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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (25 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Liberarlos del trabajo! —sonrió Lida—. ¿Acaso ello es posible?

—Sí, encárguense de una parte del trabajo de ellos. Si todos los habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción, consintiéramos dividir entre nosotros el trabajo que en general realiza la humanidad para la satisfacción de sus necesidades físicas, a cada uno no le correspondería quizá más de dos o tres horas por día. Imagínese que todos, los ricos y los pobres, trabajamos solamente tres horas por día y el tiempo restante nos queda libre. Imagínese también que (para depender menos de nuestro cuerpo y trabajar menos) inventamos máquinas que nos reemplazan en ciertas labores y tratamos de reducir la cantidad de nuestras necesidades hasta el mínimo. Templarnos a nosotros y a nuestros hijos para no temer al hambre y al frío y no tener que temblar constantemente por la salud de ellos, como tiemblan Ana, Mavra y Pelagia. Imagínese que no nos curamos, no mantenemos farmacias, ni fábricas de tabaco y de bebidas alcohólicas, ¡cuánto tiempo libre nos queda! Todos, en común, dedicamos este ocio a las ciencias y a las artes. De la misma manera como a veces todos los mujiks de una aldea se unen para arreglar el camino, nosotros, mancomunados todos, buscaríamos la verdad y el sentido de la vida, y (estoy seguro de ello) la verdad sería descubierta muy pronto; el hombre se liberaría de este constante, penoso y deprimente miedo a la muerte y aun de la misma muerte.

—Usted, sin embargo, se contradice —observó Lida—. Habla de las ciencias, pero antes negaba la alfabetización.

—La alfabetización que sólo sirve al hombre para leer los letreros de las tabernas y a voces, libros que no entiende. Esta alfabetización se mantiene en nuestras aldeas desde los tiempos de Rúrik
[21]
. Petrushka
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gogoliano hace ya tiempo que sabe leer, mientras que el campo quedó igual que en la época de Rúrik. No es la alfabetización lo que necesitamos sino la libertad para una amplia manifestación de capacidades espirituales. No son escuelas lo que necesitamos sino universidades.

—Pero usted niega también la medicina.

—Sí. Ella sólo sería necesaria para el estudio de las enfermedades como fenómenos de la naturaleza y no para su tratamiento. Hay que curar no las enfermedades sino sus causas. Anulen la causa principal (el trabajo físico) y no habrá enfermedades. No reconozco la ciencia que cura —continué exaltado—. Las ciencias y las artes, cuando son auténticas, no aspiran a lograr propósitos temporales o particulares, sino que tienden hacia lo eterno y lo universal: buscan la verdad y el sentido de la vida, buscan a Dios y el alma, pero cuando se las ata a las necesidades y los problemas del día, a los botiquines y a las bibliotecas, ellas no hacen sino complicar y entorpecer la vida. Tenemos muchos médicos, farmacéuticos, juristas, mucha gente sabe ahora leer y escribir, pero carecemos totalmente de biólogos, matemáticos, filósofos, poetas. Toda la inteligencia, toda la energía espiritual se fueron gastando para la satisfacción de las necesidades temporales, pasajeras… Los sabios, los escritores y los pintores están abarrotados de trabajo; merced a ellos las comodidades de la vida crecen cada día, las necesidades del cuerpo se multiplican, mientras que la verdad queda lejos todavía y el hambre sigue siendo el animal más feroz y menos pulcro, y todo contribuye para que la humanidad, en su mayoría, se degenere y pierda para siempre su vitalidad. En estas condiciones, la vida de un pintor no tiene sentido, y cuanto más talento tiene, tanto más extraño e incomprensible es su papel, ya que resulta que él trabaja para la diversión de un animal feroz y sucio, sosteniendo el orden existente. Y yo no quiero trabajar y no trabajaré. No precisamos nada, ¡qué se hunda la tierra en el infierno!

