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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (72 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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La cosa estaba clara: la chica le había hecho una broma. Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche, lejos de la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en la calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona inteligente y respetable como él se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que ahora se ríen hasta los escolares? ¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué dirán sus colegas cuando se enteren? Así pensaba Stártsev, deambulando en el club por entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.

Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón, con chaquetilla de terciopelo. Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa, templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón, y siguió el camino hacia el cementerio a pie. «Cada uno tiene sus rarezas —pensaba—, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una broma y viene de verdad».

Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la entrada… Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: «Y llegará la hora». Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se extendían hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba se percibe la presencia de un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas llegaba un hálito de perdón, tristeza y paz.

Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados. Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo observaba, pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda angustia del no existir…

El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.

… Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento se hacía insoportable…

Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y de pronto, todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada —todo estaba a oscuras como en las noches de otoño—, luego anduvo cosa de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.

—Estoy cansado, casi no me tengo en pie —le dijo a Panteleimón.

Y sentándose con placer en el carruaje pensó: «¡Oh, no hay que engordar!»

III

Al día siguiente por la tarde, se dirigió a casa de los Turkin con el fin de declararse. Pero le resultó incómodo hacerlo, porque Ekaterina Ivánovna estaba con el peluquero. Se estaba arreglando para ir al club, a una fiesta.

De nuevo se quedó largo rato esperando en el comedor, tomando té. Iván Petróvich, al ver que el invitado estaba pensativo y se aburría, sacó de un bolsillo de su chaleco unos papelitos y le leyó una carta divertida de su administrador alemán que le informaba de la marcha de sus propiedades, en un lenguaje pretendidamente culto y estrafalario.

«Seguro que la dote no será pequeña», pensaba Stártsev escuchando distraído.

Después de una noche en blanco se encontraba embotado, como si lo hubieran llenado de un somnífero; tenía el ánimo nebuloso pero alegre, cálido, aunque al mismo tiempo, un fragmento frío y pesado, en su mente repetía y volvía a repetir.

«¡Frénate antes de que sea tarde! ¿Qué pareja es para ti? Es una niña mimada, caprichosa, duerme hasta las dos; en cambio tú eres un hijo de diácono, un médico rural…».

«Bueno ¿y qué? —se contestaba—. ¿Qué más da?»

«Además, si te casas con ella —proseguía la parte fría de su ser—, su familia te obligará a dejar el trabajo en el campo y a vivir en la ciudad».

«Bueno ¿y qué? —pensaba—. Si hay que vivir en la ciudad que así sea. Con la dote nos instalamos como debe ser…».

Por fin entró Ekaterina Ivánovna. Llevaba un traje de gala, escotado; graciosa, pulcra. Stártsev quedó prendado; tal fue su entusiasmo que no pudo pronunciar ni una sola palabra: tenía sus ojos clavados en ella y sonreía.

La muchacha se despidió y él —ya nada lo retenía allí— se levantó diciendo que era hora de irse pues le esperaban los enfermos.

—Qué le vamos a hacer —dijo Iván Petróvich—, vaya usted, de paso acerca a Katia hasta el club.

Afuera caían algunas gotas, estaba muy oscuro, y sólo por la tos ronca de Panteleimón podía adivinarse dónde estaban los caballos. Levantaron la capota del coche.

Se pusieron en marcha.

—Ayer estuve en el cementerio —empezó diciendo Stártsev—. Qué cruel y despiadado de su parte…

—¿Estuvo usted en el cementerio?

—Sí, estuve allí y la esperé casi hasta las dos. No sabe usted lo que sufrí…

—Pues sufra usted, si no entiende las bromas.

Ekaterina Ivánovna, satisfecha de la astuta broma que le había gastado a su enamorado y de lo mucho que se la quería, se puso a reír. Pero, de pronto gritó del susto, pues en este mismo instante los caballos hicieron un movimiento brusco hacia las puertas del club y el coche se ladeó. Stártsev abrazó a Ekaterina Ivánovna por el talle, ella asustada, se apretó contra él, y Stártsev, que no pudo contenerse, la besó con pasión en los labios, en la barbilla y la abrazó con más fuerza.

—Basta —dijo la muchacha en tono cortante.

Y casi de inmediato ya no estaba en el coche. El guardia que se encontraba junto a la entrada iluminada del club gritó con voz repugnante al cochero Panteleimón:

—¿Qué haces ahí pasmado? ¡Sigue para adelante!

Stártsev se dirigió a casa, pero pronto volvió. Vestido con un frac que le habían prestado y una corbata blanca que quería escaparse del cuello, a medianoche se encontraba sentado en el salón del club y decía con pasión a Ekaterina Ivánovna:

—¡Oh, qué poco saben aquellos que nunca han amado! Creo que nadie todavía ha podido descubrir con fidelidad el amor, y difícilmente será posible describir este sentimiento sutil, feliz y atormentado. El que lo ha experimentado aunque sea sólo una vez no podrá expresarlo con palabras. ¿Para qué los prólogos, las explicaciones? ¿Para qué la inútil elocuencia? Mi amor no tiene límites… Le ruego, se lo imploro —logró por fin decir Stártsev—, ¡sea mi esposa!

