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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (22 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Sin embargo, los campesinos les tenían un miedo exagerado a las enfermedades. Bastaba una indigestión, una calenturilla, para que la vieja se acostase en la chimenea, se tapase y empezara a decir quejumbrosamente:

—¡Me muero, me muero!

El viejo corría en busca del cura y se le administraban a la enferma los Santos Sacramentos.

Oíase hablar con frecuencia de resfriados, de solitarias, de tumores que se iniciaban en el vientre y llegaban al corazón. Lo que más temor inspiraba eran los resfriados, y por eso se acostumbraba a ir muy abrigado, incluso en verano, y a acostarse en la chimenea.

La vieja iba muy a menudo al hospital, donde decía que tenía cincuenta y ocho años, teniendo, en realidad, setenta. Pensaba que el médico, si se enteraba de su verdadera edad, no querría curarla y le diría que no estaba ya para curarse, sino para morirse. Solía ir al hospital muy de mañana, acompañada de dos o tres nietas, y volver ya de noche, hambrienta y de muy mal humor. Siempre traía pomada y otras medicinas para las niñas. Un día llevó con ella a Nicolás, que tomó durante dos semanas cierto medicamento, en gotas, y notó alguna mejoría.

Conocía a todos los médicos y seudomédicos de treinta kilómetros a la redonda. El día de la Intercesión, el sacerdote, que entraba en todas las casas a bendecir la cruz, le dijo que había en la ciudad un viejo que había sido practicante y curaba muy bien.

—Vaya usted a verle —le aconsejó.

No echó ella el consejo en saco roto. En cuanto cayó la primera nevada se fue a la ciudad, y volvió acompañada de un viejo judío converso, muy enlevitado, de rostro barbudo y surcado por una red de venillas azules. Aquel día trabajaban tres jornaleros en la casa: un viejo sastre, con unas gafas enormes, que, al entrar el judío, estaba ocupado en la confección de un chaleco de trapos, y dos mozalbetes, que estaban poniéndoles remiendos de lana a unas botas de fieltro. Kiriak, que había sido echado por borracho de la casa donde servía, y que a la sazón vivía en la de su familia, estaba sentado, junto al sastre, arreglando la collera del caballo. En el reducido aposento faltaba aire y olía mal. El converso, después de reconocer a Nicolás, mandó aplicarle unas ventosas.

Se las aplicaron. El viejo sastre, Kiriak y las niñas, de pie ante la chimenea, miraban al enfermo y se imaginaban ver huir la enfermedad de su organismo. Nicolás miraba cómo las ventosas iban llenándose de sangre, y se sonreía de placer al sentir, en efecto, que algo se escapaba de dentro de él.

—¿Te alivia? —le decía el sastre—. ¿Te alivia?

El converso le colocó doce ventosas, después otras doce, se tomó una taza de té y se marchó. Nicolás empezó a temblar. Se le puso la cara del tamaño de un puño, los dientes se le pusieron azules. Se tapó con la colcha y con su pelliza, pero siguió sintiendo frío, más frío a cada instante. Al obscurecer le acometió una gran fatiga y rogó que le bajasen al suelo.

—No fume usted —le suplicó al sastre.

Luego se calmó, acurrucado bajo la pelliza, y por la mañana expiró.

IX

¡Qué largo y terrible invierno! Agotado el pan por Navidad, se compraba harina desde entonces.

Kiriak, que vivía con la familia, armaba escándalo todas las noches y hacía temblar en la casa a todo el mundo. Por la mañana estaba avergonzado, se quejaba de dolor de cabeza, y daba lástima. La vaca mugía de hambre en el establo, y María y la vieja sufrían lo que no es decible. Y, para colmo de males, hacía un frío horroroso; el invierno se prolongaba: hubo tempestades de nieve por la Anunciación y aún después.

