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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (11 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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¡Mándale el telegrama, Aliosha! —imploró la generala—. Tú no crees en los conjuros, pero yo los experimenté sobre mí misma. Y aunque no creas en estas cosas ¿por qué no intentarlo? No se te van a atrofiar las manos por eso.

—Está bien —consintió Buldeiev—. Tal como estoy, soy capaz de mandarle un telegrama no sólo a un empleado de Hacienda sino al mismo demonio… ¡Oh, no aguanto más! Bueno, ¿dónde vive ese hombre? ¿Cómo hay que escribirle?

El general se sentó a la mesa y tomó la pluma.

—En Saratov lo conocen hasta los perros —dijo el mayordomo—. Sírvase escribir, excelencia, a la ciudad de Saratov… A su señoría Iakov Vasilich… Vasilich…

—¿Y bien?

—Vasilich… Iakov Vasilich… y el apellido es… ¡Me olvidé el apellido! ¡Vasilich!… ¡Diablos! ¿Cómo es su apellido? Cuando venía para acá, recordaba… Espere…

Iván Evseich levantó los ojos hacia el cielo raso y se puso a mover los labios. Buldeiev y la generala esperaban con impaciencia.

—¿Entonces? ¡Piénsalo pronto!

—Un momento… Vasilich… Iakov Vasilich… ¡Me olvidé! Es un apellido simple… como de caballo… ¿Caballero? No, Caballero no es… Espere… ¿Será Alazano? Tampoco. Recuerdo que es algo de caballo, pero cómo es, se me fue de la cabeza…

—¿Tordillo?

—No, no. Espere… Jaco… Jamelgo… Sabueso…

—Este es un apellido de perro y no de caballo. ¿No será Crin?

—No, Crin no es. Caballo… Cavallo… Cavalo… Nada de eso…

—¿Y cómo entonces le voy a escribir? ¡Piénsalo bien!

—Ahora… Casco… Potro… Bayo…

—¿Leoncavallo? —preguntó la generala.

—No, señora. Carreras… Tampoco. ¡Me olvidé!

—¿Para qué diablos te metes entonces con tus consejos, si no te acuerdas de nada? —se enojó el general—. ¡Vete de aquí!

Iván Evseich salió lentamente, mientras el general se agarraba la mejilla y se ponía a andar por las habitaciones.

—¡Ay, señor! —gemía—. ¡Ay, madre mía! ¡Esto es peor que el infierno!

El mayordomo salió al jardín, levantó los ojos hacia el cielo y trató de recordar el apellido del oficinista:

—Corcel… Cuadrúpedo… Rocín… No, no es. Yugo… Cincha… Rienda…

Poco tiempo después lo llamaron.

—¿Recordaste? —le preguntó el general.

—Todavía no, excelencia.

—¿Quizás, Tropero? ¿Anca? ¿No?

Y todos en la casa, a cual más y mejor, se dedicaron a inventar apellidos.

Recordaron todas las edades, géneros y razas de los caballos; examinaron la crin, las pezuñas y los arneses… En la casa, en el jardín, en las dependencias de servicio y en la cocina la gente andaba de un rincón a otro y, rascándose la frente, buscaban el apellido…

A cada momento, llamaban al mayordomo desde la casa.

—¿Tropilla? —le iban preguntando—. ¿Galope? ¿Pezuña?

—No, no es —respondía Iván Evseich y, levantando los ojos, continuaba pensando en voz alta—: Overo… Pío… Zaino…

—¡Papá! —llegaban los gritos desde el cuarto de los niños—. ¡Troikin! ¡Cuadriga!

Toda la heredad se vio alborotada. El agotado e impaciente general prometió compensar con cinco rublos a quien diese con el necesario apellido, y una multitud asediaba al mayordomo.

—¡Trotín! —le decían—. ¡Montura!

Llegó la noche, pero el apellido no fue encontrado todavía y la gente de la casa se fue a dormir sin haber enviado el telegrama.

El general no pegó los ojos en toda la noche; andaba de un rincón a otro, gimiendo… A las tres de la madrugada, salió de la casa y golpeó en la ventana del mayordomo.

—¿No será Pegaso? —preguntó con voz llorosa.

—No, excelencia, Pegaso no es —contestó Iván Evseich con un suspiro culpable.

¡Puede ser que no sea un apellido de caballo sino de alguna otra cosa!

—Mi palabra, excelencia, que es de caballo… Esto lo recuerdo muy bien.

—¡Qué desmemoriado que eres, amigo! Para mí este apellido es ahora lo más importante del mundo. ¡El dolor me tiene loco!

Por la mañana el general mandó llamar al médico.

—¡Que me la saquen! —decidió—. No aguanto más…

Llegó el doctor y le extrajo la muela enferma. El dolor disminuyó rápidamente y el general se sintió más tranquilo. Cumplida su tarea y cobrados los honorarios, el médico subió a la carretela y partió para su casa. En el campo se encontró con el mayordomo… Éste estaba de pie, a la vera del camino y, concentrado en sus pensamientos, miraba distraídamente sus zapatos. A juzgar por las arrugas que surcaban su frente y por la expresión de sus ojos, aquellos pensamientos eran tensos, mortificantes.

—Remo… Silla… —farfullaba—. Arnés… Recado…

—¡Iván Evseich! —lo llamó el médico—. ¿No puedes venderme, querido, unas cinco cuartillas de avena? Nuestros mujiks suelen venderme avena, pero es muy mala…

El mayordomo miró tontamente al doctor, esbozó una media sonrisa salvaje y, sin responder una sola palabra, alzó los brazos y a continuación echó a correr hacia la casa con tal rapidez como si lo persiguiera el diablo.

—¡Ya lo tengo, excelencia! —gritó con la voz alterada por la alegría, al entrar volando en el despacho del general—. ¡Ya lo tengo, que Dios dé mucha salud al doctor! ¡Avena! ¡Avena es el apellido del empleado! ¡Avena, excelencia!… ¡Mande el telegrama al señor Avena!

—¡Toma! —dijo el general con desprecio e hizo dos gestos obscenos ante la cara del mayordomo—. No necesito ahora tu apellido de caballo. ¡Toma!

Una apuesta

Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible e inmoral para los estados cristianos. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.

—No estoy de acuerdo —dijo el dueño de la casa—. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?

—Uno y otro son igualmente inmorales —observó alguien— porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:

—Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.

Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:

—¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.

—Si usted habla en serio —respondió el jurista— apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.

—¿Quince? ¡Está bien! —exclamó el banquero—. Señores, pongo dos millones.

—De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad —dijo el jurista.

¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero, que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a costa del jurista y le decía:

—Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar. No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de usted!

Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro, recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:

—¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por el dinero…

Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la velada descripta. Decidióse que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.

En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos policiales y fantásticos, comedias, etc.

En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer, beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.

En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con ahínco al estudio de los idiomas, la filosofa y la historia. Acometió estas ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido, cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su prisionero una carta que decía así: «Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín. Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi alma porque puedo comprenderlos!». El deseo del recluido fue cumplido. El banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.

A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la mesa, inmóvil, y sólo leía el
Evangelio
. Al banquero le pareció extraño que el hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil comprensión. Al
Evangelio
lo sustituyeron luego la historia de las religiones y la teología.

En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Ora se dedicaba a las ciencias naturales, ora pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro de ellos.

El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a las doce horas él obtendrá su libertad. Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente…».

Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.

—¡Maldita apuesta! —farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza—. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!

Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.

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