Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (44 page)

BOOK: Relatos y cuentos
5.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.

«¡Cuánto tarda en volver! —piensa—. Menos mal si es ese… cínico, pero ¿y si es un ladrón?»

Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura…, un golpe de maza…, muere sin proferir un grito…, un charco de sangre…

Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis… Un sudor frío perló su frente.

—¡Vasili! —gritó con voz estridente—. ¡Vasili!

—¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí… —le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos—. ¿Te están matando acaso?

Se acercó y se sentó en el borde de la cama.

—No había nadie —dice—. Estabas ofuscada… Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa…, una!…

Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.

—¡Lo que tú eres es una miedosa! —se burla de ella—. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una psicópata!

—Huele a brea —dice su mujer—. A brea o… a algo así como a cebolla…, a sopa de coles.

—Sí… Hay algo que huele mal… ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía… ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.

Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera…

—¿Has cogido la bata en la cocina? —le preguntó palideciendo.

—¿Por qué?

—¡Mírate al espejo!

El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.

En el paseo de Sokólniki

El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa, hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía, tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de naranja y demás. El hombre está brutalmente borracho… Mira absorto la cáscara de naranja y sonríe sin sentido.

—¡Te hartaste, ídolo! —balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor—. Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo mismo… Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había…

La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de agudo pesar.

—M-masha, ¿a dónde llevan a la gente?

—No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

—¿Y para qué va el alguacil?

—¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea… ¡Epa, hasta donde bebió, ya no entiende nada!

—Yo… no estoy mal… Yo soy un pintor… de género…

—¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate… Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor… Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas… Y tú sin atención, como si no estuvieras ahí… Miras, y como en la niebla… Los pintores se empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda…

—La naturaleza… —dice el hombre y mueve la cabeza—. La na-naturaleza… Los pajaritos cantan… los cocodrilos se arrastran… los leones… los tigres…

—Delira, delira… Toda la gente va como gente… pasea de la manita, escucha la música, sólo tú estás en el escándalo. ¿Y cuándo alcanzaste eso? ¿Cómo yo no lo advertí?

—M-masha —balbucea el cilindro, palideciendo—. Pronto…

—¿Qué te pasa?

—Deseo ir a casa… Pronto…

—Espera… Cuando oscurezca, entonces nos iremos, pero ahora es una vergüenza ir: te vas a tambalear… La gente empezará a reírse… Siéntate y espera…

—¡N-no puedo! Yo… yo a casa…

El hombre se levanta rápido y, tambaleándose, sale de la mesa. El público, sentado en las otras mesas, empieza a burlarse… La dama se confunde…

—Que me mate Dios si vengo contigo una vez más —balbucea ésta, apoyando al hombre—. Es sólo una deshonra… Bueno sería si fuera legítimo, pero así pues… por gusto.

—M-masha, ¿dónde estamos?

—¡Cállate! Si te avergonzaras, toda la gente te señala con el dedo. ¿Para ti es pues, «como el que oye llover», pero para mí cómo es? Bueno sería si fuera legítimo, pero así… pues… Me da un rublo y me reprocha un mes: «¡Yo te alimento! ¡Yo te mantengo!» ¡Mucha falta me hace! ¡Y a mí no me importaba tu dinero! Voy a agarrar y me voy a ir con Pavel Ivanich…

—M-masha… a casa… Alquila a un cochero…

—Bueno, ve… Camina por la alameda derecho, y yo iré por el ladito… Me da vergüenza ir contigo… ¡Ve derecho!

La dama pone a su «ilegítimo» de cara a la salida y le da un ligero empujón por la espalda. El hombre se abalanza adelante y, tambaleándose, tropezando con los transeúntes y con los bancos, se apresura adelante… La dama va detrás y vigila sus movimientos. Está confundida y alarmada.

—¿Un palito, señor, no desea? —se dirige al hombre que camina, una persona con un hatillo de palos y cañas—. Los mejores… de guindilla… de bambú…

El hombre mira atontado al vendedor de palos, después se vuelve atrás y corre en dirección opuesta. En su rostro hay una expresión de horror.

—¿A dónde diablos vas? —lo detiene la dama, cogiéndolo por la manga—. Bueno, ¿a dónde?

—¿Dónde está Masha?… M-masha se fue…

—¿Y yo quién soy?

La dama toma al hombre de la mano y lo lleva a la salida. Le da vergüenza.

—Que me mate Dios si vengo contigo una vez más… —balbucea ésta, toda roja de la vergüenza—. Por última vez soporto esta deshonra… Que me castigue Dios… ¡Mañana mismo me voy con Pavel Ivanich!

La dama, con timidez, levanta los ojos hacia la gente, en espera de ver en los rostros sonrisas burlonas. Pero sólo ve rostros de borrachos. Todos se tambalean y dan cabezadas. Y se siente más aliviada.

Un escándalo

Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?». El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la señora —siguió pensando la muchacha— esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido».

En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.

—¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! —iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.

Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.

Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda —una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles…

Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:

—Perdón…, he tropezado…, se ha caído todo esto… y estaba poniéndolo en su sitio.

Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.

Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas, estaban en desorden?… Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?…

La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se le suponía, quizás, autora de algún delito?

Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca.

Entró una doncella.

—Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación… un registro? —preguntó la institutriz.

—Se ha perdido un broche de la señora…, un broche que vale dos mil rublos…

—Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?

—¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.

—Sí, sí, bien…; pero no comprendo…

—Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc, el portero… ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes… Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure…

—Pero ¡es que clama al cielo —dijo Macha, ahogándose de cólera— lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?

—Usted, señorita —suspiró Lisa—, depende de ella… Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo —perdóneme usted— una criada… Usted come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.

Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!

Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?… Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.

«Iré a ver a los jueces, a los abogados —se dijo, llorando— y lo explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona».

De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.

La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!

El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.

—¡La comida está servida! —le anunció la doncella—. La esperan a usted.

¿Debía ir a comer?… Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.

Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa se sentaba la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.

El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.

—¿Qué hay de tercer plato? —le preguntó con voz de mártir a un criado.

—Esturión a la rusa —contestó el sirviente.

—Lo he pedido yo, querida —se apresuró a decir el señor Kuchkin—. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan… Yo creía…

A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Vamos, querida señora, cálmese! —le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.

Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.

—¡Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos…

—No se trata de los dos mil rublos —dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima—. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!

Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:

—¡Perdón! No puedo más… Tengo una jaqueca horrorosa…

Se levantó con tanta precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.

—¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! —murmuró el señor Kuchkir—. No se ha debido registrar su cuarto… Ha sido un abuso…

—Yo no afirmo —replicó la señora— que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?… Yo confieso que estas… institutrices… me inspiran muy poca confianza.

—Sí, pero —contestó el amo de la casa con cierta timidez— ese registro…, ese registro…, perdóname, querida…, no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.

BOOK: Relatos y cuentos
5.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One More Day by Kelly Simmons
Loving Gigi by Ruth Cardello
The Return by Dany Laferriere
Forever by Solomon, Kamery
This Is How by Burroughs, Augusten
Rabbit is rich by John Updike
The Dead-Tossed Waves by Carrie Ryan
Jinx by Estep, Jennifer
Breathless by Anne Sward