—Dmitri Iónich —dijo después de pensar un momento Ekaterina Ivánovna en tono serio—, Dmitri Iónich, me siento profundamente agradecida por el honor que usted me concede, yo le respeto, pero… —se levantó y prosiguió de pie—, pero, ruego que me disculpe, no puedo ser su mujer. Hablemos en serio. Dmitri Iónich, usted sabe que lo que más quiero en la vida es el arte; amo con locura, adoro la música, y a ella he consagrado mi vida. Quiero ser una artista, quiero alcanzar la gloria, grandes éxitos, la libertad. Y lo que usted pretende es que siga viviendo en esta ciudad, que continúe llevando esta vida vacía e inútil que ya no soporto más. Convertirme en esposa, ¡oh, no, discúlpeme! La persona debe aspirar a algo superior, esplendoroso; en cambio, la vida familiar me encadenaría para el resto de mi vida. Dmitri Iónich, es usted un hombre bueno, respetable, inteligente, es usted el mejor… —se le llenaron de lágrimas los ojos—, comprendo con toda mi alma sus sentimientos, pero entiéndame usted también a mí…

Y para no echarse a llorar, se dio vuelta y salió apresuradamente del salón.

El corazón de Stártsev latía violentamente. Al salir del club a la calle se arrancó el duro corbatín y respiró a pleno pulmón. Estaba avergonzado y se sentía ofendido en su orgullo; no esperaba la negativa y no podía hacerse a la idea de que todos sus sueños, sufrimientos y aspiraciones le hubieran llevado a un final tan estúpido, igual que en una breve obra de aficionados. Y sentía pena de sus sentimientos, de su amor; tanta era la lástima, que tuvo ganas de ponerse a llorar o de dar un paraguazo con todas sus fuerzas en las espaldas de Panteleimón.

Durante tres días las cosas se le caían de las manos, no comía, no dormía. Pero cuando le llegó la noticia de que Ekaterina Ivánovna se había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y su vida volvió a la normalidad.

Tiempo después, cuando a veces se acordaba de cómo se pasó media noche en el cementerio o de cómo se recorrió toda la ciudad en busca de un frac, se estiraba perezoso y se decía:

—¡Cuánta guerra me dio la muchacha!

IV

Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran clientela. Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a ver sus pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en una troika con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche. Estaba más grueso, había echado carnes, andaba lo menos que podía, pues padecía de asma. También Panteleimón estaba más gordo, y cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza suspiraba quejándose de su mala suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en el pescante!

Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero no intimaba con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones, opiniones sobre la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la experiencia le enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome un trago con ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero basta con tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de ciencia, para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una filosofía tan torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a llorar o irse por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con personas de talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad avanza y que con el tiempo esta prescindirá de los pasaportes y de la pena de muerte, el hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: «O sea que, entonces, ¿todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le parezca?». Y cuando Stártsev decía en un grupo —durante alguna cena o un té— que hacía falta trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces todos se lo tomaban como una alusión personal, se enfadaban y se ponían a discutir agresivos. Por lo demás, la gente no hacía nada, decididamente nada, no se interesaba por nada y por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse un tema de conversación con ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo tomaba sus tragos y jugaba a las cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, el hombre se sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el plato; todo lo que se decía en ese rato no tenía interés alguno, era injusto, estúpido. El se sentía irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco silencio y su mirada clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar «el polaco enfurruñado», aunque nunca había sido polaco.

Se abstenía de diversiones tales como el teatro o los conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas, y lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a poco, que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había ganado con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus bolsillos —de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso o aceite de pescado— alcanzaban los setenta, rublos; y cuando reunía varios cientos los llevaba a la Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una cuenta corriente.

En los cuatro años que pasaron desde la partida de Ekaterina Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue por invitación de Vera Lósifovna, quien seguía curándose de los dolores de cabeza. Ekaterina Ivánovna venía cada verano a descansar con sus padres, pero no la vio ni una sola vez.

Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y tibia, le trajeron una carta. Vera Lósifovna le escribía a Dmitri Iónich, que lo añoraba mucho; le rogaba que viniera sin falta a su casa y aligerara sus penas y que, por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase siguiente: «Yo también me sumo al ruego de mamá. E.».

Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a casa de los Turkin.

—¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? —lo recibió Iván Petróvich sonriendo sólo con los ojos—. Que tenga un
bonjour
.

Vera Lósifovna, ya muy envejecida, con cabellos blancos, le estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:

—Querido doctor, no quiere usted hacerme la corte, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la joven, a lo mejor ella tiene más suerte.

¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más hermosa y esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la frescura y la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus gestos había algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya no se sintiera en la suya propia.

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