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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (68 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente la cabeza y decía:

—Claro, todo eso está muy bien; pero… temo las consecuencias.

Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por las circulares, lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en absoluta conformidad con las reglas establecidas; si alguna profesora se paseaba de noche en compañía de un joven, Belikov parecía presa de profunda angustia y le decía a todo el mundo, con trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a sus colegas con sus interminables temores y aprensiones, con su prudencia exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventud escolar, que, según él, se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.

—Eso puede tener consecuencias enojosas —decía lleno de espanto—. Si las autoridades se enteran de la mala conducta de los colegiales…, ¿comprenden ustedes?… Acaso conviniera expulsar del colegio a Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los demás…

Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus lamentaciones, sus gafas oscuras sobre el rostro menudo y pálido de animalejo espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.

Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello lo llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras a los analfabetos.

II

Burkin tosió, hizo una corta pausa, encendió su pipa apagada, miró a la Luna y continuó:

—Sí, todos éramos personas instruidas, inteligentes, que habíamos leído a Turguenev, a Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay cosas extrañas… Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos con frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con innumerables cerrojos. Y él mismo sometíase a restricciones, a prohibiciones, temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no tenía criada, por temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón, borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los servicios domésticos. Se llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a la puerta de la habitación de Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y murmurando cosas como la siguiente:

—¡Dios mío, cuánta gente sospechosa hay!

Y al decir esto lanzaba un gran suspiro.

La alcoba de Belikov era pequeñísima, y el profesor parecía en ella guardado en una caja. Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda la noche lo atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.

—¡Dios mío, qué ruido! —decía para justificar su mal humor—. ¡Esto es abominable!

Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de casarse!

Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:

—¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!

—¡No, usted bromea! —contestó Iván Ivanovich.

—¡Palabra de honor! Mire usted cómo fue. Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de Geografía e Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo acompañaba su hermana, llamada Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún, muy moreno, con unas manos enormes; sólo con mirarle se adivinaba que tenía voz de bajo, y, en efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío: «bu-bu-bu…». La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta, morena, de ojos negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy apetitosa. Hablaba por los codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias. Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja, ja!

Conocimos a los Kovalenko en un baile que dio el director del colegio con motivo de su cumpleaños. Entre los profesores de aspecto severo, que se conducían incluso en los bailes como si cumpliesen un penoso deber, aquella señorita parecía una Afrodita, surgida de las espumas del mar. Reía, bailaba, animaba el salón con la música de su voz sonora. Nos cantó algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a todos, sin exceptuar a Belikov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo, con una sonrisa suave:

—La lengua ucraniana, por su sonoridad y su melodía, se parece a la lengua griega.

Aquello halagó a Varenka, que empezó a hablarle con énfasis y entusiasmo, de su casa en Ucrania; de su madre, que vivía allí; de las sandías, de los pepinos y de otras exquisiteces que se criaban en su huerto. No se criaban por aquí cosas tan exquisitas.

—¡Y si viera usted qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra bella Ucrania!

Oyendo su conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma idea:

—¡Y si los casáramos! —me dijo, por lo bajo, la mujer del director.

Diríase que hasta aquella noche no habíamos parado mientes en el celibato de Belikov. Estábamos asombrados de no haber pensado hasta entonces en aquel aspecto de su vida íntima. ¿Qué opinión tendría de la mujer? ¿Cómo resolvería tan grave problema? Hasta aquel momento no nos habíamos hecho tales preguntas, acaso creyendo imposible que un hombre que llevaba en todo tiempo chanclas y se ocultaba temeroso en su concha pudiera enamorarse.

—Hace mucho tiempo que él ha pasado de los cuarenta; ella tiene treinta años —añadió la directora—. Creo que se casaría con él muy gustosa.

¡Dios mío, cuántas tonterías, cuántas estupideces se hacen en provincias sólo para pasar el rato; cuántas cosas inútiles, y a veces absurdas, se inventan sin otra razón que no tener qué hacer! ¿Cómo demonios se nos ocurrió la idea de casar a Belikov, a quien ni siquiera se podía uno imaginar en el papel de marido, de padre de familia? Y no obstante, todo el mundo se aplicó con ardor a la realización del proyecto. La directora, la inspectora y las mujeres de los profesores se animaron de pronto, y hasta se embellecieron, como si hubieran encontrado súbitamente un ideal que llenase su vida.

Algunos días después la directora tomó un palco en el teatro e invitó a Belikov y a Varenka. Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía feliz, alegre; él estaba tan abatido y asustado, que diríase que acababa de ser sacado de su casa a tirones.

Transcurridos algunos días más, las señoras se empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e invitase a Belikov y a Varia.

