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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (26 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Se dirigieron a la parte del jardín sobre la que daba la ventana del dormitorio. La ventana, cubierta por un visillo verde y desteñido, tenía un aspecto triste y lúgubre. Un ángulo del visillo aparecía ligeramente doblado, y permitía de este modo ver el interior de la habitación.

—¿Ha mirado alguno de ustedes por la ventana? —preguntó el stanovoy.

—No, señor —contestó el jardinero Efrem, anciano bajito, canoso y con cara de sargento retirado—. No está uno para mirar cuando el espanto le hace temblar el cuerpo.

—¡Ay Marko Ivanovich, Marko Ivanovich! —clamó el stanovoy mientras miraba hacia la ventana—. Ya te decía yo que ibas a terminar mal. Ya te lo decía yo y no me hacías caso. ¡La corrupción no trae buenos resultados!

—Gracias a Efrem —dijo Pieskov—: si no hubiera sido por él no nos habríamos dado cuenta. Él fue el primero a quien se le ocurrió que aquí debía de haber pasado algo. Esta mañana se me presentó y me dijo: «¿Por qué tarda tanto el señor en despertarse? ¡Hace ya una semana que no sale del dormitorio!». En cuanto me lo dijo sentí algo así como si me hubieran dado un hachazo en la cabeza. En el instante se me ocurrió una idea… Desde el sábado pasado no se dejaba ver, y hoy es ya domingo. ¡Hace siete días! ¡Se dice muy pronto!

—Sí, amigo… —suspiró otra vez el stanovoy—. Era un hombre inteligente, culto ¡y tan bueno! Era el primero en todas las reuniones. ¡Pero qué corrompido era el Pobre, que en paz descanse! Yo siempre lo esperaba. ¡Esteban! —gritó el stanovoy dirigiéndose a uno de los alguaciles—: Ve inmediatamente a mi casa y manda a Andrés para que avise en seguida al ispravnik (comisario de distrito). Di que han asesinado a Marko Ivanovich. Y ve a buscar al mismo tiempo al inspector… ¿Hasta cuándo va a estar allí tomando el fresco? Que venga cuanto antes. Luego te vas a avisar al juez instructor Nicolai Ermolech para que acuda inmediatamente. ¡Espera, te daré una carta!

El stanovoy dejó vigilantes alrededor del pabellón, escribió una carta para el juez de instrucción y se marchó a tomar el té a casa del administrador. Al cabo de unos diez minutos estaba sentado en un taburete, mordía cuidadosamente los terrones de azúcar y sorbía el té, ardiente como una brasa.

—¡Ya, ya…! —exclamaba—. ¡Ya, ya…! Noble rico, «amante de los dioses», como decía Pushkin, ¿y qué ha resultado de todo esto? ¡Nada! Bebedor, mujeriego y… ¡Ahí tiene usted…! Lo han asesinado.

Al cabo de dos horas llegó el juez de instrucción. Nicolai Ermolech Chubikov (así se llamaba el juez), anciano, alto, robusto, de unos sesenta años, desempeñaba su cargo hacía ya un cuarto de siglo. Era célebre en todo el distrito como hombre honrado, inteligente y amante de su profesión. Al lugar del suceso vino también con él su fiel ayudante y escribiente Diukovsky, joven, alto, de uno veintiséis años.

—¿Es posible, señores? —empezó a decir Chubikov al entrar en la habitación de Pieskov, estrechando rápidamente las manos de todos—. ¿Es posible? ¿A Marko Ivanovich lo han asesinado? ¡No, es imposible! ¡Im-po-si-ble!

—Ya lo ve usted… —exclamó suspirando el stanovoy.

—¡Señor, Dios mío! ¡Pero si lo he visto yo el viernes pasado en la feria de Tarabankov! Él y yo estuvimos tomando vodka.

—Pues ya lo ve usted… —volvió a suspirar el stanovoy.

Suspiraron, se horrorizaron, tomaron el té y luego se marcharon hacia el pabellón.

—¡Paso! —gritó el inspector a la multitud.

