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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (49 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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La hermana estrechó la diestra del hermano y se alejó.

—¿Por qué no tomas un coche? —gritó Vladimir Semiónich.

Ella no contestó. Su hermano la miró alejarse, observó su impermeable de color herrumbroso, el contoneo de su figura cabizbaja; forzó un suspiro, pero no logró despertar un sentimiento de tristeza. Su hermana se había vuelto una extraña para él. Y él era un extraño para ella. Por lo menos, ella no volvió una sola vez la cabeza.

Regresando a su habitación, Vladimir Semiónich se sentó en el acto a la mesa y empezó a trabajar en su artículo.

Nunca volví a ver a Vera Semionovna. No sé dónde pueda estar ahora. Y Vladimir Semiónich continuó escribiendo sus artículos, depositando coronas sobre los ataúdes de las celebridades, cantando Gaudeamus, colaborando activamente con la Sociedad de Ayuda Mutua de los Periodistas Moscovitas.

Cayó enfermo de inflamación pulmonar; estuvo en cama tres meses, primero en su casa, luego, en el hospital Golitsin. Un absceso se formó en su rodilla. Se dijo que debía ser enviado a Crimea, y se recolectaron fondos para tal propósito. Pero Vladimir Semiónich no fue a Crimea: murió. Lo enterramos en el cementerio de Vagankovski, en el lado izquierdo, donde yacen los artistas y los literatos.

El otro día, varios escritores comíamos en el restaurante Tártaro. Referí que había estado hacía poco en el cementerio de Vagankovski y había visto allí la tumba de Vladimir Semiónich. Estaba totalmente descuidada y apenas si sobresalía del terreno; la cruz se había roto; era necesario colectar unos cuantos rublos para arreglarla.

Pero los demás me escucharon sin atención, no respondieron, y no pude conseguir un solo centavo. Nadie recordaba a Vladimir Semiónich. Estaba completamente olvidado.

Los extraviados

Es un lugar de veraneo. La oscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.

Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.

—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado.

—Me encuentro rendido…, y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche. ¡Amigo Pedro! No puedo más…; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero…

—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido…; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo… Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia… ¡Una gloria! ¡Una delicia!

—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!…

—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.

Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

—Es una casita bonita —dice Cosiaokin—; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras… Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.

—¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa). Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se asoma por la ventana). Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o no?… (Intenta escalar la ventana, pero cae). ¡Qué demonio! Ves; nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar…

—Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras —dice Laef.

—¡No duerme; quiere que arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar! ¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme… Verotchka, no eres más que una chiquilla mal criada, una traviesa… ¡Amigo mío, empújame!…

Lapkin, jadeante, empuja a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las tinieblas.

—¡Vera! —óyese al cabo de un rato—. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!

Estalla un bullicio, un aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.

—¡Caramba! Escucha, Laef. ¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de ellas… ¡Y un cesto con una pava!… ¡Me ha picado la maldita!

Por la ventana salen volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la calle.

—¡Aliocha, nos hemos equivocado!… —grita Cosiaokin con voz llorosa—. Aquí no hay más que gallinas. Por lo visto nos hemos extraviado… Pero malditas, ¿por qué no os estáis quietas?

—¡Sal pronto! ¿Qué haces? ¿No sabes tú que estoy muerto de sed?…

—Ahora mismo… Deja que encuentre el abrigo y la carpeta…

—¿Por qué no enciendes un fósforo?

—Es que están en el abrigo… ¡Quién demonio me habrá traído aquí!… Todas estas casas son iguales. Ni el diablo mismo las distinguiría en la oscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dio un picotazo en la mejilla! ¡Maldita!

—¡Pero sal pronto, si no van a creer que estamos robando gallinas!

—Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos…

—Es que no los tengo.

—¡Estamos frescos! ¡No hay que decir!… ¡Valiente situación!… ¿Qué hago?… Yo no puedo, sin embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.

—¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa! —replica Laef, indignado—. ¡Casa de borracho!… ¡En mal hora vine contigo!… De ir solo, hallaríame ya en casa. Dormiría… en lugar de padecer aquí… ¡Estoy rendido!… ¡No puedo más!… ¡Siento vértigos!

—En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.

Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea… Pasan cinco minutos, diez, veinte… Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.

—¡Pedro! ¿Cuándo vienes?

—Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!…

Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos… Los cacareos aumentan… Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas… Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma…

«¡Qué bestia! —piensa—. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas…».

Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza poco a poco… Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.

—¡He encontrado la carpeta! —oye la exclamación de Cosiaokin triunfante—. No me falta sino encontrar el abrigo, y ¡a casa!

Pero en este momento óyense ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero… El ladrar de los perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo…; parécele que alguien pasa sobre él para saltar por la ventana…; gritan, pegan porrazos…; una mujer con delantal encarnado y un farol en la mano le interroga…

—¡No tiene usted derecho a insultarme! —dice desde dentro Cosiaokin—. ¡Soy funcionario de la Audiencia! Aquí tiene usted mi tarjeta.

