Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (95 page)

BOOK: Relatos y cuentos
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Felicíteme —suele dirigirse a Iván Dimítrich—. He sido propuesto para la Orden de San Estanislao de segunda clase, con estrella. La segunda clase con estrella se otorga solamente a extranjeros; pero conmigo quieren hacer esta excepción —sonríe y se encoge de hombros como con perplejidad—. Le confieso que no lo esperaba…

—No entiendo una palabra de esas cosas —replica, sombrío, Iván Dimítrich.

—Pero ¿sabe usted lo que conseguiré tarde o temprano? —continúa el exempleado de correos entornando picarescamente los ojos—. Obtendré, sin falta, la Estrella Polar sueca. Una condecoración que vale la pena de gestionarla. Cruz blanca y cinta negra. Resulta muy bonita.

Acaso en ningún sitio será la vida tan monótona como en el pabellón. Por la mañana, los enfermos, a excepción del paralítico y del
mujik
gordo, salen al zaguán, se lavan en una tina y se secan con los faldones de las batas. Después toman en jarros de lata el té que les trae Nikita del pabellón principal. A cada uno le corresponde un jarro. Al medio día comen sopa de col agria y gachas. Y por la noche cenan gachas de las que les quedaron al medio día. Entre comida y comida están tendidos, durmiendo, mirando por la ventana o andando de un rincón a otro. Así todos los días. Para que la monotonía sea mayor, el antiguo empleado de correos habla siempre de las mismas condecoraciones.

Los habitantes del pabellón número seis ven a muy poca gente. El doctor no admite ya más alienados; y hay en este mundo muy pocos aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos meses viene Semión Lazarich, el barbero. No hablaremos de cómo pela a los locos, de cómo le ayuda Nikita en su labor y de cómo se alborotan los pacientes al ver aparecer al barbero, borracho y sonriente.

Nadie más visita el pabellón. Los locos están condenados a ver tan sólo a Nikita.

Sin embargo, últimamente ha corrido por el pabellón principal un rumor harto extraño.

¡Han puesto en circulación el rumor de que el médico ha comenzado a visitar el pabellón número seis!

V

¡Extraño rumor!

El doctor Andrei Efímich Raguin es un hombre notable en su género. Se dice que allá en su juventud era muy devoto, se preparaba para la carrera eclesiástica; y en 1863, al terminar el bachillerato, tuvo intención de ingresar en la Academia de Teología; pero su padre, doctor en medicina y cirujano, lo tomó a risa y declaró, categóricamente, que dejaría de considerarle hijo suyo si se metía a pope. Ignoro hasta qué punto será verdad todo esto; pero el propio Andrei Efímich reconoció más de una vez que jamás tuvo ninguna vocación por la medicina o por las ciencias especiales en general.

Fuese como fuese, lo cierto es que terminó sus estudios de medicina y que no se hizo pope. No se mostraba muy beato, y al principio de su carrera como médico se parecía a un sacerdote tan poco o menos que ahora.

Tiene un aspecto pesado, torpe, de
mujik
. Por su cara, su barba, su pelo liso y su cuerpo fornido y basto, recuerda a un ventero de carretera, harto, inmoderado y brusco. Su cara es rígida, surcada de venillas azules; sus ojos, pequeños; y su nariz roja. Alto de estatura y ancho de hombros, tiene unos brazos y unas piernas enormes. Diríase que al que coja con su puño le sacaría el alma del cuerpo. Pero su pisada es suave y sus andares pausados, cautos. Al encontrarse con alguien en un pasillo estrecho, siempre es el primero en detenerse para dejar paso, y se excusa con blanda voz de tenor, y no de bajo, como uno espera. Una pequeña hinchazón le impide usar cuello almidonado, razón por la cual lleva camisa de percal o de lienzo suave. Su indumentaria no es la de un médico. El mismo traje le dura alrededor de diez años; y la ropa nueva, que compra en la tienda de algún judío, parece tan vieja y arrugada como la anterior. Vestido con la misma levita recibe a los enfermos, almuerza y va de visita. Pero no lo hace por tacañería, sino por descuido hacia su persona.

Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el «establecimiento filantrópico» se hallaba en condiciones horribles. El hedor en los pabellones, en los pasillos y hasta en el patio, hacían difícil la respiración. Los guardas, las enfermeras y sus hijos, dormían en los mismos pabellones que los enfermos. Todos se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía, la erisipela era cosa permanente. Para todo el hospital había únicamente dos escalpelos y ningún termómetro. El cuarto de baño servía de almacén de patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban a los enfermos; y se murmuraba que el antiguo médico, el predecesor de Andrei Efímich, vendía secretamente el alcohol del hospital y había formado un auténtico harén de enfermeras y enfermas. En la ciudad se conocían estas anormalidades e incluso se las exageraba; pero la actitud de todos era de tolerancia. Unos las justificaban afirmando que en el hospital ingresaban sólo gente baja y
mujik
s, los cuales no podían estar insatisfechos, ya que en sus casas vivían mucho peor. ¡No los iban a alimentar con faisanes! Otros buscaban el argumento de que a una ciudad, sin la ayuda de la Diputación provincial, le era imposible costear un buen hospital; y por consiguiente, había que dar gracias a Dios por tener uno, aunque fuera malo. Y la Diputación no abría ningún establecimiento sanitario en la ciudad ni en sus inmediaciones, alegando que ya había un hospital.

Después de inspeccionarlo, Andrei Efímich dedujo que aquel establecimiento era inmoral y nocivo en alto grado para la salud del vecindario. A su entender, lo más inteligente hubiera sido dar libertad a los enfermos y cerrar el hospital. Mas consideró que para ello no bastaba con su voluntad y que, por otra parte, sería inútil, pues al desterrar de un lugar la inmundicia física y moral, ésta se trasladaría a otro. En consecuencia, procedía esperar a que ella, por sí sola, se liquidase. Además, el hecho mismo de que la gente hubiera abierto un hospital y lo tolerase, significaba que le era necesario; los prejuicios y tantas otras porquerías e inmundicias de la vida diaria, eran precisos, porque con el correr del tiempo, se convertían en algo útil, como el estiércol o la tierra negra. No hay en el mundo cosa buena que no provenga de una inmundicia, pensaba él.

Al tomar posesión del cargo, Andrei Efímich pareció ser indiferente a las anomalías del hospital. Limitóse a ordenar a los guardas y a las enfermeras que no pernoctasen en los pabellones; y a colocar dos armarios con instrumental. El inspector, la encargada de la ropa, el practicante y la erisipela de la sección quirúrgica permanecieron en sus puestos.

Andrei Efímich ama extraordinariamente la inteligencia y la honradez, pero para organizar a su alrededor una vida inteligente y honrada le faltan carácter y confianza en sí mismo. No sabe ordenar, prohibir e insistir. Diríase que ha hecho voto de no levantar nunca la voz ni emplear el modo imperativo. Se le hace difícil decir «dame» o «tráeme». Cuando tiene gana de comer, deja oír una tosecilla de indecisión y dice a la cocinera: «Estaría bien tomar un poco de té» o «Me gustaría almorzar». En cambio, se siente sin fuerzas para decir al inspector que deje de robar, o para despedirlo, o para abolir ese cargo, inútil y parasitario. Cuando le engañan, o le adulan, o le traen a la firma una cuenta, falsa a todas luces, Andrei Efímich se pone más colorado que un cangrejo y se siente culpable; pero firma la cuenta. Y si los enfermos se quejan de que pasan hambre o de malos tratos por parte de las enfermeras, él se desconcierta y masculla con aire de culpabilidad:

—Está bien, está bien, ya me informaré… De seguro que se trata de una mala interpretación.

