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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (98 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Iván Dimítrich perdió repentinamente el hilo de sus pensamientos, se detuvo y se secó la frente.

—Quería decir algo importante, pero se me ha ido de la cabeza —lamentóse enfadado—. ¿A qué me estaba refiriendo? ¡Ah, sí! Un estoico se vendió en esclavitud para redimir a un semejante. ¿Ve usted? Hasta un estoico reaccionó a la excitación; pues para realizar un acto tan magnánimo como es el del autosacrificio en favor del prójimo, hace falta un alma compasiva y emocionada. En esta cárcel se me ha olvidado todo lo que aprendí: de no ser así, recordaría algunas cosas más. ¿Y si hablamos de Cristo? Cristo respondía a la realidad llorando, sonriendo, apenándose, enfureciéndose. Hasta nostalgia sentía. No afrontaba los sufrimientos con una sonrisa, ni despreciaba la muerte; por el contrario, oró en el huerto de Getsemaní para no tener que apurar el cáliz de la amargura…

Iván Dimítrich se rió y volvió a tomar asiento.

—Admitamos que la tranquilidad y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en su interior —continuó—. Admitamos que hay que despreciar los sufrimientos y no asombrarse de nada. ¿Con qué fundamento predica usted todo eso? ¿Es usted un sabio? ¿Un filósofo?

—No; no soy un filósofo: pero eso debe predicarlo cada cual, porque es razonable.

—Lo que quiero saber es por qué se considera usted competente en lo que respecta a la interpretación de la vida, al desprecio de los sufrimientos, etcétera. ¿Es que usted ha sufrido alguna vez? ¿Tiene alguna noción del sufrimiento? Permítame una pregunta: ¿le pegaban a usted cuando niño?

—No. Mis padres sentían horror por los castigos corporales.

—Pues mi padre me pegaba sin compasión. Era un funcionario rudo, hemorroidal, de nariz larga y cuello amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida, nadie le ha tocado el pelo de la ropa, ni le ha asustado. Tiene usted la salud de un toro. Creció bajo las alas de su padre; estudió por cuenta de él; e inmediatamente le cayó en suerte un puesto bueno. Ha vivido más de veinte años sin pagar casa, con calefacción, con luz, con sirvienta, con derecho a trabajar lo que quisiera e incluso a no hacer nada. Por naturaleza, es usted perezoso, vago; y ha procurado organizar su existencia de modo que nadie le moleste ni le haga moverse. Ha puesto todos los asuntos en manos del practicante y de otros canallas; y usted, mientras tanto, sentado en una habitación cálida y silenciosa, juntando dinero, leyendo libros, deleitándose en meditaciones sobre estupideces muy elevadas y (aquí Iván Dimítrich miró la roja nariz del doctor) empinando el codo. Dicho en otras palabras, no ha visto usted la vida, ni la conoce en absoluto; y de la realidad no tiene sino una noción teórica. Si desprecia los sufrimientos y de nada se asombra, es por un motivo muy simple: la vanidad de vanidades, lo externo y lo interno, el desprecio a la vida, a los sufrimientos y a la muerte, la interpretación y la verdadera bienaventuranza, son mera filosofía más grata para el zángano ruso. Usted ve, por ejemplo, a un
mujik
pegándole a su mujer. ¿Para qué inmiscuirse? Que le pegue: al fin y al cabo, los dos se morirán, tarde o temprano; y, además, el que pega no ofende a su víctima, sino a sí mismo. Emborracharse es estúpido e indecente; pero igual se muere el que se emborracha que el que no. Llega una mujer con dolor de muelas… Como el dolor es la idea de que duele y como, por añadidura, no hay modo de evitar las enfermedades en este mundo, y todos hemos de morir, que se vaya la mujeruca con sus dolores y le deje a usted meditar y beber vodka. Un joven pide consejo y pregunta qué hacer y cómo vivir. Antes de responder, otro reflexionaría un poco; pero usted tiene lista la respuesta: «Aspira a lograr la interpretación de la vida y la auténtica bienaventuranza». ¿Y qué es esa fantástica «bienaventuranza»? Naturalmente, no hay contestación. Aquí nos tienen recluidos tras unos barrotes; nos obligan a pudrirnos y nos martirizan; pero todo ello es magnífico y razonable, porque entre este pabellón y un gabinete cómodo y abrigado no existe ninguna diferencia. Estupenda filosofía: no hay nada que hacer, y la conciencia está tranquila, y uno se siente sabio… Pues no, señor: eso no es filosofía, ni pensamiento, ni amplitud de miras, sino pereza, artimaña, soñolencia… ¡Sí, señor! —tornó a enfadarse Iván Dimítrich—. Dice usted que desprecia los sufrimientos; pero ya veríamos los gritos que daría si le cogieran un dedo con una puerta.

