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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (23 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Un asno asombroso este conde! —dijo, golpeando con la visera el borde de la mesa—. Me escribe que se va por unos días a Italia y no me da ninguna instrucción respecto a usted. ¿Dónde lo voy a meter a usted? ¡El carbón al conde le hace falta tanto como a mí su fisonomía, que se lo lleve el diablo! ¡Y usted también es bueno, ni qué decir! ¡Un tonto, un mimado andariego, por hacer algo, le parloteó un poco, y usted le creyó!

—¿El conde se va a Italia? —se asombró Imbs, palideciendo—. ¿Y el dinero, me lo envió? ¡¿No?! ¿Y cómo me iré yo de aquí? ¡No tengo ni un kopec! Escúcheme, estimado señor Dzierzhinskii, si usted no me puede dar lo que perdió, ¿no me compraría acaso mis libros y planos? ¡En Rusia los venderá por una suma muy grande!

—En Rusia no hacen falta sus libros y planos.

Ibms se sentó y se quedó pensativo. Mientras el polaco llenaba el aire de su bilis, el alemán resolvía su cuestión utilitaria y sentía con todos sus instintos alemanes cómo se le malograba la sangre en esos minutos. La expresión de arrogancia científica del rostro dió lugar a una expresión de dolor, de desesperación… La conciencia de un cautiverio sin salida, lejos de las olas del Rin y de la compañía de los maestros de minas, lo hizo llorar. Por la noche, se sentaba junto a la ventana y miraba la luna… Alrededor había silencio. En algún lugar lejano chirriaba una armónica y gemía una quejumbrosa cancioncita rusa. Esos sonidos le apretaron el corazón a Imbs. Se apoderó de él tal añoranza por la patria, por el derecho y la justicia, que habría dado toda su vida sólo por hallarse esa noche en su casa.

«Aquí brilla esta luna y allá brilla también. ¡Y qué diferencia!» pensaba.

Toda la noche Imbs añoró su tierra. A la mañana, no soportó la añoranza y decidió irse. Tras colocar sus libros y planos «inútiles en Rusia» en el morral, bebió agua en ayunas y, exactamente a las cuatro de la mañana, se encaminó a pie hacia el norte. Decidió ir a ese mismo Jarkov, que hacía tan poco había arañado el conde en la carta con su uña rosada. En Jarkov esperaba encontrar alemanes que pudieran darle dinero para el camino.

—En el camino, dormido, me quitaron las botas —contaba Imbs a sus amigos, sentado al mes en el mismo barco—. ¡Tal es la «honestidad rusa»! Pero, a fin de cuentas, hay que hacerles justicia: de Slaviansk a Jarkov, un cochero ruso me llevó por cuarenta kopecs, el dinero que me entregaron por mi pipa de pacotilla. ¡Viajar por esa suma es deshonesto, pero es muy barato!
[16]

Casa con desván
I

Ello sucedió hace unos seis o siete años, cuando yo vivía en uno de los distritos de la gobernación T. en la propiedad del terrateniente Belokúrov, hombre joven que se levantaba muy temprano, andaba vestido con una
podiovka
[18]
por las noches tomaba cerveza y quejábase siempre de que en nadie ni en ninguna parte encontraba comprensión. Vivía en una casita en el jardín, mientras que yo me alojaba en la vieja casona señorial, en una enorme sala con columnas, en la cual no había ningún mueble, excepto un amplio diván, en el que yo dormía, y una mesa, en la cual yo hacía solitarios. Algo aullaba siempre allí en las viejas estufas, aun con tiempo apacible, mientras que durante las tormentas toda la casa se estremecía y hasta parecía que se resquebrajaba en pedazos, de modo que uno sentía un poco de miedo, especialmente de noche, cuando las diez ventanas se iluminaban de repente con los relámpagos.

Condenado por el destino a un ocio constante, yo no hacía absolutamente nada. Durante horas enteras miraba por las ventanas al cielo, los pájaros, las alamedas, leía todo lo que me traían del correo, dormía. De vez en cuando, salía de la casa y vagaba hasta el anochecer.