Habíamos adquirido la certidumbre de que Varenka se casaría gustosísima con Belikov, con tanto más motivo cuanto que no era muy feliz en casa de su hermano, que era un buen muchacho, pero tenía la manía de discutir acerca de todo. Hermano y hermana se pasaban la vida entregados a acaloradas discusiones, que ni en la calle interrumpían. He aquí, por ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón robusto, engalanado con una camisa ucraniana bordada, desbordante bajo el sombrero la espesa cabellera, marchaba junto a su hermana, en una mano un paquete de libros, en la otra un grueso bastón, espanto de los perros. Ella también llevaba en la mano unos libros.

—Pero, Miguelito, estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te juro que no lo has leído! —decía ella en voz tan alta, que se le oía desde la otra acera.

—¡Y yo te digo que lo he leído! —gritaba el hermano, golpeando el suelo con el bastón.

—¡Dios mío, no comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una discusión de principios, y debías oírme con calma.

—¡Pero si estoy diciéndote que he leído ese libro y tú te emperras en lo contrario!…

En casa ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que la presencia de personas extrañas los contuviese.

Era muy natural que a Varia la aburriese una vida así. Soñaba con fundar un hogar propio. Además, como ya no era joven, casi había perdido la esperanza de casarse, y aceptaría el matrimonio con cualquiera, aunque fuera con Belikov.

Lo cierto es que se mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba hacer…

Belikov no cambiaba. Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a todos sus demás colegas. Se pasaba horas enteras sin decir esta boca es mía. Varenka le cantaba canciones ucranias, lo miraba soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía en alegres carcajadas:

—¡Ja, ja, ja!

En empeños de amor, sobre todo cuando hay en ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un gran papel. Todos los profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle a Belikov que debía casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; lo felicitábamos, le hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka era bastante guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una finquita. Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo que lo conmovió, le hizo perder la cabeza y lo decidió a casarse.

—Aquél era el momento indicado para despojarle de los chanclos y el paraguas —dijo Iván Ivanovich.

—Eso era imposible, como va usted a ver. Pero déjeme contárselo todo… Pues bien: Belikov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka. Solía visitarme para hablar de ella, de la vida de familia, de la extrema importancia del matrimonio. Casi diariamente iba a casa de los hermanos Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbres. Por el contrario, su decisión de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se puso más delgado y más pálido y parecía aún más metido en su funda.

—Bárbara Savichna me gusta —me decía con su leve sonrisa enfermiza—. Harto se me alcanza que todo hombre debe casarse; pero…, mire usted, todo esto es para mí una gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan inesperado… Hay que pensarlo mucho antes de dar ese paso decisivo…

—¿Para qué pensarlo? —le respondía yo—. ¡Cásese usted, y asunto concluido!

—No; el matrimonio es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que pesar bien todos los deberes que lleva consigo, todas las responsabilidades… De lo contrario, son de temer consecuencias enojosas… Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo… Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su hermano son de una manera de pensar especial… Basta oír sus discusiones… Son demasiado vivas, demasiado violentas… Si me caso con ella, tal vez tenga disgustos. ¡Quién sabe!

Y no se declaraba a Varenka, demorando la declaración todos los días, lo que enojaba mucho a la directora y a nuestras señoras. Seguía siempre reflexionando, sobre los deberes y las responsabilidades que lleva consigo el matrimonio. Sin embargo, se paseaba todos los días con Varenka, acaso considerándolo un deber en su situación. Y todos los días venía a mi casa para hablar más y más de la importancia del paso que se disponía a dar. Probablemente hubiese acabado por decidirse y se hubiera declarado a Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios estúpidos, insensatos, ¡que son tan frecuentes!, si no hubiera sobrevenido un escándalo colosal, como dicen los alemanes.

Conviene advertir que el hermano, Kovalenko, aborrecía a Belikov desde que le fue presentado. «No concibo —decíanos, encogiéndose de hombros— cómo pueden ustedes soportar a este espía, a este tipo repugnante. Es más: no comprendo cómo pueden ustedes vivir en esta madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente. Este colegio no es una institución de instrucción pública; más bien parece un puesto de policía… No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una temporada y luego me marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré a leer y a escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí en compañía de Judas Belikov». ¡Dios mío, qué tipo!

Algunas veces me preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa? ¿Qué se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando en torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa insoportable!»

Naturalmente, evitábamos hablarle del matrimonio que su hermana se disponía a contraer con Belikov. Y cuando la directora le insinuó que convendría casar a su hermana con un hombre tan serio y respetable como Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente. No me gusta meterme en lo que no me importa».

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