Pero llegó, al cabo, la primavera. A principios de abril aún eran frías las noches; mas un día, por fin, los arroyos pusiéronse en marcha, los pájaros empezaron sus cantos: el invierno estaba vencido. Las aguas primaverales cubrían el prado y los matorrales de junto al río, y entre Jukov y la otra orilla todo era una inmensa bahía, que surcaban multitud de patos salvajes. Todas las tardes contemplábase algo nuevo y maravilloso en el milagro de fuego y de colores de la puesta del Sol, algo —matices, nubes…— que parecería inventado, fantástico, visto en un cuadro.

Las grullas volaban veloces y gritaban como suplicando que se las siguiese. De pie al borde del precipicio, Olga miraba la bahía, el Sol, la iglesia —brillante, se diría que rejuvenecida—, y lloraba. Sentía un ansia irresistible de irse, no le importaba adónde, aunque fuera al fin del mundo. Se había decidido que se fuese a Moscú, a colocarse otra vez de camarera, y que se fuese con ella Kiriak a colocarse de portero o cosa parecida. ¿Cuándo llegaría el día de la marcha, Virgen Santa?…

Apenas entrado el verano, una mañanita Olga y Sacha, llevando unos envoltorios a la espalda y calzadas con zapatos de madera, salieron de la aldea, María las acompañaba. Kiriak estaba enfermo y había demorado su viaje una semana. Por última vez, Olga se persignó mirando a la iglesia. Pensaba en su marido, pero no lloraba. Se pintaba en su rostro una gran tristeza, que le afeaba en extremo. La pobre mujer había envejecido y adelgazado mucho aquel invierno, había encanecido, su amable sonrisa se había apagado para siempre, su mirada se había tornado opaca, inexpresiva… Dejaba con dolor la aldea. Los campesinos se habían portada muy bien con Nicolás, le habían mandado decir misas delante de sus casas y habían sentido de todo corazón la desgracia. No pocas veces, en el tiempo que había vivido en la aldea, había pensado que la vida de aquella gente era peor que la de las bestias, y había considerado terrible vivir entre ellos. Eran groseros, ruines, sucios, borrachos; no se entendían nunca; andaban siempre a la greña, temerosos y recelosos unos de otros, en su falta de estimación mutua. ¿Quién, sino el mujik, se gastaba en bebida el dinero de la escuela, de la iglesia, y le robaba al vecino, y declaraba en falso, por una botella de aguardiente, y llegaba a veces hasta al incendio en sus venganzas? ¿Quién, sino el mujik, hablaba contra los mujiks en las sesiones del Ayuntamiento y en otras reuniones análogas?… Sí, era terrible vivir entre los campesinos… Y, sin embargo, eran seres humanos, no había nada en su vida a lo que no se le pudiera encontrar justificación. Al fin y al cabo su suerte era bien triste: trabajo duro, que dejaba molido el cuerpo para toda la noche; inviernos crueles, malas cosechas, viviendas angostas…, y ni el menor socorro. ¿Cómo iban a ayudarles los ricos, los fuertes, siendo tan groseros, tan ruines, tan borrachos, injuriándose de una manera tan abominable?

Cualquier chupatintas o cualquier hortera les trataba como a vagabundos y hasta tuteaba a los bailes municipales y eclesiásticos, creyéndose con derecho a ello. ¿Qué ayuda ni qué buen ejemplo podían esperarse de gentes avaras, codiciosas, inmorales, indolentes, que solo iban al campo a ofender, a robar, a atemorizar? Olga se acordaba de lo que sufrían los viejos cuando se condenaba a Kiriak a ser azotado… Y le tenía lástima a aquella gente, la compadecía, y se volvía a cada paso para despedirse, con la mirada, de la aldea.

Cuando las hubo acompañado cosa de tres kilómetros, María se despidió de ellas y, postrándose en tierra, empezó a gritar:

—Otra vez estoy sola, pobre cabeza mía, pobre y desgraciada cabeza…

Durante largo rato siguió lamentándose así. Olga y Sacha, muy lejos ya, la veían aún de rodillas, con la cabeza entre las manos, lanzando al viento sus arrebatadas y dolientes palabras.

