alrededor con curiosidad—. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sola en la casa, con su angustia… Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches… y ¿qué ocurre, ahora? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No… no lo comprendo!

Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.

—¡Y yo sin saber nada… sin comprender! —decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo—. No me daba cuenta de que venía todos los días; no reparé en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada… ¡Cabeza de chorlito!

—No… no comprendo… —balbuceó el doctor—. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble… ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!

Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.

—Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta infame y traicionera maniobra? —decía Aboguin con voz llorosa—. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor —dijo con vehemencia, acercándose a Kirilov—. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a esta mujer, la amaba como a una diosa, la amaba como un esclavo… Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi hermana… Nunca le dirigí una mirada recelosa… nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta mentira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honestamente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?

Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doctor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubiera sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías… Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus facciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagradables. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer joven, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía admitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillantes, dijo, recalcando cada palabra:

—¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero escucharlo! ¡No quiero! —gritó, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diablo los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?

Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirilov una mirada de asombro.

—¿Para qué me trajo usted aquí? —prosiguió el doctor, sacudiendo la barba—. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derecho de fuerza, dese tono con las ideas humanitarias, toque —el doctor miró de reojo el estuche del violonchelo— el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, libérelo de su atención!

—Pero… ¿Qué significa todo eso? —preguntó Aboguin, enrojeciendo.

—Eso significa que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton… Y bien, pueden hacerlo, pero nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.

—¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? —preguntó Aboguin en voz baja y su cara volvió a estremecerse, esta vez de cólera.

—¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? —gritó el doctor y volvió a golpear en la mesa con el puño—. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?

—¡Está usted loco! —gritó Aboguin—. No es nada generoso de su parte… Yo mismo soy profundamente desdichado y… y…

—Desdichado, desdichado dice. —Sonrió despectivamente el doctor—. No toque siquiera esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted en absoluto. Los haraganes que no encuentran dinero para pagar sus deudas también son desdichados. El capón agobiado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Menuda futilidad!

—¡Señor mío, usted se olvida! —chilló Aboguin—. ¡Palabras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende?

Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsillo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó sobre la mesa.

—¡Aquí tiene usted! —dijo, moviendo las aletas de la nariz—. ¡Su visita está pagada!

—¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? —gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes—. ¡Una ofensa no se paga con dinero!

Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, encolerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmerecidas ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquiera delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcadamente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno al otro. La desgracia, en lugar de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen muchas más injusticias y crueldades que en un medio relativamente satisfecho.

—¡Sírvase disponer mi regreso! —gritó jadeante el doctor.

Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acudiera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un moribundo. No tardó en aparecer un lacayo.

—¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? —se le echó encima el amo, apretando los puños—. ¿Dónde estaba ahora? ¡Vé a decir que traigan de inmediato el coche a este señor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! —gritó al lacayo cuando éste ya se disponía a irse—. ¡No quiero que mañana quede ningún traidor en esta casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!

Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo… El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.

Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continuaban aún mirando con desprecio. La oscuridad estaba más densa que una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, que iba a protestar y hacer tonterías…

Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pensamientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y durante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente se formó una firme convicción acerca de aquellas personas.

Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirilov, pero esta convicción injusta, indigna del corazón humano no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.

En los baños públicos
I

—¡Oye, tú…, quien seas! —gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho—. ¡Dame más vaho!

—Yo no soy bañero, señoría… Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas…?

El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:

—¿Ventosas?… Bueno, ¿por qué no?… Pónmelas. No tengo prisa.

El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.

—Lo he reconocido, señoría… —empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa—. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero… ¿No lo recuerda?… Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias…

—¡Ah, sí!… ¿Y qué hay?

—Nada… Ahora estoy haciendo ejercicios espirituales y no quiero criticar porque es pecado, pero no puedo menos de decir a su señoría (y que Dios me perdone por mis censuras) que las novias de ahora son muy ligeras y carecen de reflexión… Antes, las novias aspiraban a casarse con un hombre serio, formal…, que tuviera un capitalito, que supiera hablar de todo y no se olvidara de la religión…, pero las de ahora…, ¡la instrucción es lo único que les interesa! No les des más que un hombre instruido…; de un comerciante o de un funcionario no quieren ni oír hablar… ¡Se ríen de ellos!… ¡Claro que la instrucción!… Un hombre instruido puede alcanzar un puesto muy elevado, mientras que otro que no lo es no pasa toda su vida de escribiente y cuando se muere no deja ni siquiera para el entierro… ¡De esos hay muchos!… Por aquí suele venir uno de esos instruidos…, uno de Correos… Es un hombre que sabe de todo, hasta redactar telegramas…, pero no tiene ni para lavarse con jabón. ¡Da pena verlo!

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