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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (97 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Andrei Efímich, que oyó tales palabras, asomó la cabeza desde el zaguán al pabellón y preguntó con voz suave:

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —vociferó Iván Dimítrich, acercándosele con aire amenazador y tiritando febrilmente dentro del batín—. ¿Quieres saber por qué? ¡Ladrón! —masculló con repugnancia, poniendo los labios como para escupirle—. ¡Charlatán! ¡Verdugo!

—Cálmese —respondió Andrei Efímich, sonriendo como quien se disculpa—. Le aseguro que nunca he robado nada. Y en lo demás, exagera usted, probablemente. Veo que está enfadado conmigo. Haga el favor de serenarse, si puede, y dígame con tranquilidad: ¿por qué está usted enojado?

—¿Y por qué me tiene usted aquí?

—Pues porque está usted enfermo.

—Sí, lo estoy. Pero decenas de locos, cientos de locos se pasean tranquilamente por la calle porque la ignorancia de ustedes es incapaz de distinguirlos de los sanos. ¿Por qué razón, estos desdichados y yo debemos estar aquí encerrados por todos, como conejillos de indias? Usted, el practicante, el inspector y toda su canalla son infinitamente más bajos, desde el punto de vista moral, que cualquiera de nosotros. ¿Por qué, pues, debemos permanecer encerrados nosotros y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?

—La moral y la lógica no tienen nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Está encerrado el que han encerrado; y el que no han encerrado se pasea tan ufano por la calle. Y nada más. En el hecho de que yo sea médico y usted alienado, no hay ni moral ni lógica, sino una simple casualidad.

—No entiendo ese embrollo —gruñó sordamente Iván Dimítrich y se sentó en su cama.

Moiseika, a quien Nikita no se había atrevido a registrar en presencia del doctor, colocó sobre su lecho los trozos de pan, los papeles y los huesos recogidos como limosnas; y, todavía temblando de frío, pronunció, como cantando, unas frases en hebreo. Probablemente, se imaginaba haber abierto una tienda.

—Déjeme marcharme —exigió Iván Dimítrich con voz trémula.

—No puedo.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué provecho sacará con que yo le suelte? Váyase. Le detendría la gente o la policía; y volverán a traerle aquí.

—Sí, sí, es verdad —murmuró Iván Dimítrich y se secó la frente—. ¡Es espantoso! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer?

La voz de Iván Dimítrich y su joven e inteligente rostro, gesticulante siempre, agradaron a Andrei Efímich, que se sintió impelido a consolar al loco y a aplacarlo. Sentándose junto a él en la cama, pensó un instante y dijo:

—¿Qué hacer? ¿Eso pregunta usted? En su situación, lo mejor sería escaparse de aquí. Pero, por desgracia, resultaría inútil, porque le atraparían. La sociedad es invencible cuando se preserva de delincuentes, alienados y gente molesta en general. Le queda a usted solamente una solución: tranquilizarse pensando que su estancia aquí es necesaria.

—Nadie la necesita.

—Si existen las cárceles y los manicomios, alguien debe haber en ellos. Si no es usted, seré yo o un tercero. En un futuro muy lejano, cuando dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá rejas ni batines. Pero esa época tardará.

Iván Dimítrich sonrió burlón.

—Está usted de broma —dijo, entornando los ojos—. Señores como usted o como su ayudante Nikita se preocupan muy poco del futuro; pero puede tener la seguridad, caballero, de que vendrán mejores tiempos. Yo me expresaré mal, y usted se reirá de mí; pero brillará la aurora de una nueva vida, triunfará la razón, y habrá fiesta en nuestra calle. Yo no lo veré, me moriré antes; pero lo verán nuestros descendientes. ¡Les saludo de todo corazón y me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!

Iván Dimítrich, fulgurantes los ojos, se levantó; y, extendiendo un brazo hacia la ventana, continuó con voz trémula:

—¡Desde detrás de estas rejas, yo os bendigo! ¡Viva la razón! ¡Me alegro por vosotros!