—Missus, vete a tu cuarto —dijo Lida a su hermana, considerando, por lo visto, mis palabras como dañinas para una señorita tan joven.

Yenia miró con tristeza a la hermana y a la madre y salió.

—Estas lindas cosas se dicen comúnmente cuando quieren justificar su indiferencia —dijo Lida—. Negar hospitales y escuelas es más fácil que curar y enseñar.

—Es verdad, Lida, es verdad —asintió la madre.

—Usted amenaza, con dejar de trabajar —continuó Lida—. Por lo visto, aprecia usted altamente sus obras. No discutamos más: nunca llegaremos a un acuerdo, ya que la más imperfecta de las bibliotecas o farmacias, a las cuales se refirió usted con tanto desprecio, para mí es más importante que todos los paisajes del mundo. —Y en seguida, dirigiéndose a la madre, habló en un tono muy distinto—: El príncipe está muy delgado y ha cambiado mucho desde que estuvo en nuestra casa. Lo mandan a Vichy.

Ella contaba a su madre las cosas acerca del príncipe para no hablar conmigo. Su cara ardía y para ocultar su agitación se inclinó hacia la mesa, como miope, y aparentó leer el diario. Mi presencia era desagradable. Me despedí y me retiré.

III

Afuera todo era paz; la aldea del otro lado del lago dormía ya, no se veía ninguna lucecita y sólo en el agua brillaban apenas los pálidos reflejos de las estrellas. Junto al portón de los leones, inmóvil, Yenia me esperaba, de pie, para acompañarme un trecho.

—Todos están durmiendo en la aldea —le dije, tratando de distinguir su rostro en la oscuridad, y vi sus oscuros y tristes ojos fijarse en mí—. El tabernero y el cuatrero duermen tranquilos, mientras que nosotros, gente de bien nos irritamos el uno al otro discutiendo.

Era una triste noche de agosto, triste porque ya olía a otoño; cubierta por una nube purpurina, salía la luna y apenas iluminaba el camino y los oscuros campos. Con frecuencia caían estrellas fugaces. Yenia iba por el camino a mi lado y trataba de no mirar al cielo, ya que el verlas caer la asustaba no se sabe por qué.

—Me; parece que usted tiene razón —dijo ella, temblando a causa de la humedad nocturna—. Si todos los hombres, en común, pudieran dedicarse a la actividad espiritual pronto llegarían a saberlo todo.

—Naturalmente. Somos seres superiores y si, efectivamente, tuviésemos conciencia dé toda la fuerza del genio humano y viviésemos sólo para propósitos supremos, al final seríamos como dioses. Pero ello no ocurrirá nunca, la humanidad se va a degenerar y del genio no queda ni rastro.

Cuando el portón desapareció de la vista, Yenia se detuvo y me dio tan presuroso apretón de manos.

—Buenas noches —dijo, temblando; sólo una blusa liviana cubría sus hombros y ella se encogió de frío—. Venga mañana.

Sentí angustia al pensar que me quedaría solo, irritado, descontento con la gente y conmigo mismo; también yo traté de no mirar a las estrellas fugaces.

—Quédese conmigo un minuto más —le dije—. Le ruego.

Yo amaba a Yenia. La amaba, quizá, porque solía recibirme y me acompañaba para despedirme; porque me miraba con ternura y admiración. ¡Cuán bellos y conmovedores eran su rostro pálido, su cuello fino, sus delgados brazos, su fragilidad, su ocio, sus libros! ¿Y su inteligencia? Yo sospechaba en ella una inteligencia notable, admiraba la amplitud de sus ideas, quizá porque ella pensaba de otra manera que la hermosa y severa Lida, que no me quería. Yo le agradaba a Yenia como pintor, conquisté su corazón con mi talento, y sentía un apasionado deseo de pintar sólo para ella, soñando con ella como mi pequeña reina, que junto conmigo poseería estos árboles, campos, la niebla, el alba, esta naturaleza maravillosa y encantadora, pero entre la cual me sentí hasta entonces desesperadamente solo e inútil.