Iba ya el Sol bastante alto, y hacía calor. Jukov se había quedado muy atrás. Era grato caminar. Olga y Sacha no tardaron en olvidarse de la aldea y de María. Se sentían felices y las recreaba todo. Ya era un cerro, ya eran los postes del telégrafo, cuya fila se perdía en el horizonte y en cuya altura murmuraban misteriosamente los alambres. Pasaron por cerca de una granja, toda verde, de la que se exhalaba un fresco olor a cáñamo. Debían de vivir allí seres dichosos. Un poco más allá, la blancura del esqueleto de un caballo resaltaba sobre el verdor de un prado. Cantaban las alondras, llamábanse las codornices y lanzaban sus gritos metálicos, semejantes al ruido de un cerrojo.

Al mediodía llegaron Olga y Sacha a una gran aldea, donde se toparon con el viejecito ex cocinero del general Jukov. Tenía calor, y su cabeza roja y calva, brillaba al sol. Olga y él no se reconocieron en el primer momento. Cuando ya se habían cruzado, volvieron ambos la cabeza, y, sin decir una palabra, siguieron su camino. Deteniéndose ante las ventanas abiertas de una casa, que parecía más nueva y rica que las otras, Olga saludó y dijo con voz aguda y lánguida:

—¡Buenos cristianos, una limosnita por el amor de Dios! ¡Vuestros difuntos alcanzarán el reino de los cielos y el reposo eterno!

—¡Buenos cristianos —canturreó Sacha—, una limosnita por el amor de Dios…, aunque sea un centimito!

El carbón ruso

Una hermosa mañana de abril, el conde ruso Tulupov iba en un barco alemán río abajo por el Rin y, por hacer algo, conversaba con un «salchichero». Su interlocutor, un enjuto joven alemán muy compuesto, de fisonomía arrogante y científica, suficiencia personal y unos cuellitos fuertemente almidonados, se presentó como el maestro de minas Arthur Imbs, y con terquedad no cambiaba el tema de la empezada conversación, que ya cansaba al conde, sobre el carbón de piedra ruso.

—El destino de nuestro carbón es muy lamentable, —dijo entre tanto el conde, soltando un suspiro de conocedor científico—. Usted no se puede imaginar: Petersburgo y Moscú viven con carbón inglés, Rusia quema en sus estufas sus lujosos bosques vírgenes, ¡y entre tanto, las entrañas de nuestro sur contienen unas riquezas inagotables!

Imbs movió tristemente la cabeza, graznó con fastidio y solicitó un mapa de Rusia.

Cuando el lacayo trajo el mapa, el conde pasó la uña del meñique por la orilla del Mar de Azov, arañó con la misma uña al lado de Jarkov y dijo:

—Aquí pues… en general… ¿Entiende? ¡¡Todo el sur!!

Imbs quería averiguar con más exactitud cuáles eran esos lugares donde se esconde nuestro carbón, pero el conde no dijo nada definido; señaló desordenadamente con su uña por toda Rusia y una vez incluso, deseando mostrar la rica región del Don, señaló el territorio de Stavropol. El conde ruso, por lo visto, conocía mal la geografía de su patria. Se asombró terriblemente, e incluso expresó incredulidad en su rostro, cuando Imbs le dijo que en Rusia hay montañas de los Cárpatos.

—Yo mismo tengo, sabe, en la región del Don, una granja, —dijo el conde.— Ocho mil
desiatínas
[11]
de tierra. ¡Una hermosa granja! Carbón hay en ésta, imagínese… ¡
eine zahllose… eine oceanische Menge
[12]
! Millones ocultos en la tierra… se pierden en vano… Hace tiempo ya que sueño con dedicarme a esa cuestión. Busco una ocasión… un hombre apropiado. ¡Nosotros en Rusia no tenemos pues especialistas! ¡Un despoblado absoluto!

