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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (43 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Nicodim Egorich se golpeó con los vergajos por última vez y bajó. Macar Tarasich agitó los suyos con renovado brío y suspiró.

En la barbería

Es por la mañana. Todavía no han dado las siete y la barbería de Makar Kusmich Bliostkin está ya abierta. El dueño, joven de unos veintitrés años, sin lavarse, desaseado, aunque vestido con pretensiones de petimetre, se ocupa de su arreglo. Nada hay en realidad que arreglar, pero él termina sudoroso de aquel trabajo.

Aquí frota con un trapito, allí arranca con el dedo, allá ve una chinche y la desprende de la pared de un manotazo… La barbería es pequeña, estrecha, miserable. El papel que cubre las paredes recuerda a la blusa descolorida de un cochero. Entre dos empañados y lagrimeantes cristales hay una delgada, rechinante y escuálida puertecita; sobre ella, una campanilla que la humedad ha tornado verdosa y que se estremece y suena enfermizamente, por si sola, sin que nadie la agite. Si se contempla usted en el espejo que cuelga de una de las paredes, verá cómo su fisonomía se tuerce implacablemente hacia todos lados. Ante este espejo se corta uno el pelo y se afeita.

Encima de la mesita (tan poco lavada y tan deslumbrada como el propio Makar Kusmich) hay de todo: peines, tijeras, navajas de afeitar, un fijador que vale una kopec, polvos que valen una kopec, agua de colonia fuertemente aguada que vale una kopec… En resumidas cuentas: que la barbería entera no rebasa el valor de quince kopecs.

En lo alto de la puerta resuena el chillido de la campanilla enferma, y en la barbería entra un hombre de edad, vestido de un poluschubok y calzado con unos valenkii. Su cabeza y su cuello aparecen envueltos en un chal femenino.

Es Erast Ivanich Iagodov, padrino de Makar Kusmich. En tiempos pasados prestaba servicio como guardián en el Conservatorio.

Ahora vive junto a la calle Krasnii Prud y se ocupa de trabajos de carpintería.

—¡Buenos días, Makaruschka…, lucero mío! —dice a Makar Kusmich, entregado afanosamente al arreglo de la barbería.

Se abrazan. Iagodov se quita el chal de la cabeza, se santigua y se sienta.

—¡Menuda distancia! —dice, arrellanándose en el asiento—. ¡Vaya con la broma!… ¡Hay que ver lo que hay desde Kransnii Prud hasta Kalujskie Vorota!…

—¿Qué tal está usted?

—¡Mal, hermano! ¡He tenido unas fiebres muy altas!

—¿Qué dice?… ¿Fiebres muy altas?

—¡Fiebres muy altas!… ¡Estuve sacramentado y me pasé un mes en la cama, creyendo que me moría!… Ahora se me cae el pelo… El médico me manda que me lo corte; dice que así echaré otro más fuerte… ¡Y mi cabeza se echó esta cuenta!… «Vete a casa de Makar…». ¡Uno tiene que ir al que es de uno antes que a otro cualquiera!… ¡Lo hará mejor y no me llevará nada!… ¡Verdad que está un poco lejos…, pero qué le vamos a hacer!… ¡También le sirve a uno el paseo!

—¡Yo, claro…, con mucho gusto!… Haga el favor…

Y Makar Kusmich, chocando los talones, le señala la silla; Iagonov se mira al espejo y se siente, al parecer, satisfecho del espectáculo: el espejo le muestra una cara torcida, con labios de calmuco, nariz ancha y roma y ojos en la frente. Makar Kusmich cúbre los hombros de su cliente con una sábana blanca, llena de manchas amarillas, y empieza a hacer chillar las tijeras.

—Se lo cortaré muy limpio…, ¡Al rape! —dice.

—¡Si, si!… Que parezca un tártaro… o una bomba… Así me crecerá más espeso.

—¿Cómo se encuentra la tía?

—Bien… ¡Viviendo!… El otro día estuvo a recoger al chico de la mujer del mayor. La dieron un rublo.

—¿Ah, si?… ¿Un rublo?… Sosténgame la oreja.

—Ya me la sostengo. Tú procura no cortarme. ¡Eh!… ¡Que me haces daño!… ¡Que me tiras del pelo!

—No es nada. En nuestro oficio hay que pasar por eso. ¿Y qué tal Anna Erastovna?

—¿La hija?… Bien; allí está… El miércoles de la semana pasada se la hemos prometido a Scheikin. ¿Por qué no viniste tú?

Las tijeras cesan de chillar, Makar Kusmich deja caer las manos y pregunta asustado.

—¿Habéis prometido a quién?

—A Anna.

—¿Y eso, cómo? ¿A quién?

—A Scheikin Prokofii Petrovich. Su tía está de ama de llaves en el callejón Slatoustenkii. ¡Buena mujer!… ¡A Dios gracias, y como es natural, todos estamos muy contentos! La boda será dentro de una semana. Ven a la fiesta.

—Pero…, ¿cómo puede ser, Erast Ivanich? —dice Makar.

Kusmich, pálido asombrado y encogiéndose de hombros.