Al entrar en el pabellón, el juez instructor comenzó, ante todo, a inspeccionar la puerta del dormitorio. La puerta resultó ser de pino, pintada de amarillo, y parecía intacta. No se hallaron señales especiales que pudieran proporcionar algún indicio. Comenzaron a forzar la puerta.

—¡Señores, que se retiren los que estén de más aquí! —dijo el juez de instrucción cuando después de unos cuantos hachazos consiguieron romper la puerta—. Se lo ruego a ustedes en interés de la inspección… ¡Inspector, que no entre nadie aquí!

Chubikov, su ayudante y el stanovoy abrieron la 1ª puerta, e indecisamente, uno tras otro, entraron en el dormitorio. A su vista se presentó el siguiente espectáculo:

Junto a la única ventana había una cama grande con un enorme colchón de plumas. Sobre él se hallaba una manta arrugada. La almohada, con la funda de indiana, estaba en el suelo, también muy arrugada. Encima de la mesita, que aparecía delante de la cama, había dos relojes de plata y una moneda de veinte kopecs, también de plata… Allí mismo encontraron cerillas azufradas. Fuera de la cama, de la mesita y de la única silla, no había otros muebles en el dormitorio. Al mirar debajo de la cama el stanovoy vio un par de docenas de botellas vacías y un gran frasco de vodka. Debajo de la mesita estaba tirada una bota cubierta de polvo. Después de haber lanzado una ojeada por la habitación, el juez instructor frunció el entrecejo y se puso colorado, murmuró apretando los puños.

—Pero ¿dónde está Marko Ivanovich? —preguntó en voz baja Diukovsky.

—Le ruego a usted que no intervenga en esto —respondió severamente Chubikov—. ¡Tengan ustedes la bondad de mirar bien por el suelo! Este es el segundo caso que se me presenta en mi carrera —añadió dirigiéndose al stanovoy y bajando la voz—. En 1870 tuve un caso igual. Usted se acordará seguramente. El asesinato del comerciante Portretov. Allí también pasó lo mismo. Los canallas lo asesinaron y sacaron el cadáver por la ventana… Chubikov se acercó a la ventana y, después de correr el visillo, la empujó ligeramente. La ventana se abrió.

—Se abre, luego no estaba cerrada… ¡Hum! Hay huellas en el alféizar. ¿Lo ve usted? Aquí están las huellas de las rodillas… Alguien ha entrado por aquí… Hace falta inspeccionar, pero muy bien, la ventana.

—En el suelo no hay nada de particular —dijo Diukovsky—. Ni manchas ni rasguños. He encontrado solamente una cerilla sueca apagada, ¡Aquí está! Creo recordar que Marko Ivanovich no fumaba; y en su casa utilizaba cerillas azufradas y no suecas. Esta cerilla nos puede servir de indicio.

—¡Cállese usted, hágame el favor! —exclamó el juez de instrucción haciendo un movimiento con la mano—. ¡Venirnos ahora con una cerilla! No puedo soportar las fantasías ardientes. Mejor sería que registrase bien la cama en lugar de buscar cerillas.

Después de inspeccionar la cama Diukovsky declaró:

—No hay ni una sola mancha de sangre ni de ninguna otra clase… Tampoco hay roturas recientes en el colchón. En la almohada hay huellas de dientes. La manta, en algunas partes, tiene ciertas manchas con olor y sabor de cerveza… El aspecto general del lecho permite suponer que ha habido lucha.

—¡Sin que usted me lo diga sé que ha habido lucha! Nadie le ha preguntado nada de luchas. Antes de buscarlas valdría más…

—Aquí no hay sino una bota, pero no se ve la otra por ninguna parte.

—¿Y qué?

—Pues que lo han estrangulado precisamente cuando se descalzaba. No le dieron tiempo sino de descalzarse un solo pie.

—¡Oh, oh, qué lejos le lleva la fantasía…! ¿Cómo sabe usted que lo han estrangulado?

—En la almohada hay huellas de dientes. La misma almohada aparece muy arrugada y está tirada en el suelo, a unos dos metros y medio de la cama.