Empezaron a hablar en general de los especialistas. Hablaron mucho y largo tiempo. La conversación terminó cuando el conde saltó de pronto, como si lo hubieran pinchado, se golpeó la frente y dijo:

—¿Sabe qué? Me alegro mucho de haberme encontrado con usted. ¿No quiere ir a mi granja? ¿Qué tiene que hacer aquí, en Alemania? ¡Aquí hay muchos científicos alemanes, sin contarlo a usted, en cambio en mi granja usted hará una obra! ¡Y qué obra! ¿Quiere? ¡Acepte pronto!

Imbs frunció el ceño, caminó por el camarote de una esquina a la otra y, tras razonar y sopesar, aceptó.

El conde le estrechó la mano y gritó por champagne.

—Bueno, ahora estoy tranquilo —dijo—. Voy a tener carbón.

A la semana Imbs, cargado de libros, planos y esperanzas, iba ya a Rusia, soñando insensatamente con los rublos rusos. En Moscú el conde le dio doscientos rublos, la dirección de la granja y le ordenó ir al sur.

—Vaya y empiece allí. Yo puede ser que llegue en otoño. Escríbame.

Al llegar a la granja de Tulupov, Imbs se instaló en una de las alas, y desde el día después de su llegada se dedicó a «abastecer a Rusia de carbón». A las tres semanas, le envió al conde la primera carta. «Yo ya estudié el carbón de su tierra —escribía después de un largo y tímido preámbulo—, y encontré que, por su baja calidad, no merece que lo extraigan de la tierra. Ni siquiera si fuera tres veces mejor convendría tocarlo. Además de la calidad del carbón, me sorprende la total ausencia de demanda. Su vecino, el productor carbonero Alpatov, tiene preparados quince millones de puds
[13]
. Entre tanto, no hay nadie que le dé siquiera un kopec por pud. El camino que pasa por su granja está construido especialmente para el transporte del carbón de piedra pero en toda su existencia, no ha pasado aún ni un pud por él. Hay que ser deshonesto o demasiado superficial para darle a usted siquiera una gota de esperanza en el éxito. Me atreveré asimismo a agregar que su propiedad está a tal punto arruinada y abandonada que la extracción de carbón —y en general, cualquier innovación, sea cual sea— constituyen un derroche». Al final de todo, el alemán rogaba al conde recomendarlo a otro «Fürsten oder Grafen
[14]
» ruso o enviarle «ein wenig
[15]
» para regresar a Alemania. En espera de la benévola respuesta, Imbs se dedicó a pescar y a cazar codornices al son del caramillo.

La respuesta a esta carta no la recibió Imbs sino el gerente, el polaco Dzierzhinskii. «Y al alemán dígale que él no entiende nada, —escribía el conde en la posdata—. Yo le enseñé su carta a un ingeniero de minas (consejero secreto de Mleev) y ésta provocó risa. Por lo demás, no lo retengo. Que se vaya cuando quiera. Dinero para el camino tiene. Yo le di 200 rublos. Si él gastó en el camino 50, pues entonces le quedarán 150 rublos». Al conocer esta respuesta, Imbs se asustó terriblemente. Se sentó y cubrió de corrido, con su letra alemana, dos hojas de papel de correo. Le rogaba al conde perdonarlo generosamente, porque le había ocultado en la primera carta muchas cosas «muy importantes». Con lágrimas en los ojos y remordimiento de conciencia, escribía que, después del camino de Moscú, cometió la imprudencia de perder a las cartas con Dzierzhinskii los restantes 172 rublos. «Posteriormente, yo le gané a él 250 rublos, pero él no me los da, aunque recibió de mí todo lo que yo perdí, y por eso me atrevo a acudir a su autoridad. Obligue al estimado señor Dzierzhinskii a pagarme siquiera la mitad, para que yo pueda dejar Rusia y no comer en vano de su pan». Mucha agua corrió bajo los puentes, y muchos peces y codornices cazó Imbs, antes de recibir la respuesta a esta segunda carta. Un día, a fines de julio, el polaco entró en su habitación y, tras sentarse en la cama, empezó a recordar en voz alta todas las palabrotas que existen en la lengua alemana.

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