Una vez, cuando regresaba a la casa, penetré sin querer en una finca desconocida. El sol ya se estaba escondiendo y sobre el centeno en flor se extendían las sombras crepusculares. Dos filas de abetos, muy altos, viejos, densamente plantados, formaban una alameda sombría y bella. Sin mucho esfuerzo traspase el cerco y avancé por esta avenida, deslizándome sobre las agujas de abeto que cubrían la tierra con una capa de una pulgada de espesor. Había silencio y oscuridad, y sólo en las cimas de los árboles temblaba, aquí y allá, la resplandeciente y dorada luz que reverberaba con los colores del arco iris en las telas de araña. El aroma de los abetos era muy fuerte, hasta sofocante. Luego doblé por una larga avenida de tilos. También allí notábase el abandono y la vetustez; el follaje del año anterior rumoreaba tristemente bajo los pies, y entre los oscurecidos árboles se escondían las sombras. A la derecha, entre los añejos frutales, con voz débil y con poca gana, cantaba una oropéndola, que también debía ser viejecita. Pero ya terminaron los tilos; pasé frente a una blanca casa con terraza y con sotabanco, y de repente, extendiéronse ante mí un gran patio exterior y un amplio estanque con baños, una multitud de verdes sauces, una aldea en la otra orilla del lago, con un campanario alto y estrecho en el cual ardía la cruz, reflejando los últimos rayos del sol. Por un instante sentí el hechizo de algo familiar, muy conocido, como si ya hubiese visto este mismo panorama hace tiempo, en mi infancia.

Y junto al blanco portón de piedra, por el cual se pasaba del patio al campo, junto al antiguo y recio portón con leones, estaban de pie dos jóvenes. Una de ellas —la mayor—, delgada, pálida, muy bella, con un haz de espesos cabellos castaños y una boca pequeña y voluntariosa, denotaba una expresión severa y apenas reparó en mí; la otra, muy jovencita aún —no tendría más de diecisiete o dieciocho años— también delgada y pálida con una boca grande y con grandes ojos, me miró sorprendida, al pasar yo delante de ellas, dijo algo en inglés y se mostró confundida. Y me pareció que también estos dos agradables rostros me resultaban conocidos desde hacía tiempo. Y volví a la casa con la sensación de haber soñado con algo bueno.

Poco tiempo después, en un mediodía, paseábamos Belokúrov y yo cerca de la casa cuando inesperadamente, con un suave murmullo sobre la hierba, se acercó un coche con resortes en el cual venía una de aquellas jóvenes. Era la mayor. Realizaba una colecta en favor de los campesinos víctimas de un incendio. Sin dirigirnos la mirada, muy seria y detalladamente nos contó cuántas casas se habían quemado en la aldea Sianovo, cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin techo y cuáles serían las primeras medidas que se proponía tomar el comité de ayuda del cual ella formaba parte. Después de hacernos firmar la lista de suscripción, se la guardó y se dispuso a regresar.

—Usted se olvidó de nosotros, Piotr Petróvich —dijo a Belokúrov tendiéndole la mano—. Venga a vernos, y si
monsieur
N… —Ella dijo mi apellido—, tiene deseos de ver cómo viven los admiradores de su talento y se digna llegar hasta nuestra casa, mamá y yo estaremos muy contentas.

Hice una reverencia.

Cuando ella hubo partido, Piotr Petróvich se puso a explicar. Esta joven, de acuerdo con sus palabras, pertenecía a una buena familia y se llamaba Lidia Volchanínova mientras la propiedad en la que vivía con su madre y su hermana, tenía el nombre de Shelkovka, lo mismo que la aldea del otro lado del lago. En otros tiempos su padre ocupaba un cargo prominente en Moscú, y al morir ostentaba la jerarquía de consejero, secreto. No obstante el buen pasar, las Volchanínov vivían en el campo continuamente, en verano y en invierno; Lidia era maestra de la escuela rural en su aldea y recibía un sueldo mensual de veinticinco rublos. Para sus gastos empleaba sólo este dinero y se enorgullecía de vivir por su propia cuenta.