—Pero ¿qué historias nos está usted contando? Lo mejor es que nos vayamos al jardín; y a usted le valdría más recorrerlo que estar aquí revolviendo todo esto… Eso lo haré yo sin usted.

Al llegar al jardín comenzó la exploración por buscar en la hierba que estaba pisoteada justamente debajo de la ventana. Una mata de brardana que crecía junto a ella y pegada a la pared aparecía tronchada. Diukovsky consiguió descubrir en ella unas cuantas ramitas rotas y un pedazo de algodón. También encontró algunos finos hilos de lana color azul oscuro.

—¿De qué color era el último traje de Ivanovich? —preguntó Diukovsky a Pieskov.

—De dril amarillo.

—Perfectamente. Los asesinos, entonces, llevaban traje azul.

Cortaron unas cuantas yemas de bardana y las envolvieron muy cuidadosamente en un papel.

En aquel momento llegaron el ispravnik Artsebachev Svistkovsky y el médico Tintinyev. El ispravnik saludó a todos e inmediatamente se dedicó a satisfacer su curiosidad; el médico, alto y muy delgado, con los ojos hundidos, la nariz larga y la barbilla puntiaguda, sin saludar ni preguntar a nadie, se sentó en un tronco, suspiró y dijo:

—¿Conque los servios han vuelto otra vez a agitarse? ¿Qué es lo que quieren? No lo sé. ¡Ay, Austria, Austria! ¿Es esto, acaso, cosa tuya?

La inspección de la ventana por la parte exterior no dio resultados. La de la hierba y matas cercanas a aquélla dieron muchos indicios útiles para la investigación. Diukovsky, por ejemplo, consiguió encontrar en la hierba un reguero de manchas, largo y oscuro, que iba desde la ventana hasta unos metros más allá, a través del jardín. Dicho reguero terminaba debajo de una mata de filas en una mancha grande de color castaño oscuro. También debajo de la misma mata fue hallada una bota, que resultó ser la pareja de la que había en el dormitorio.

—¡Esto es sangre, y de hace mucho tiempo! —dijo Diukovsky mirando las manchas.

El médico, al pronunciar Diukovsky la palabra sangre, se levantó y lánguidamente lanzó una mirada a las manchas.

—Sí, es sangre —murmuró.

—De modo que si hay sangre no fue estrangulado —dijo Chubikov mirando mordazmente a Diukovsky.

—Lo habrán estrangulado en su cuarto, y aquí, temiendo que no estuviera bien muerto, tal vez lo hicieron con arma blanca. La mancha que está debajo de la mata demuestra que el cuerpo permaneció allí bastante tiempo, hasta que los asesinos encontraron el medio de sacarlo del jardín.

—Bien. ¿Y la bota?

—Esta bota me afirma aún más en mi creencia de que lo han matado cuando estaba descalzándose, antes de acostarse. Se habría quitado una sola bota, y la otra, es decir, ésta, pudo descalzársela solamente a medias. Luego ella se desprendió sola al arrastrar hasta aquí el cadáver…

—¡Qué habilidades! —exclamó riéndose Chubikov—. ¡Se le ocurren una tras otra! ¿Cuándo aprenderá usted a no entrometerse con sus suposiciones? ¡Valdría más que en lugar de fantasear se ocupara usted de hacer el análisis de la hierba y de la sangre!

Después de la inspección y de haber sacado el plano del lugar, todo el personal se dirigió a casa del administrador para redactar el informe y para comer. Durante la comida hablaron del suceso.

—El reloj, el dinero y otras cosas están intactos —comenzó a decir Chubikov.

—El asesinato se ha realizado sin fines interesados: tan cierto es esto como que dos y dos son cuatro.

—El asesino debe de ser un hombre inteligente —exclamó, interviniendo, Diukovsky.

—¿De dónde saca usted eso?

—Tengo en mi poder la cerilla sueca, cuyo uso no conocen aún los aldeanos de este país. Esa clase de cerillas la emplean solamente algunos hacendados, pero no todos. No fue uno solo el matador, sino, por lo menos, tres: dos sujetaban a la víctima, y el tercero lo estranguló. Kliansov era muy fuerte y los asesinos debían de saberlo.

