Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (45 page)

BOOK: Relatos y cuentos
6.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!

La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.

—¡Y le ruego a usted —añadió dirigiéndose a su marido— que no se mezcle en mis asuntos!

El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.

Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!

Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!

Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.

—¿Se puede? —preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.

—¡Adelante!

El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.

—¿Qué hace usted? —preguntó, mirando las maletas abiertas.

—El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.

—Comprendo su indignación de usted…; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave…

La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.

El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:

—Comprendo su indignación, señorita; pero… hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada… No se le debe juzgar demasiado severamente.

Macha siguió callada.

—Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!

La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.

—¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer… Como caballero, debo reconocer su falta de tacto…

El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:

—¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?…

—Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich —le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas—, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.

—Sí, pero… ¡Se lo ruego, no se vaya usted!

Macha movió negativamente la cabeza.

Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.

—¡Si supiera usted —dijo— lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea… ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi muerte?

Macha no contestó.

—Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!… ¿Está usted contenta?… Yo he sido, yo… Naturalmente, cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie… Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh?

Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre aquella gente?

—¿Está usted asombrada? —preguntó, tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich—. ¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo… Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales… Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar… ¿Se queda usted?

—¡No! —contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación—. ¡Le ruego que me deje en paz!

—¡Qué vamos a hacerle! —suspiró el borrachín, sentándose junto a la maleta—. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor… No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación… ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?… Lo comprendo… ¡Quién estuviera en su lugar!… Usted se irá, y yo…, ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible…

—¡Nicolás Sergueyevich! —gritó por el pasillo la señora Kuchkin—. ¿Dónde se ha metido?

—¿Conque no quiere usted quedarse? —preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Lo mejor sería que se quedase… Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted… Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!

Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.

Media hora después Macha Pavletskaya se disponía a tomar el tren.

La esposa

—Ya le he dicho que no me toque la mesa —exclamó Nikolai Evrafych—. Cada vez que me la arregla usted no puedo encontrar nada. ¿Dónde está el telegrama? ¿Dónde lo ha echado usted? Haga el favor de buscarlo. Lo mandan desde Kazan y lleva fecha de ayer.

La doncella, pálida, muy flaca, de rostro impasible, encontró unos telegramas en la papelera debajo de la mesa y sin decir palabra se los entregó al doctor. Pero eran telegramas locales, de enfermos. Luego buscaron en la sala y en la habitación de Olga Dmitrievna.

Era ya la una de la madrugada. Nikolai Evrafych sabía que su mujer no volvería pronto a casa, en todo caso no antes de las cinco. No tenía confianza en ella. Cuando tardaba en regresar, él no dormía, se desesperaba y sentía desprecio por su mujer, por la cama de ella, el espejo, la bombonera y los lirios y jacintos que alguien le enviaba todos los días y que daban a la casa el olor empalagoso de una tienda de florista. En tales noches se tornaba mezquino, caprichoso, irritable. Esta vez le parecía que no podía prescindir del telegrama recibido de su hermano el día antes, aunque el tal telegrama contenía sólo felicitaciones y saludos.

En la mesa del cuarto de su mujer, bajo la caja de papel de cartas, encontró un telegrama y le echó un vistazo. Llevaba las señas de su suegra, para entregar a Olga Dmitrievna, procedía de Montecarlo y lo firmaba «Michel». El doctor no pudo entender palabra del texto porque estaban en un idioma extraño, inglés, al parecer.

—¿Quién es este Michel? ¿Por qué de Montecarlo? ¿Por qué a nombre de mi suegra?

En siete años de vida de casado había adquirido el hábito de sospechar, de adivinar, de ponderar pruebas y nunca se le había ocurrido que gracias a esa práctica casera podría ahora pasar por detective consumado. Cuando entró en el gabinete y se puso a cavilar recordó al punto cómo año y medio antes, estando con su mujer en Petesburgo, habían almorzado en Kyuba con un compañero suyo de colegio, ingeniero de caminos, canales y puertos, y cómo éste les había presentado a un joven de unos veintidós o veintitrés años llamado Mihail Ivanych, con un apellido corto y algo extraño: Ris. Dos meses después el doctor vio en el álbum de su mujer una fotografía de este joven con una dedicatoria en francés, que decía: «En recuerdo del presente y con esperanza para el futuro». Más tarde, en casa de la suegra, tropezó con este mismo joven un par de veces. Y ello cabalmente cuando su mujer había empezado a salir a menudo y volvía a casa a las cuatro o a las cinco de la mañana, y cuando le pedía de continuo un pasaporte para el extranjero, que él le negaba, con lo cual se armaba una trapisonda en la casa que duraba días enteros y que avergonzaba hasta a la servidumbre.

Medio año más tarde sus colegas le diagnosticaron una tisis incipiente y le aconsejaron que lo dejara todo y se fuera a Crimea. Cuando Olga Dmitrievna se enteró de ello, fingió grandísimo susto. Acariciaba a su marido y aseguraba sin cesar que Crimea era comarca fría y aburrida; que sería mejor ir a Niza, adonde ella le acompañaría, y que allí le cuidaría, atendería a sus necesidades y le tendría tranquilo… y ahora comprendía por qué su mujer quería ir precisamente a Niza: Michel vivía en Montecarlo.