—No veo tanto motivo para alegrarse —dijo Andrei Efímich a quien el movimiento de Iván Dimítrich le había parecido teatral, aunque no dejó de gustarle—. No habrá cárceles ni manicomios, y la razón triunfará, según ha manifestado usted; pero la esencia de las cosas no cambiará, y las leyes de la naturaleza seguirán siendo las mismas. La gente enfermará, envejecerá y morirá como hasta ahora. Por muy majestuosa que sea la aurora que ilumine su vida, en fin de cuentas le meterán en un ataúd y le enterrarán en un hoyo.

—¿Y la inmortalidad?

—¡Bah!

—¿No cree usted en ella? Pues yo creo. No sé si ha sido Dostoievski o Voltaire quien ha dicho que si no hubiera Dios, lo inventarían los hombres. Y yo estoy profundamente convencido de que si no existe la inmortalidad la inventará, tarde o temprano, el gran entendimiento humano.

—Bien dicho —replicó Andrei Efímich, sonriendo satisfecho—. Me parece muy bien que crea usted. Con esa fe puede vivir en el mejor de los mundos hasta un hombre emparedado. ¿Ha hecho usted estudios?

—Sí. Estudié en la universidad; pero no terminé la carrera.

—Es usted persona inteligente y reflexiva; y en cualquier situación puede hallar consuelo en sí mismo. Un entendimiento libre y profundo que tiende a la interpretación de la vida, y un total desprecio a la estúpida vanidad del mundo: he aquí dos bienes que mejores no los conoce el hombre. Usted puede poseerlos, aunque se halle detrás de tres rejas. Diógenes vivía en un barril y era más feliz que todos los reyes de la tierra.

—Ese Diógenes era un animal —masculló, sombrío, Iván Dimítrich—. ¿A qué me viene usted con Diógenes ni con interpretaciones? —levantóse, indignado—. ¡Yo amo la vida, la amo con pasión! Tengo manía persecutoria, un temor permanente y torturador; pero hay momentos en que se apodera de mí la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia enorme de vivir!

Alterado y nervioso, recorrió el pabellón; y agregó, bajando la voz:

—Cuando sueño me visitan espectros. Se me presentan unos hombres extraños; oigo voces, música; me parece que estoy paseando por un bosque, por la orilla del mar; y me entra tal ansia de tener preocupaciones y quehaceres… Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? ¿Qué hay de nuevo?

—¿Se refiere usted a la ciudad o habla en general?

—Cuénteme primero lo que haya en la ciudad; y luego, en general.

—Pues, ¿qué quiere que le diga? La ciudad sigue siendo fastidiosamente aburrida… No hay a quién decir una palabra ni de quién oírla. Tampoco hay gente nueva. Aunque, para ser preciso, debo decirle que hace poco ha venido el joven doctor Jobotov.

—Vino cuando yo estaba todavía en libertad. Será un cínico, ¿no?

—Pues sí. Es hombre de poca cultura. Resulta cosa extraña, ¿sabe?. A juzgar por todos los síntomas, en nuestras capitales no se observa un estancamiento intelectual, antes bien se nota un progreso. Por consiguiente, debe haber allí personas auténticas; pero, por no se qué razón, siempre nos mandan gente que no vale la pena de mirarla. ¡Qué ciudad tan desdichada!

—Desdichadísima —suspiró Iván Dimítrich; y sonrió—. ¿Y cómo van las cosas en general? ¿Qué escriben los periódicos y las revistas?

El pabellón estaba ya oscuro. El doctor se levantó; y se puso a contar lo que se escribía en el extranjero y en Rusia, y a describir las tendencias ideológicas que se observaban. Iván Dimítrich le oía con atención, haciendo preguntas de cuando en cuando; pero de pronto, como si recordase algo horroroso, se agarró la cabeza con las dos manos y se tendió en la cama, de espaldas al doctor.

—¿Qué le pasa? —inquirió éste.

—No volverá usted a oír una sola palabra mía —respondió, rudamente, el loco—. ¡Déjeme en paz!

—Pero ¿por qué?

—Le digo que me deje en paz, ¡qué diablo!