En los primeros tiempos, Andrei Efímich trabajó con enorme celo. Recibía enfermos desde por la mañana hasta la hora del almuerzo; practicaba operaciones y hasta asistía a parturientas. Las señoras decían que adivinaba admirablemente las enfermedades, sobre todo las de mujeres y niños. Pero poco a poco, se fue aburriendo de todo aquello, con su monotonía y su evidente inutilidad. Hoy recibía treinta enfermos, y al día siguiente se le presentaban treinta y cinco, a los dos días, cuarenta; y así, sucesivamente, día tras día y año tras año, sin que en la población descendiese la mortalidad. No había modo humano de atender seriamente a cuarenta enfermos en el curso de una mañana; por consiguiente, aquello era un engaño. Si en un año había recibido a doce mil enfermos, quería decirse, hablando lisa y llanamente, que había engañado a doce mil personas. Tampoco era posible internar a los pacientes graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, porque había reglas y no ciencias; y si, dejando a un lado la filosofía, se atenía a las reglas de un modo formalista, como los demás médicos, para ello necesitaba, en primer término, limpieza y ventilación, en lugar de suciedad: alimentación sana y no
schi
de apestosa col agria; y buenos auxiliares, en vez de ladrones.

Por otra parte, ¿para qué impedir que la gente muriese si la muerte es el fin normal y legítimo de todos y cada uno? ¿Qué se ganaría con que un mercachifle o un chupatintas viviese cinco o diez años más? Considerando que el objeto de la medicina consistía en aliviar los sufrimientos, surgía la pregunta: ¿Y para qué aliviarlos? En primer lugar, se decía que los sufrimientos llevaban al hombre a la perfección; y en segundo, si la humanidad aprendiese a mitigar sus males con píldoras y gotas abandonaría totalmente la religión y la filosofía, en las que hasta entonces encontraba, no sólo un escudo contra las calamidades, sino incluso la felicidad. Pushkin padeció horribles tormentos antes de morir; y el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Qué razón había, pues, para que no aguantasen enfermedades un Andrei Efímich o una Matriona Savishna, cuyas vidas carecían de contenido y resultarían completamente hueras y semejantes a la de la amiba, a no ser por los sufrimientos?

Abrumado por tales reflexiones, Andrei Efímich se desalentó y dejó de ir al hospital diariamente.

VI

Su existencia transcurre del siguiente modo: se levanta alrededor de las ocho, se viste y se desayuna. Luego se sienta a leer en su gabinete o se marcha al hospital. Allí encuentra, en el pasillo, a numerosos enfermos que esperan para la visita. Por su lado pasan, golpeando el suelo de ladrillo con sus botas, guardas y enfermeras. Deambulan escuálidos enfermos cubiertos con batas. Llevan y traen cadáveres y recipientes de basura. Lloran niños. Sopla viento en corriente. Andrei Efímich sabe que este ambiente es horrible para los enfermos con fiebre, los tuberculosos y los impresionables; pero ¿qué se le va a hacer? En el gabinete de visita le espera el practicante Serguei Sergueich, rechoncho, rasurado, carirredondo, de ademanes suaves y finos, con traje nuevo y holgado. Antes parece un senador que un practicante. Tiene en la ciudad una enorme clientela, usa corbata blanca y se cree más competente que el doctor, el cual carece de clientes. En un rincón del gabinete, dentro de un fanal, hay una imagen iluminada por una gran lámpara; junto a ella, un reclinatorio con funda blanca; pendientes de las paredes, retratos de obispos, una vista del monasterio de Sviatogorsk y coronas de florecillas de aciano, ya secas. Serguei Sergueich es muy religioso y amante de la beatitud. La imagen la ha costeado él. Los domingos, cualquier enfermo a quien él se lo ordene, lee en el gabinete una oración; y acto seguido el propio Serguei Sergueich recorre los pabellones con el incensario, sahumándolas una por una.

Como los enfermos son muchos y el tiempo escaso, Andrei Efímich se limita a hacerles unas preguntas y a recetarles cualquier ungüento o aceite de castor. El médico, sentado y con la mejilla apoyada en la mano, como pensativo, pregunta maquinalmente. Serguei Sergueich, también sentado, se frota las manos; y, de tarde en tarde, pronuncia unas palabras.