Cogió un diccionario inglés-ruso y traduciendo unas palabras y adivinando el significado de otras consiguió formar poco a poco la frase: «Bebo a la salud de la muy amada mía y beso mil veces su minúsculo pie. Aguardo impaciente llegada». Se percató del papel lamentable y ridículo que representaría si consentía en ir con su mujer a Niza. Casi rompió a llorar del agravio que sentía y, presa de honda agitación, se puso a recorrer la casa entera. Su orgullo se rebelaba y se sintió poseído de asco plebeyo. Con los puños apretados y el rostro contraído por la repugnancia se preguntaba cómo él, hijo de un pope de aldea, educado en un seminario, hombre tosco y sincero, cirujano de profesión, se había esclavizado entregándose ignominiosamente a esa criatura débil, insignificante, mercenaria y ruin.

—¡Minúsculo pie! —murmuró estrujando el telegrama—. ¡Minúsculo pie! De la época en que se enamoró y pidió la mano de su amada y de los siete años posteriores no le quedaba sino el recuerdo de unos cabellos largos y fragantes, de una masa de suaves encajes y de un pie efectivamente minúsculo y bonito. De las caricias pretéritas diríase que todavía le quedaba en la cara y en las manos una sensación de sedas y encajes… y nada más.

Nada más, salvo histeria, alaridos, reproches, amenazas y mentiras, mentiras pérfidas e impúdicas. Recordaba cómo en la casa paterna, allá en la aldea, entraba del patio por casualidad un pájaro y empezaba a derribar cosas y a lanzarse frenéticamente contra los cristales de las ventanas. Pues bien, así también esta mujer, procedente de un mundo que a él le era extraño, había entrado volando en su vida y sembrado en ella la destrucción. Los mejores años de su existencia los había pasado en un infierno, sus esperanzas de felicidad habían resultado vanas e irrisorias, había perdido la salud, su vivienda estaba montada como la de una ramera barata, y de los diez mil rublos que ganaba al año, ni siquiera podía mandar diez a su madre la popesa; y, por añadidura, debía quince mil más, según pagarés firmados. Si en su casa se hubiera instalado una banda de ladrones quizá no le parecería su vida tan irreparable, tan irremisiblemente arruinada como lo estaba junto a su mujer.

Empezó a toser y sofocarse. Necesitaba acostarse en la cama y entrar en calor, pero no podía. Siguió recorriendo habitaciones y sentándose a la mesa. Dejó resbalar el lápiz por el papel y escribió maquinalmente: «Una prueba de esta pluma… Minúsculo pie…».

Hacia las cinco de la mañana se calmó la tirantez que sentía. Ahora se culpaba sólo a sí mismo de todo lo pasado. Pensaba que si Olga Dmitrievria se casaba con otro capaz de ejercer buen influjo sobre ella… ¿quién sabe? quizá llegaría por fin a ser buena y honrada. Él, después de todo, no era buen psicólogo y desconocía el alma femenina. Además, era hombre basto, poco interesante…

«Me queda poco tiempo de vida», pensaba; «soy un cadáver y no debo estorbar a los vivos. A estas alturas, en realidad, sería singular estupidez insistir en mis supuestos derechos. Tendré una explicación con ella; que vaya a reunirse con su amante… Le daré el divorcio y me declararé culpable…».

Por fin llegó Olga Dmitrievna y tal como estaba, con pelerina blanca, gorro de piel y chanclos, entró en el gabinete y se dejó caer en un sillón.

—¡Qué repugnante, ese chico gordo! —exclamó, respirando con esfuerzo y sollozando—. Eso es deshonesto, incluso asqueroso. —Dio una patada en el suelo—. No puedo, no puedo, no puedo.

—¿De qué se trata? —preguntó Nikolai Evrafych acercándose a ella.

—Ha venido conmigo Azarbekov, el estudiante, y ha perdido mi bolso, y con él quince rublos. Me los había prestado mamá.

Lloraba con toda seriedad, como llora una muchacha. No sólo el pañuelo, sino hasta los guantes los tenía húmedos de llanto.

—¡Qué se le va a hacer! —suspiró el doctor—. Lo ha perdido y perdido está, eso es todo. Tranquilízate. Necesito hablar contigo…

—No soy una millonaria para perder el dinero así como así. Él dice que me lo devolverá, pero no lo creo. Es pobre…

El marido le rogó que se calmara y atendiera a lo que le iba a decir, pero ella seguía hablando del estudiante y de los quince rublos perdidos.

—Bueno, mañana te doy veinticinco, pero ahora hazme el favor de callar —dijo él con irritación.

—Tengo que cambiarme de ropa —exclamó ella llorando—. No puedo hablar en serio con el abrigo puesto. ¡Cosa extraña!

Él le quitó el abrigo y los chanclos y mientras lo hacía notó el olor a vino blanco, el vino que a ella le gustaba tomar con las ostras (a pesar de su esbeltez comía y bebía mucho). Ella entró en su cuarto y al poco rato volvió cambiada de ropa, con el rostro cubierto de polvos y los ojos llenos de lágrimas. Se sentó y se envolvió en su amplia y suave bata de noche entre cuyas ondas color de rosa el marido sólo podía distinguir sus cabellos sueltos y un pie diminuto calzado de pantufla.

BOOK: Relatos y cuentos
6.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Night Shade by Helen Harper
Take This Cup by Bodie, Brock Thoene
Kiss the Moon by Carla Neggers
Siren-epub by Cathryn Fox
ControlledBurn by Em Petrova