—Quédese un minuto más —supliqué—. Le imploro.

Me quité el abrigo y cubrí sus hombros helados, temiendo mostrarse fea y ridícula con el gabán masculino, ella se lo quitó, riendo y entonces la abracé y comencé a besar su cara, sus hombros, sus brazos.

—¡Hasta mañana! —susurró ella y con cuidado, como si temiera alterar el silencio de la noche, me abrazó—. Tengo que contarlo todo en seguida a mamá y a mi hermana, pues no tenemos secretos entre nosotras… ¡Me da mucho miedo! No por mamá ella lo quiere, ¡pero Lida…! —Y se dirigió corriendo hacia el portón.

—¡Adiós! —gritó.

Luego, durante unos dos minutos la oí correr. No tenía ganas de volver a casa y además no había para qué volver allá. Me quedé parado un rato, meditando, y desanduve lentamente el camino para dirigir una mirada más a la casa en que vivía ella: simpática, ingenua y vieja casa me parecía mirarme con las ventanas de su sotabanco y comprenderlo todo. Pasé por delante de la terraza, me senté en un banco junto a la plazoleta de
lawn-tennis
, bajo un añoso olmo y desde la oscuridad contemplé la casa. Las ventanas del sotabanco, donde vivía Missus, ilumináronse con una luz brillante, luego con otra atenuada y verde: la lámpara fue cubierta con una pantalla. Moviéronse algunas sombras… Me sentí embargado de ternura, silencio y satisfacción conmigo mismo, satisfacción por haberme apasionado y enamorado, pero al mismo tiempo me molestaba la idea de que allí mismo, a pocos pasos de mí, en una de las habitaciones de la casa, vivía Lida, que no me quería y, quizá, me odiaba. Estuve esperando que saliera Yenia, y al aguzar el oído me parecía oír hablar a alguien en el sotabanco.

Transcurrió cerca de una hora. La verde luz se había apagado y las sombras dejaron de verse. La luna ya se encontraba alta, encima de la casa, e iluminaba el jardín durmiente y los caminitos; las dalias y las rosas en el parterre, frente a la casa, veíanse con nitidez y parecían todas del mismo color. El aire se hacía muy frío. Salí del jardín, levanté del suelo mi sobretodo y me encaminé lentamente a mi casa.

Al día siguiente, cuando llegué por la tarde a la casa de las Volchanínov, la puerta de vidrio que daba al jardín estaba abierta de par en par. Me senté en la terraza, esperando que detrás del parterre en la plazoleta o en una de las alamedas no tardara en aparecer Yenia, o bien desde alguna de las habitaciones llegara a oírse su voz; luego pasé a la sala, al comedor. No había un alma.

Del comedor, a través de un largo pasillo, fui al vestíbulo, luego me dirigí nuevamente al comedor. En el pasillo había varias puertas y detrás de una de ellas resonaba la voz de Lida.

—En la rama… de un árbol… —pronunciaba ella en voz alta y arrastrando las sílabas, probablemente dictando—. Bien ufa-a-ano y con-te-ente, con un queso en el pi-i-ico… esta-aba… ¿Quién está allí? —llamó de repente al oír mis pasos.

—Soy yo.

—¡Ah! Disculpe, no puedo salir ahora, estoy dando clase a Dasha.

—¿Ekaterina Pávlovna está en el jardín?

—No. Ella y mi hermana partieron esta mañana de visita a nuestra tía, en la gobernación de Penza. Y en invierno, probablemente, Irán al extranjero… —añadió después de una pausa—. En la rama… de un árbol… bien ufa-a-no y contento… ¿Escribiste?

Salí al vestíbulo y sin pensar en nada me quedé de pie mirando el lago y la aldea, mientras llegaba a mis oídos:

—Con un queso en el pico, estaba el señor Cuervo.