—Es una familia interesante —dijo Belokúrov—. Habría que hacerles una visita. Ellas estarían encantadas de recibirlo a usted.

En uno de los días feriados, por la tarde, nos acordamos de las Volchanínov y fuimos a verlas. Todas, la madre y sus dos hijas, se encontraban en casa. La madre, Ekaterina Pávlovna —otrora bella, por lo visto, pero ahora prematuramente pesada y lenta, enferma de asma, triste y distraída— trató de entretenerme con una conversación sobre la pintura. Enterada por su hija de la posibilidad de mi visita, recordó, a prisa, dos o tres paisajes míos que había visto en las exposiciones en Moscú, y ahora me preguntaba qué era lo que yo deseaba expresar en ellos. Lidia —o Lida como la llamaban en casa— hablaba más con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír, le preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en el
zemstvo
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y por qué no asistía a sus asambleas.

—Eso no está bien, Piotr Petróvich —le decía en tono de reproche—. No está bien. Debiera de darle vergüenza.

—Es verdad, Lida, es verdad —asentía la madre—. Eso no está bien.

—Todo nuestro distrito se encuentra en manos de Balaguin —prosiguió Lida, dirigiéndose a mí—. Es presidente de la Dirección General, repartió todos los cargos en el distrito entre sus sobrinos y yernos y hace lo que le da la gana. Hay que luchar. La juventud debe formar con sus elementos un partido fuerte, pero ya ven ustedes qué clase de juventud tenemos. ¡Debería usted de avergonzarse, Piotr Petróvich!

La hermana menor, Yenia, mientras se hablaba del zemstvo permanecía callada. Ella no tomaba parte en las conversaciones serias, en la familia no la consideraban adulta, aún, y la llamaban Missus, como a una pequeñuela, porque de niña ella solía llamar así a la Miss, su institutriz. Me miraba con curiosidad y, cuando abrí un álbum de fotografías, me daba explicaciones: «Este es mi tío… Este es mi padrino», señalaba los retratos con el dedito, rozándome infantilmente con el hombro, y yo veía de cerca su pecho, poco desarrollado, sus finos hombros, su trenza y su cuerpo delgado, muy estrechado por el cinturón.

Jugamos al
crocquet
y al
lawn-tennis
, paseamos por el jardín, tomamos té, luego cenamos largamente. Después de la enorme y vacía sala con columnas, me sentía a gusto en esta pequeña y acogedora casa, en cuyas paredes no había oleografías y donde a los criados los trataban de «usted»; todo allí me parecía joven y puro por la presencia de Lida y Missus, y todo respiraba corrección. Durante ]a cena Lida volvió a conversar con Belokúrov sobre el zemstvo, sobre Balaguin, sobre las bibliotecas escolares. Era una joven despierta, sincera y convencida, y resultaba interesante escucharla, aunque hablaba mucho y con voz fuerte, quizás porque se había acostumbrado a hablar así en la escuela. En cambio, Piotr Petróvich, quien desde los tiempos de estudiante tenía la costumbre de transformar cualquier diálogo en una discusión, hablaba aburrida, perezosa y largamente, con evidente deseo de parecer un hombre inteligente y avanzado. Gesticulando, volcó la salsera con la manga y se formó un gran charco sobre el mantel, pero, al parecer, nadie, excepto yo, se dio cuenta de ello.

Todo era silencioso y oscuro alrededor de nosotros cuando caminábamos de regreso a nuestra casa.

—La buena educación no consiste en no volcar la salsera sobre el mantel, sino en no darse cuenta cuando alguien lo hace —dijo Belokúrov con un suspiro—. Sí, es una familia excelente y culta. Me quedé algo aislado de la buena gente, ando atrasado, ¡muy atrasado! Y todo porque estoy colmado de tareas, tareas y tareas.

