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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (76 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Terminado su cigarro, el nuevo amo salió por unos instantes para volver con una pequeña colchoneta en las manos.

—¡Eh, perro, acércate! —dijo, poniendo la colchoneta en un rincón, al pie del diván—. Echate aquí, duérmete.

Luego apagó el quinqué y se marchó.
Kashtanka
se tendió en la colchoneta y cerró los ojos; de la calle llegó un ladrido que sintió deseos de contestar, pero de pronto, cuando menos lo esperaba, le invadió una oleada de tristeza. Recordó a Luká Alexándrich, a su hijo Fiédiushka, el confortable rinconcito de debajo del banco… Recordó las largas tardes de invierno, cuando el ebanista cepillaba sus maderas o leía en voz alta el periódico y Fiédiushka solía jugar con él… Le agarraba las patas traseras, lo sacaba de debajo del banco y hacía con él tales diabluras, que se le nublaba la vista y llegaba a sentir dolor en todas las articulaciones. Le hacía andar a dos patas, lo convertía en campana, es decir, le tiraba fuertemente del rabo hasta que el animal empezaba a chillar y a ladrar, le daba a oler tabaco… Resultaba verdaderamente horrorosa una de las travesuras de Fiédiushka: ataba a una cuerda un trozo de carne, se lo daba a
Kashtanka
y, cuando éste lo había tragado, entre grandes risas, se lo sacaba del estómago. Y cuanto más vivos eran los recuerdos, tanto más fuertes y lastimeros eran los aullidos de
Kashtanka
.

Pero la fatiga y el calorcillo no tardaron en vencer la tristeza… Quedóse amodorrado. Creyó ver perros que pasaban corriendo; entre otros, vio el lulú con el cual se había encontrado aquel día en la calle, muy lanudo, con una catarata en un ojo y un mechón que le caía junto a la nariz. Fiédiushka, con una barra de hierro en la mano, perseguía al lulú; luego se cubrió de pronto de lanas, ladró alegremente y se fue a reunir con
Kashtanka
. Uno y otro se olisquearon las narices y corrieron a la calle…

III
Una nueva amistad, que resulta muy agradable

Cuando
Kashtanka
se despertó había ya luz y desde la calle llegaban ruidos que únicamente se oyen de día. En la habitación no había ni un alma.
Kashtanka
se estiró, bostezó y, enfadado y sombrío, dio unas vueltas por la pieza. Olisqueó los rincones y los muebles, se asomó a la entrada y no encontró nada interesante. Además de la puerta que daba al recibidor, había otra. Después de pensarlo,
Kashtanka
arañó con ambas patas, la abrió y entró en el cuarto siguiente. Allí, en una cama y cubierto con su manta, dormía un cliente que él identificó con el desconocido de la víspera.

—Rrrr… —gruñó, pero, recordando el festín de la víspera, meneó el rabo y se dedicó a olisquear.

Pasó revista a la ropa y a las botas del desconocido y encontró que olían intensamente a caballo. En el dormitorio había una nueva puerta, que también estaba cerrada.
Kashtanka
arañó en ella, empujó con el pecho, la abrió e instantáneamente advirtió un olor extraño, muy sospechoso. Previendo un desagradable encuentro, sin cesar de gruñir y mirando a un lado y a otro, penetró en un pequeño cuarto, cuyas paredes estaban cubiertas por un papel muy sucio, y se hizo atrás, dominado por el miedo. Había visto algo inesperado y espantoso. Con el cuello y la cabeza casi pegados al suelo, las alas desplegadas y palpando, avanzaba sobre él un ganso de plumaje gris. A un lado, sobre una colchoneta, había un gato blanco; al ver a
Kashtanka
se puso en pie de un salto, encorvó el espinazo y, con la cola tiesa y el pelo erizado, emitió un bufido. El perro se asustó de veras, pero, para disimular el miedo que le dominaba, lanzó un sonoro ladrido y se arrojó sobre el gato. Este encorvó todavía más el espinazo, repitió el bufido y dio a
Kashtanka
un zarpazo en la cabeza. El perro se hizo atrás de un salto, agachóse, alargó hacia el gato el hocico y ladró con voz lastimera; en este tiempo el ganso se le acercó por detrás y le dio un tremendo picotazo en el lomo.
Kashtanka
se arrojó de un salto sobre el gato…

—¿Qué pasa ahí? —se oyó una voz sonora y enfadada, y en el cuarto entró el desconocido de batín y con un cigarro entre los dientes—. ¿Qué significa esto? ¡Cada uno a su sitio!

Se acercó al gato, le dio unas palmadas en el encorvado lomo y dijo:

—¿Qué significa esto,
Fiódor Timoféich
? ¿Os peleabais? ¡Ah, viejo canalla! ¡Échate!

Y, volviéndose hacia el ganso, gritó:

—¡
Iván Ivánich
, a tu sitio!

El gato se acostó dócilmente en su colchoneta y cerró los ojos. A juzgar por la expresión de su cara y sus bigotes, él mismo estaba descontento de haberse acalorado y de enzarzarse en la riña.
Kashtanka
refunfuñó ofendido y el ganso estiró el cuello y empezó a hablar rápidamente, con pasión y vocalizando muy bien, pero sin que se le entendiese nada.