—¿De qué podría servirle la fuerza si estaba durmiendo?

—Los asesinos debieron de sorprenderlo cuando se descalzaba. Quitarse las botas no quiere decir estar durmiendo.

—¡No hay que inventar historias! ¡Coma usted y no fantasee!

—Y a mi entender, señor —dijo el jardinero Efrem colocando el samovar encima de la mesa—, este asesinato debe de haberlo cometido Nicolacha.

—Es muy posible —dijo Pieskov.

—¿Y quién es ese Nicolacha?

—El ayuda de cámara del amo, señor —respondió Efrem—. ¿Quién pudo hacerlo sino él? Es un bandido, un bebedor, un mujeriego tan corrompido que… ¡Dios nos libre! El le llevaba al señor el vodka, él lo acostaba… Entonces, ¿quién pudo asesinarlo sino él…? Además… me atrevo a declarar a usía que en una ocasión dijo en la taberna que iba a matar al amo. Todo por Akulka, por una mujer… Es que tenía relaciones con la mujer de un soldado… Al señor le había gustado e hizo todo lo posible para atraerla, y Nicolacha… naturalmente, se enfadó… Ahora está en la cocina, tumbado y completamente borracho. Está llorando… ¡Miente, no le da lástima del señor!

—En efecto, por esa Akulka bien pudo ponerse furioso —dijo Pieskov—. Es mujer de un soldado, pero… no en vano la bautizó Marko Ivanovich con el nombre de Naná. Tiene algo que recuerda a Naná… algo atractivo.

—La conozco… la he visto —dijo el juez instructor sonándose con un pañuelo rojo.

Diukovsky se puso colorado y bajó la vista. El stanovoy golpeó con los dedos en el platillo. El ispravnik comenzó a toser y a buscar algo en su cartera. Solamente al médico, por lo visto, no le produjo impresión alguna el recordar a Akulka y a Naná. El juez instructor ordenó que trajeran a Nicolacha. Éste, mozo joven, de cuello largo, nariz prolongada y llena de pecas, pecho hundido, entró en la habitación: traía puesta una levita del señor. Tenía la cara soñolienta y llorosa. Estaba borracho y apenas se sostenía sobre sus piernas.

—¿Dónde está el señor? —le preguntó Chubikov.

—Lo han asesinado, excelencia.

Dicho esto, Nicolacha parpadeó y comenzó a llorar.

—Sabemos que lo han asesinado; pero ¿dónde está ahora? ¿Dónde está su cuerpo?

—Dicen que lo sacaron por la ventana y lo enterraron en el jardín.

—¡Hum…! Los resultados de la inspección son conocidos ya en la cocina… ¡Muy mal…! Oye, querido, ¿dónde estuviste la noche que mataron al señor? ¿Es decir, el sábado?

Nicolacha levantó la cabeza, estiró el cuello y quedó pensativo.

—No le puedo decir, excelencia —dijo—. Yo estaba un poco bebido y no recuerdo.

—¡Álibi! —exclamó en voz baja Diukovsky, sonriendo y frotándose las manos.

—Muy bien. Pero… ¿por qué hay sangre debajo de la ventana del señor?

Nicolacha volvió a levantar la cabeza y quedó nuevamente pensativo.

—¡Piensa más deprisa! —le dijo el spravnik.

—Enseguida. Esa sangre no es nada, excelencia. Es que he degollado una gallina. Y la he degollado muy sencillamente, como se acostumbra, pero se me escapó de las manos y echó a correr… Por eso hay sangre allí.

Efrem declaró que, efectivamente, Nicolacha degollaba todas las tardes, y en varios sitios, una gallina, pero nadie había visto que una gallina, no degollada por completo, corriese por el jardín.

—¡Álibi! —exclamó sonriéndose Diukovsky.

—¡Y qué álibi más estúpido!

—¿Y has tenido relaciones con Akulka?

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