—Padecemos enfermedades y miserias porque no rezamos como es debido a Dios misericordioso —dice.

En las horas de visita, Andrei Efímich no practica ninguna operación: hace tiempo que se ha desacostumbrado; y la sangre le produce una desazón desagradable. Cuando tiene que abrirle a un niño la boca para verle la garganta y el niño llora y se defiende con las manos, el ruido da vértigo al doctor, y las lágrimas asoman a sus ojos. En tales casos, se apresura a escribir la receta y apremia a la madre para que se lleve pronto a la criatura.

Durante la recepción, le fastidian la timidez y la torpeza de los pacientes, la proximidad del santurrón Serguei Sergueich, los retratos de la pared y hasta sus propias preguntas, que son las mismas desde hace veinte años largos. Y se marcha, después de recibir a cinco o seis enfermos, dejándole los demás al practicante.

Alegre y satisfecho de pensar que, gracias a Dios, no tiene clientes particulares y nadie va a molestarle, Andrei Efímich llega a su casa, toma asiento en el gabinete y se pone a leer. Lee mucho, y siempre con sumo placer. Gasta la mitad del sueldo en literatura: y tres de las seis habitaciones del piso están llenas de revistas y de libros viejos. Prefiere las obras de historia y de filosofía. En cambio, de su especialidad recibe solamente la revista
Vrach
, que siempre comienza a leer por la última página. La lectura se prolonga varias horas, sin hacérsele aburrida. Andrei Efímich no lee tan rápida y vorazmente como en tiempos lo hiciera Iván Dimítrich, sino con lentitud e inspiración, deteniéndose en los pasajes que le agradan o que no comprende. Siempre tiene junto al libro una garrafita de vodka más un pepino en salmuera o una manzana en remojo que, sin plato ni nada, están sobre el tapete de la mesa. Cada media hora, el médico, sin apartar los ojos del libro, se llena una copa de vodka, se la bebe y, también sin mirar, coge el pepino y le da un bocado.

A eso de las tres, se llega cuidadosamente hasta la puerta de la cocina, tose y dice:

—Dariushka: me gustaría almorzar…

Después del almuerzo, bastante malo y desaseado, Andrei Efímich recorre, pensativo, sus habitaciones, con los brazos cruzados. Dan las cuatro, dan las cinco, y él continúa su recorrido y sus meditaciones. Alguna vez rechina la puerta de la cocina y asoma la cara de Dariushka, roja y soñolienta.

—Andrei Efímich, ¿no es la hora de la cerveza? —pregunta, preocupada, la cocinera.

—No, no es todavía la hora. Esperaré… Esperaré…

Ya anochecido, suele acudir el jefe de correos, Mijaíjl Averiánich, la única persona de la ciudad cuya compañía no le resulta fastidiosa al médico. Mijaíl Averiánich fue en tiempos un hacendado muy rico, y sirvió en caballería; pero se arruinó, y la necesidad le obligó, a la vejez, a buscar un trabajo en correos. De aspecto jovial y lozano, exuberantes patillas grises, finos modales y agradable voz recia, es bondadoso y sensible, aunque vehemente. Si en la oficina de correos protesta alguien, o no accede a alguna cosa, o simplemente presenta alguna objeción, Mijaíl Averiánich se pone de color purpúreo, tiembla como un azogado y grita con voz de trueno: «¡Cállese!», de modo que la oficina impone temor a la gente. Mijaíl Averiánich estima y respeta a Andrei Efímich, por su educación y su nobleza. A todos los restantes convecinos los trata y considera como a subordinados.

BOOK: Relatos y cuentos
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Soldier's Story by Blair, Iona
School Days by Robert B. Parker
Brownies by Eileen Wilks
Luxury Model Wife by Downs,Adele
Red Glove by Holly Black