Andrei Efímich se encogió de hombros, suspiró y abandonó el pabellón. Al pasar por el zaguán dijo al guarda:

—Nikita, estaría bien limpiar un poco esto… ¡Hay un olor terrible!

—A sus órdenes, señor.

«¡Qué joven tan agradable! —iba pensando el médico camino de su domicilio—. Desde que vivo aquí creo que es la primera persona con quien se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por las cosas de peso».

Mientras leía y, luego, al acostarse, no dejó de pensar en Iván Dimítrich. Y al despertarse a la mañana siguiente, recordó que la víspera había conocido a un joven inteligente e interesante, decidiendo ir a visitarle en la primera ocasión.

X

Iván Dimítrich estaba tendido en la misma posición que el día anterior, con la cabeza entre las manos y las piernas encogidas. La cara no se le veía.

—Buenas tardes, amigo —le saludó Andrei Efímich entrando—. ¿No duerme usted?

—En primer lugar, yo no soy su amigo —replicó Iván Dimítrich, con la cara hundida en la almohada—. Y en segundo, es inútil que se empeñe: no me sacará usted una sola palabra.

—Es extraño —murmuró el doctor confundido—. Ayer estábamos charlando tan tranquilamente; y de pronto se enfadó usted e interrumpió la conversación… Quizá le disgustaría alguna de mis expresiones, o acaso yo dijera algo contrario a sus ideas…

—¡Como que se cree usted que va a engañarme! —dijo Iván Dimítrich, incorporándose un poco y mirando al doctor con sorna e inquietud, a un tiempo y con los ojos inyectados en sangre—. Puede marcharse a espiar a otro lado, pues aquí no tiene nada qué hacer. Ayer mismo me di cuenta de por qué viene.

—Extraña fantasía —sonrió Andrei Efímich—. ¿De modo que usted me cree un espía?

—Si, lo creo… Un espía o un médico encargado de examinarme. Para el caso es lo mismo.

—¡Oh, qué… qué raro es usted! Y dispense la expresión…

El doctor sentóse en un taburete, junto a la cama; y movió la cabeza en son de reproche.

—Bueno —prosiguió—. Admitamos que lleva usted razón; que yo vengo a cazar arteramente sus palabras para delatarle a la policía; que le detienen y le condenan. ¿Es que, acaso, en el tribunal o en la cárcel va usted a estar peor que aquí? E incluso si le deportan o le mandan a trabajos forzados, ¿será peor su situación que en este pabellón? Creo que no será peor. ¿Qué motivo hay, pues, para temer?

A lo que se ve, estas palabras influyeron en el ánimo de Iván Dimítrich, que se sentó, calmado.

Eran más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich solía recorrer sus habitaciones y Dariushka le preguntaba si no había llegado el momento de tomarse la cerveza. El tiempo era claro y apacible.

—Después de almorzar, salí a dar un paseo; y de camino he venido por aquí, como usted ve —continuó—. Hace un tiempo verdaderamente primaveral.

—¿En qué mes estamos? ¿En marzo? —interesóse Iván Dimítrich.

—Si, a fines de marzo.

—¿Hay mucho barro en la calle?

—No, no mucho. Ya se puede andar por los senderillos del jardín.

—Buena época para darse un paseo en coche por las afueras de la ciudad —dijo Iván Dimítrich, restregándose los ojos enrojecidos, como si acabara de despertarse—. Darse un paseo por las afueras y después volver a casa, meterse en el gabinete, cómodo y abrigado, y que un buen médico le cure a uno el dolor de cabeza… Hace mucho tiempo que no vivo como las personas. ¡Esto da asco! ¡Es insoportable!

Después de la excitación de la víspera, se mostraba fatigado y débil y hablaba como con desgana. Le temblaban los dedos; y, por su semblante, se notaba que le dolía fuertemente la cabeza.

—Entre un gabinete abrigado y cómodo y este pabellón no hay diferencia alguna —sentenció Andrei Efímich—. La quietud y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en él mismo.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que el hombre corriente busca lo bueno y lo malo fuera de sí mismo, o sea, en un coche o en un gabinete; mientras que el hombre meditativo lo busca en sí mismo.