—¿Para qué quiero yo su tarjeta? —respondió una voz ronca—. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado los huevos…; admiro su obra…; los pavitos tenían que salir del cascarón un día de estos, y usted les ha aplastado…; ¡qué me importa a mí su tarjeta!

—¿Usted se atreve a detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!

«¡Qué sed tengo!…», piensa Lapkin esforzándose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien pasa por encima de él y sale por la ventana…

—¡Soy Cosiaokin; mi casa está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!…

—¡No conocemos a ningún Cosiaokin!

—¿Qué me cuenta usted? ¡Que llamen al alcalde; él, me conoce!

—¡No se acalore usted! Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a usted no lo hemos visto nunca.

—Todos me conocen; cinco años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.

—¡Caramba!; pero esto no son los Grili-Viselki; esto, es Hilovo…; los Viselki están a la derecha, detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.

—¡Que el demonio me lleve!… ¡Entonces he tomado otro camino!…

Los gritos humanos, el cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho…». «Me las pagará…». «Ya sabrá usted con quién trata!…».

Por fin las vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarle…

El fracaso

Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleopatra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.

Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:

—Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.

Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:

—No insista usted —decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros—; yo no le he escrito ninguna carta.

—¡Como si yo no conociera su carácter de letra! —replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo—. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?

—¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.

—Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor —añade ella suspirando—. Me escribiría siempre versos…

—Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.

—¿Y sobre qué asunto escribirá usted?

—Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos… Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?

—Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place. Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la mano regordeta, que olía a jabón.

Peplot, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido y agitado, dijo:

—Pronto, descuelga la imagen de la pared… ¡Entremos!

Y de sopetón abrió la puerta.

—Hijos —balbució, alzando las manos al cielo y estremecido—. ¡Que Dios os bendiga, hijos míos!… ¡Creced y multiplicaos!…

—Y yo, y yo —dijo la madre, llorando de felicidad—. ¡Que seáis dichosos!

Luego, dirigiéndose a Schúpkin:

—Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.

Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido —pensaba inmóvil de temor—; ya no puedo salvarme». Lleno de abatimiento bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido».

—Os bendigo —proseguía el padre, llorando siempre—. Natáchinka, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.

En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.

—¡Zoquete! —dijo a su mujer con indignación—. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti una imagen?…

—¡Santo cielo!

¿Qué es lo que ocurría? El maestro de caligrafía levantó los ojos y vio que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado, en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof Peplot y su esposa Cleopatra Petrovna.

Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó esta confusión para escaparse.

Gente sobrante

Son las seis de la tarde de un día del mes de junio.

Desde el apeadero de Jikovo y en dirección a la colonia veraniega marcha un grupo de veraneantes recién bajados del tren. Son, en su mayor parte, padres de familia, y van cargados de paquetes, carteras, sombrereras y esas cajas de cartón que guardan las creaciones de la moda femenina. Todos presentan un aspecto cansado, hambriento y malhumorado, como si para ellos no brillara el sol ni floreciera la hierba.

En el grupo se encuentra Pavel Matveevich Saikin, miembro del tribunal del distrito, hombre alto, un poco encorvado, vestido con un traje barato y portador de una escarapela en su gorra descolorida. Está sudoroso, sofocado y apesadumbrado.

—¿Viene usted diariamente a la dacha? —dice dirigiéndose a él un veraneante de pantalones color cobrizo.

—No. Diariamente, no —contesta sombrío Saikin—. Mi mujer y mi hijo residen aquí siempre, mientras que yo vengo dos días a la semana. No tengo tiempo de venir todos los días y, además, sale caro.

—¡Y tanto que sale caro! —suspira el de los pantalones color rojizo—. Primeramente, en la ciudad no puedes ir a pie hasta la estación y tienes que tomar un coche…; luego, el billete, que cuesta cuarenta y dos kopecs… Después, en el camino, que si te compras el periódico…, o incurres en la debilidad de beberte una copita de vodka… ¡Todos gastos pequeños… insignificantes!… ¡pero al final del verano resulta que se te han ido doscientos rublos!… Claro que tiene más valor el poder disfrutar de la Naturaleza…, eso no lo voy a discutir… La vida bucólica… Pero hay que tener en cuenta lo que son nuestros sueldos de funcionarios. Por usted mismo sabrá que los kopecs están contados… y que si se descuida uno gastando, luego no duerme en toda la noche… ¡Así es!… Yo, señor mío… (no tengo el gusto de conocer su nombre), cobro cerca de dos mil rublos; al año… tengo el grado de consejero civil…, y fumo tabaco de segunda y no me sobra un rublo para comprarme el agua mineral de Viehy que me ha sido prescrita por el médico, para las piedras del hígado.

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