Y me fui de la finca por el mismo camino por el que había venido por primera vez, sólo que en sentido contrario: primero del patio al jardín, por delante de la casa, luego por la avenida de los tilos… Allí me alcanzó corriendo un chicuelo y me entrego una esquela. «Le conté todo a mi hermana y ella exige que me separe de usted —leí—. Estaría por encima de mis fuerzas apenarla con mi desobediencia. Que Dios le dé a usted mucha felicidad, perdónome… ¡Si supiera usted con cuánta amargura lloramos, mamá y yo!»

Luego la oscura avenida de abetos, el cerco caído… Por el campo donde aquella vez florecía el centeno y vociferaban las codornices, ahora vagaban las vacas y los caballos trabados. Allá y acá, sobre las colinas, verdeaba intensamente la sementera de otoño. Invadióme un humor sobrio y prosaico, y sentí vergüenza por todo lo que había hablado en casa de las Volchanínov y volví a sentir el tedio de la vida. Al regresar a casa, hice las maletas y por la noche partí para Petersburgo.

No he vuelto a ver a las Volchanínov. No hace mucho, en el viaje a Crimea, encontréme en el tren con Belokúrov. Igual que antes, vestía una
podiorka
y una camisa bordada, y al preguntarle yo sobre su salud me respondió: «La debo a sus oraciones». Nos pusimos a conversar. Había vendido su finca y comprado otra, más pequeña, a nombre de Lubov Ivánovna. Acerca de las Volchanínov contó poca cosa. Lida, según sus palabras, vivía siempre en Shelkovka y enseñaba a los chicos en la escuela; poco a poco ella logró reunir un círculo de personas que le eran simpáticas y que, llegando a constituir un partido fuerte, en las últimas elecciones del zemstvo desplazaron a Balaguin, que hasta entonces tenía en sus manos a todo el distrito. En lo que atañe a Yenia, Belokúrov sólo podo comunicar que ella no vivía en su casa y que no sabía dónde se encontraba.

Comienzo a olvidar ya la casa del sotabanco, y sólo alguna vez, cuando escribo o leo, de repente, sin causa ninguna, me acuerdo ora de la luz verde en la ventana, ora del ruido de mis pasos que resonaban de noche en el campo, cuando enamorado volvía a mi casa, frotando las manos por el frío. Y con menos frecuencia aun, en momentos cuando me oprime la soledad y estoy triste, empiezo a recordar vagamente y me parece entonces que a mí también alguien me recuerda, me espera y que nos encontraremos…

Missus, ¿dónde estás?
[17]

La cerilla sueca

En la mañana del 6 de octubre de 1885, en el despacho del
stanovoy
(jefe local de policía) del segundo distrito, presentóse un joven bien vestido y manifestó que el corneta retirado de la Guardia, Marko Ivanovich Kliansov, había sido asesinado. Mientras declaraba, el joven estaba pálido y muy agitado. Le temblaban las manos y miraba con ojos horrorizados.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —le preguntó el stanovoy.

—Soy Pieskov, administrador de Kliansov, agrónomo y mecánico.

El stanovoy y los alguaciles que acudieron con Pieskov al lugar del suceso encontraron lo siguiente:

Junto al pabellón en que vivía Khansov se aglomeraba la muchedumbre. La noticia del suceso había recorrido con la rapidez de un relámpago todas las cercanías, y la gente, gracias a ser día festivo, llegaba al pabellón desde todo el contorno del pueblo. Reinaba un rumor sordo. De cuando en cuando se veían fisonomías pálidas y llorosas. La puerta del dormitorio de Kliansov se hallaba cerrada. La llave estaba colocada en la cerradura y por la parte de adentro.

—Por lo visto los asesinos penetraron por la ventana —observó Pieskov al inspeccionar la puerta.

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