—Váyase a predicar esa filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas, que aquí no va con el clima. ¿No fue con usted con quien hablé de Diógenes?

—Sí, hablamos ayer.

—Diógenes no necesitaba un gabinete ni un local abrigado; ya sin eso hace bastante calor allí. Con un tonel para meterse y unas cuantas naranjas y aceitunas que comer, basta y sobra. Pero si Diógenes hubiera vivido en Rusia, no digo yo en diciembre, sino hasta en mayo, habría pedido habitación. Vamos, si no quería helarse.

—No. El frío, como todos los dolores, puede no sentirse. Marco Aurelio dijo: «El frío es una noción viva del dolor; haz un esfuerzo de voluntad para modificar esta noción, recházala, deja de quejarte, y el dolor desaparecerá». Es una gran verdad. Un sabio o, sencillamente, un pensador, un meditador, se distingue de los demás en que desprecia el sufrimiento, siempre está satisfecho y de nada se asombra.

—Quiere decirse que yo soy idiota porque sufro, estoy descontento y me asombro de la bajeza humana.

—Hace mal. Reflexione más a menudo; y comprenderá cuán insignificante es todo lo exterior que nos emociona. Hay que tender a la interpretación de la vida. Ahí reside la verdadera bienaventuranza.

—Interpretación… —Iván Dimítrich frunció el ceño—. Interior… exterior… Perdone usted, pero no comprendo nada de eso. Sé tan sólo —y se levantó mirando hoscamente al doctor—, sé tan sólo que Dios me ha hecho de sangre caliente y de nervios… ¡Sí, señor! Y el tejido orgánico, cuando tiene vida, debe reaccionar a toda excitación. ¡Por eso reacciono yo! Contesto al dolor con gritos y lágrimas: a las infamias, con indignación; a las inmundicias, con asco. Eso es lo que, a mi juicio, se llama vida. Cuanto más inferior es el organismo, tanto menos sensible es y tanto menos reacciona a las excitaciones; y, por el contrario, cuanto mayor es su perfección, tanto mayor es su sensibilidad y tanto más enérgica su reacción ante la realidad. ¿Cómo puede ignorarse esto? ¡Médico, y no sabe cosas tan elementales! Para despreciar el sufrimiento, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar a la situación de éste —Iván Dimítrich señaló al
mujik
gordo y adiposo— o haberse templado en el sufrimiento, hasta el punto de perder toda sensibilidad o, dicho de otro modo, dejar de vivir. Perdóneme; no soy ni un sabio ni un filósofo —prosiguió Iván Dimítrich indignado—, y no comprendo nada de esto. No estoy en condiciones de razonar.

—Al contrario. Razona usted admirablemente.

—Los estoicos, de los cuales hace usted una parodia, fueron hombres magníficos; pero su doctrina se petrificó hace ya dos mil años, y no ha avanzado un solo paso ni lo avanzará, porque no es práctica ni viable. Ha gozado de algún predicamento entre una minoría, que se pasa la vida estudiando y probando diversas doctrinas; pero la mayoría no la ha comprendido. Una doctrina que predica la indiferencia hacia la riqueza, las comodidades de la vida, los sufrimientos y la muerte, resulta absolutamente incomprensible para la inmensa mayoría; porque esa mayoría jamás ha conocido ni la riqueza ni las comodidades de la vida; y despreciar los sufrimientos equivaldría, para los más, a despreciar la propia vida, ya que todo el ser del hombre consiste en sensaciones de hambre, de frío, de ofensas, de pérdidas y de un miedo a la muerte, digno de Hamlet. En esas sensaciones reside la vida: puede uno cansarse de ella y hasta odiarla; pero nunca despreciarla. Repito que la doctrina de los estoicos no puede tener ningún porvenir; mientras que, por el contrario, como usted ve, desde el comienzo del siglo hasta ahora progresan la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la facultad de reaccionar a las excitaciones…

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