—Bueno, bueno —dijo el amo, bostezando Hay que vivir en paz y buena amistad.

Hizo una caricia a
Kashtanka
y prosiguió:

—Y tú, canelo, no tengas miedo… son buena gente, no te harán nada malo. Pero, espera, ¿cómo te vamos a llamar? Porque no puedes estar sin nombre, amigo.

El desconocido lo pensó y dijo:

—Verás… Te vas a llamar
Tío
… ¿Comprendes? ¡
Tío
!

Y, después de repetir varias veces la palabra «Tío», salió del cuarto.
Kashtanka
se sentó y se dedicó a observar. El gato permanecía inmóvil en la colchoneta, haciendo como que dormía. El ganso, con el cuello estirado, se removía en su sitio sin cesar de hablar, con el calor y la rapidez de antes, en su lenguaje. Parecía un ganso muy inteligente; después de cada parrafada se hacía atrás con un gesto de asombro, como admirado de su propio discurso…
Kashtanka
lo estuvo escuchando un rato, contestó con un «rrrr…» y se dedicó a oler los rincones. En uno de ellos había un pequeño comedero en el que vio guisantes reblandecidos y unas cortezas de pan de centeno mojado en agua. Probó los guisantes, pero no le agradaron; probó las cortezas y le parecieron buenas. El ganso no se enfadó lo más mínimo al ver que un perro desconocido se comía sus alimentos; al contrario, se puso a hablar con más calor todavía, y para demostrar su confianza, se acercó él mismo al comedero y engulló unos cuantos guisantes.

IV
Maravillas y portentos

Poco después volvió el desconocido trayendo un extraño objeto en forma de trapecio. Del travesaño de aquel tosco trapecio de madera colgaba una campana y en él había sujeta una pistola. Del badajo de la campana y del gatillo de la pistola pendían unas cuerdas. El desconocido colocó el trapecio en el centro del cuarto, pasó bastante tiempo desatando y atando, y luego miró al ganso y dijo:

—Tenga la bondad,
Iván Ivánich
.

El ganso se acercó a él y quedó a la expectativa.

—¡Ea! —siguió el desconocido—, empezaremos por el principio. Ante todo, saluda y haz la reverencia. ¡Vivo!

Iván Ivánich
alargó el cuello, lo inclinó a derecha y a izquierda y golpeó el suelo con la pata.

—Muy bien… ¡Ahora muérete!

El ganso se tendió sobre su espalda con las patas en alto. Después de realizar algunos números por el estilo, nada difíciles, el desconocido se llevó las manos a la cabeza, puso una cara de espanto y gritó:

—¡Socorro! ¡Que se quema la casa! ¡Que ardemos!

Iván Ivánich
corrió hacia el trapecio, tomó la cuerda con el pico e hizo sonar la campana.

El desconocido quedó muy satisfecho, pasó la mano por el cuello del ganso y dijo:

—Muy bien,
Iván Ivánich
. Ahora eres un joyero que vende oro y brillantes. Llegas a la tienda y te encuentras con unos ladrones. ¿Qué harías en tal caso?

El ganso agarró con el pico la otra cuerda y dio un tirón, con lo que se produjo un ensordecedor disparo. A
Kashtanka
le había agradado mucho el repicar de la campana, pero el disparo le entusiasmó tanto, que empezó a ladrar y a dar vueltas alrededor del trapecio.

—¡A tu sitio,
Tío
! —gritó el desconocido—. ¡Silencio!

El trabajo de
Iván Ivánich
no había terminado ahí. Durante toda una hora el desconocido le hizo correr alrededor de él, mientras hacía restallar el látigo; el ganso debía saltar barreras y atravesar aros, encabritarse, es decir, sentarse sobre la cola y mover las patas.
Kashtanka
, sin apartar los ojos de
Iván Ivánich
, chillaba de entusiasmo, y en varias ocasiones lo siguió corriendo, con un sonoro ladrido. Cuando el hombre y el ganso se hubieron cansado, el desconocido se limpió el sudor de la frente y gritó:

—¡María, trae a
Javronía Ivánovna
!

Al cabo de un minuto se oía un gruñido…
Kashtanka
dio un respingo, adoptó un aire muy bravo y, por si acaso, se arrimó al desconocido. Se abrió la puerta, se asomó una vieja y, después de decir unas palabras, dejó pasar a un cerdo muy feo. Sin prestar atención alguna a las protestas de
Kashtanka
, el cerdo levantó el hocico y gruñó alegremente. Parecía muy contento de ver a su amo, al gato y a
Iván Ivánich
. Se acercó al minino, le empujó ligeramente con el hocico por debajo de la tripa y luego se puso a hablar con el ganso; en sus movimientos, en su voz y en el temblor del rabo se advertía una gran dosis de bondad.
Kashtanka
comprendió al instante que no merecía la pena gruñir y ladrar a tales sujetos.

El amo retiró el trapecio y gritó:

—¡
¡Fiódor Timoféich
, venga aquí!