—¿Cómo es posible esto? ¡Esto…, esto… es completamente imposible!… Anna Erastovna… y yo… Quiero decir que mis sentimientos para ella… Yo tenia intención… ¿Cómo va a poder ser?…

—¡Pues siendo!… ¡La cogimos y la prometimos! ¡Es un hombre muy cabal!

Del rostro de Makar Kusmich brota un sudor frío; deja caer las tijeras sobre la mesa y empieza a restregarse la nariz con el puño.

—¡Yo tenía intención!… ¡Esto es imposible, Erast Ivanich!… ¡Yo… estoy enamorado!… ¡La ofrecí mi corazón!…¡También la tía me prometió!… ¡Siempre le he estimado como a mi padre!… ¡No le cobro nada por cortarle el pelo! ¡Usted siempre ha recibido favores por lo que está de mi parte!… ¡Cuando papaíto falleció, usted se llevó el sofá y diez rublos en dinero, y no me los ha devuelto!… ¿Se acuerda?

—¿Cómo que si me acuerdo?… ¡Me acuerdo!… ¡Pero esa es otra cuestión! ¿Qué vales tú para novio, Makar?… ¿Acaso vales tú para novio?… ¡Ni dinero, ni categoría!… ¡Un oficio mísero!…

—Pues ¿Y Scheikin?… ¿Es rico Scheikin?

—Scheikin está trabajando de cobrador!… ¡Tiene puestos de fianza mil quinientos rublos!… ¡Así es, hermano!… Habla lo que quieras, pero el asunto está ya arreglado. ¡No puede uno volverse atrás, Makaruschka! ¡Búscate otra novia!… ¡Ni que fuera la única en el mundo!… Bueno; sigue cortándome… ¿Por qué te paras?

Makar Kusmisch, inmóvil, guarda silencio. Después saca un pañuelo de su bolsillo y empieza a llorar.

—Pero ¿Por qué lloras, vamos a ver?… —Le consuela Erast Ivanich—. ¡Vamos…, déjate!… ¡Mira que tú llorando como una baba!… Acaba primero con mi cabeza y luego lloras. ¡Coge las tijeras!

Makar Kusmich coge las tijeras, las contempla un minuto inconscientemente y las deja caer sobre la mesa. Sus manos tiemblan.

—¡No puedo! —dice—. ¡Ahora no puedo! ¡No tengo fuerzas!… ¡Soy un desgraciado! ¡Y ella también es una desgraciada!… ¡Nos queríamos!… ¡Nos prometimos…, y la gente mala nos separa sin piedad alguna!… ¡Márchese, Erast Ivanich!…

—Entonces…, mañana volveré, Makaruschka. Mañana terminas de cortarme el pelo.

—¡Bueno!…

—Tú, tranquilízate, y yo mañana vendré más temprano.

Erast Ivanich, con su media cabeza pelada al rape, parece un presidiario. ¡Es violento llevarse de esta guisa la cabeza, pero… qué se le va a hacer!…

Se la tapa, como el cuello, con el chal y sale de la barbería. Una vez solo, Makar Kusmich se sienta y continúa llorando despacito. Al día siguiente por la mañana vuelve Erast Ivanich.

—¿Qué desea usted? —pregunta fríamente Makar Kusmich.

—Que acabes de cortarme el pelo, Makaruschka. ¡Tengo media cabeza sin pelar!

—Pague por adelantado, haga el favor. No corto de balde.

Erast Ivanich se marcha sin pronunciar palabra. Todavía ahora en la mitad de su cabeza lleva el pelo largo y en la otra corto…

¡Pagar por cortarse el pelo es considerado por él como un lujo!… Y espera que en la mitad rapada le crezca por sí solo. Y así se presentó ante las gentes durante la fiesta de boda.

En la oscuridad

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehúye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.

Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y… desaparecía en el hueco negro de la ventana.

«¡Un ladrón!», se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extendió por su rostro.

En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor…, en el aparador está la vajilla de plata…, más allá el dormitorio…, un hacha…, los rostros de unos bandidos…, las joyas… Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.

—¡Vasia! —exclamó zarandeando a su marido—. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!

—¿Qué ocurre? —balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.

—¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor…, ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.

—¿Qué pasa? ¿Quién… es?

—¡Dios mío! No oye… Pero, comprende, pedazo de tronco… Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y… ¡la vasija de plata está en el aparador!

—¡Majaderías!

—¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?

El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.

—¡Dios mío, qué seres! —gruñó—. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!

—Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.

—¿Y qué? Que entre… Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.

—¡Eso es peor aún! —gritó María Michailovna—. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.

—¡Vaya una virtud!… No permitir ese cinismo… Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.

—¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante…, semejante… ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!

—¡Dios mío!… —gruñó Gaguin con fastidio—. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?

—¡Vasili, que me desmayo!

Gaguin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.

—Vasilia —le dijo—, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

—Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.

—¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.

Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas…

—¡Pelagia! —gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla—. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?

—¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?

—Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.

—Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!… ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes…, tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas… ¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!

—Bueno, bueno… No hay por qué gritar tanto… ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?

—Es vergonzoso, señor —dice Pelagia, con voz llorosa—. Unos señores cultos… y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros… —se echó a llorar—. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.

—¡Bueno, basta!… ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!

Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.

—Escucha, Pelagia —le dice—. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

—¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.

Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.

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