Y me habló de cuánto tiene uno que trabajar si quiere ser un agricultor ejemplar, mientras yo pensé: ¡qué hombre tan pesado y perezoso! Al hablar seriamente sobre cualquier asunto solía prolongar con esfuerzo una «e-e-e-e» y trabajaba de la misma manera que hablaba: lentamente, atrasado, perdiendo plazos. Ya por el solo hecho de que las cartas que yo le encargaba despachar en el correo, él las llevaba en su bolsillo durante semanas enteras, no podía creer mucho en su celo.

—Lo peor es —barbotaba caminando a mi lado—, lo peor es que uno trabaja sin encontrar comprensión. ¡Ninguna comprensión!

II

Comencé a frecuentar la casa de las Volchanínov. Solía sentarme en el primer escalón inferior de la terraza; me oprimía el descontento conmigo mismo; me daba lástima mi vida que transcurría en forma tan rápida y tan poco interesante, y pensaba en que no estaría mal arrancar de mi pecho este corazón que llegó a ser tan pesado. Y mientras tanto, en la terraza se oían voces, el rumorcillo de los vestidos, alguien daba vueltas a las páginas de un libro. Pronto me habitué a ver a Lida, durante el día, atender a los enfermos, repartir limosnas, ausentarse a menudo a la aldea, con una sombrilla sobre su cabeza descubierta, y por la noche explayarse en voz alta sobre el zemstvo y las escuelas.

Cada vez que se entablaba una conversación seria, esta delgada y bella joven, invariablemente severa, de boca finamente delineada, me decía con sequedad:

—Esto no le interesa.

Yo no le caí simpático. No me quería porque era paisajista, porque en mis cuadros no mostraba las necesidades del pueblo y porque era indiferente —según le parecía— a todo aquello en lo que ella creía tan firmemente. Recuerdo que una vez, al viajar por la costa del lago Bailtal me encontré con un joven buriata
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que montaba un caballo y vestía con una camisa y un pantalón de tela azul china; le pregunté si quería venderme su pipa, y mientras hablábamos, miraba con desprecio mi cara europea y sin sombrero; en un instante se hartó de charlar conmigo, azuzó el caballo y se fue galopando. De la misma manera Lida despreciaba en mí a un extraño. Exteriormente no manifestaba en absoluto su desafecto, pero yo lo sentía y, sentado en el primer escalón de la terraza, experimentaba cierta irritación y decía que curar a los campesinos sin ser médico significaba engañarlos, y que no era difícil ser benefactor poseyendo dos mil deciatinas de tierra.

Su hermana Missus no tenía preocupación alguna y pasaba el tiempo en el mismo ocio total que yo. Al levantarse por la mañana, en seguida tomaba un libro y se ponía a leer en la terraza, sentada en un hondo sillón de tal modo que sus pequeños pies apenas tocaban el suelo, o bien escondíase con el libro en una alameda, o se iba al campo. Pasaba todo el día leyendo, los ojos clavados con avidez en el libro, y sólo porque su mirada a veces se tornaba fatigada y anonada, y porque su rostro palidecía mucho, se podía adivinar cómo esta lectura cansaba su cerebro. Cuando yo llegaba a la casa, ella se ruborizaba levemente, dejaba el libro y con animación fijando en mi cara sus grandes ojos me contaba los acontecimientos del día: en el cuarto de los criados había comenzado a arder el hollín de las estufas, o un peón había sacado del estanque un pez grande. En los días hábiles vestía, por lo común, una blusa de colores claros y una falda azul oscura. Paseábamos juntos, arrancábamos guindas para el dulce, andábamos en bote, y cuando ella saltaba para alcanzar una guinda o manejaba los remos, sus delgados y débiles brazos traslucían a través de las amplias mangas. O si no, yo pintaba un boceto y ella se quedaba de pie a mi lado y me miraba trabajar con admiración.

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