El gato se levantó, se estiró perezosamente y con desgana, como quien hace un favor, se acercó al cerdo.

—¡Ea!, empezaremos por la pirámide egipcia dijo el amo. Se entretuvo largo rato en dar explicaciones y luego ordenó: «Uno… dos… ¡tres!»
Iván Ivánich
, al oír la palabra «tres», batió las alas y saltó al lomo del cerdo… Cuando con ayuda de las alas y del cuello logró afirmarse sobre el áspero lomo,
Fiódor Tímoféich
, indolente y perezoso, con franco desprecio y como si todo su arte le importase un bledo, subió al lomo del cerdo y luego, con desgana, saltó sobre el ganso y se colocó en posición vertical sobre las patas traseras. Resultó lo que el desconocido denominaba pirámide egipcia.
Kashtanka
aulló de entusiasmo, pero en este tiempo el viejo gato bostezó y, perdido el equilibrio, se cayó del ganso.
Iván Ivánich
se tambaleó y también se vino abajo. El desconocido gritó, agitando mucho los brazos, y repitió las explicaciones.

Después de una hora de ejercicios perfeccionando la pirámide, el infatigable amo se dedicó a enseñar a
Iván Ivánich
a cabalgar sobre el gato, hizo fumar a éste, etc.

Terminada la lección, el desconocido se limpió el sudor de la frente y salió del cuarto.
Fiódor Timoféich
soltó un desdeñoso bufido, se tumbó en la colchoneta y cerró los ojos.
Iván Ivánich
se dirigió al comedero y el cerdo fue retirado por la vieja.

Las muchas novedades de la jornada hicieron que el tiempo transcurriera para
Kashtanka
insensiblemente; al hacerse la noche fue llevado con su colchoneta al cuarto del sucio empapelado y allí durmió en compañía de
Fiódor Timoféich
y del ganso.

V
¡Talento! ¡Talento!

Transcurrió un mes.

Kashtanka
se había habituado a las sabrosas comidas diarias y a que le llamasen
Tío
. Se habituó también al desconocido y a sus nuevos compañeros de vivienda. La vida se deslizaba como sobre ruedas.

Los días empezaban siempre lo mismo. De ordinario, el primero en despertarse era
Iván Ivánich
, que inmediatamente se acercaba al
Tío
o al gato, estiraba el cuello y comenzaba a hablar con calor, como el que trata de convencer de algo, aunque sus frases seguían siendo tan incomprensibles como antes. En ocasiones levantaba la cabeza y pronunciaba largos monólogos. En un principio
Kashtanka
pensó que el ganso hablaba mucho porque era muy inteligente, pero no tardó en perderle todo el respeto; cuando se le acercaba con sus interminables discursos, no movía ya el rabo, sino que trataba de sacudírselo como se hace con un charlatán importuno que no deja dormir a nadie, y sin la menor ceremonia le respondía: «Rrrr…».

Fiódor Timoféich
era un señor de otro linaje; al despertarse, no emitía ruido alguno, no se movía y ni siquiera abría los ojos. De buena gana no se habría despertado, porque, según todos los síntomas, no tenía apego a la vida. Nada le interesaba, todo lo miraba con indiferencia y desdén, lo despreciaba todo e incluso, a la hora de la comida, hacía ascos a los sabrosos manjares.

Kashtanka
, al despertarse, empezaba a recorrer las habitaciones, oliendo en cada rincón. Sólo el gato y él tenían permiso para andar por todo el piso; el ganso no debía traspasar el umbral del cuarto del empapelado sucio, y
Javronia Ivánovna
vivía fuera, en un cobertizo del patio, y sólo aparecía a la hora de la lección. El amo se despertaba tarde, tomaba el té e inmediatamente se entregaba a sus ejercicios con los animales. Cada día aparecían en la habitación el trapecio, el látigo y los aros, y cada día se repetía lo mismo casi sin variación alguna. La lección duraba de tres a cuatro horas, de modo que a veces
Fiódor Timoféich
llegaba a tambalearse como un borracho,
Iván Ivánich
abría el pico, respirando fatigosamente, y el amo, rojo como un tomate, no cesaba de limpiarse el sudor de la frente.

Las lecciones y la comida hacían los días muy interesantes, pero al llegar la noche venía el aburrimiento. El amo solía salir llevando consigo al ganso y al gato. El
Tío
se quedaba solo, se acostaba en su colchoneta y se entregaba a sus tristes pensamientos… La tristeza le invadía sin que él mismo se diese cuenta, haciéndose cada vez más intensa, lo mismo que la oscuridad de la habitación. Los primeros síntomas eran que el perro perdía por completo los deseos de ladrar, de comer, de recorrer las habitaciones y hasta de mirar a nada; luego en su imaginación aparecían dos figuras confusas, que no sabría decir si eran perros o personas, de fisonomía agradable y simpática, aunque no acababa de identificarlas. Cuando se le presentaban, el
Tío
meneaba el rabo; le parecía haber visto y querido a aquellos seres en otro lugar… Y al dormirse, siempre sentía que de esas figuras emanaba un olor a cola, a virutas y a barniz.

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