—O quizá no gritara —objetó Andrei Efímich con una sonrisa tímida.

—¡Vaya que sí! O supongamos que se queda usted paralítico o que algún idiota desvergonzado, aprovechándose de su rango y situación, le insulta públicamente y usted sabe que la ofensa quedará impune. Entonces comprenderá usted lo que significa pedir a los demás que se contenten con la interpretación de la vida o con la auténtica bienaventuranza.

—Es original —exclamó Andrei Efímich, riendo de contento y frotándose las manos—. Me causa agradable sorpresa su tendencia a las sintetizaciones; y creo que la característica que acaba de hacer de mí es francamente brillante. He de reconocer que la conversación con usted me proporciona un placer enorme. Bueno, yo le he escuchado ya. Ahora hágame el favor de escucharme a mí…

XI

La conversación duró todavía cosa de una hora; y, al parecer, produjo gran impresión al doctor. A partir de entonces, comenzó a visitar el pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de almorzar; y a menudo, oscurecía, charlando con Iván Dimítrich. Al principio, éste se mostraba huidizo, sospechando mala intención; y expresaba su hostilidad francamente: pero pronto se acostumbró al trato con el médico, y cambió su rudeza por una actitud mezcla de condescendencia y de ironía.

Pronto se propagó en el hospital el rumor de que Andrei Efímich visitaba el pabellón número seis. Ni el practicante, ni Nikita, ni las enfermeras acertaban a explicarse para qué iba, por qué se pasaba allí horas enteras, de qué hablaba y por qué no daba recetas. Sus actos parecían extraños. Mijaíl Averiánich no le encontraba a menudo en su domicilio, cosa que jamás había ocurrido antes; y Dariushka estaba muy desconcertada, pues el doctor no tomaba ya la cerveza a una hora fija; y hasta llegaba tarde a almorzar algunas veces.

Un día de fines de junio, el doctor Jobotov vino a ver a Andrei Efímich para un asunto. Como no le hallara en casa, se fue a buscarlo por el patio, donde alguien le dijo que el viejo médico había entrado en el pabellón de los locos. Penetrando en él y deteniéndose en el zaguán, Jobotov oyó la siguiente conversación:

—Nunca llegaremos a un acuerdo, y desde luego, no conseguirá usted convertirme a sus creencias —decía Iván Dimítrich hoscamente—. Usted ignora por completo la realidad: jamás ha sufrido, y como una sanguijuela, se ha nutrido de los sufrimientos ajenos. Yo, en cambio, he sufrido desde el día de mi nacimiento hasta el de hoy. Por eso le digo, sin rodeos, que me considero por encima de usted y más competente que usted en todos los órdenes. Nada tiene que enseñarme.

—No tengo la pretensión de convertirle a mis creencias —pronunció en voz baja Andrei Efímich, lamentando que no quisieran comprenderlo—. Y no se trata de eso, amigo mío. El quid no está en que usted haya sufrido y yo no. Los sufrimientos y las alegrías son cosa efímera. Dejémoslos a un lado, y que se vayan con Dios. El quid está en que usted y yo pensamos. Vemos, el uno en el otro, personas capaces de pensar y de razonar; y esto nos hace solidarios, por diversos que sean nuestros criterios. ¡Si supiera usted, amigo mío, cómo me fastidian la insensatez, la torpeza, la cerrazón generales, y con cuánta alegría charlo con usted todas las veces! Es usted inteligente, y me deleita su conversación.

Jobotov entreabrió la puerta y miró al pabellón: Iván Dimítrich, con el gorro de dormir, y el doctor Andrei Efímich estaban sentados juntos en la cama. El loco gesticulaba, temblaba y se arrebujaba febrilmente en la bata; y el doctor, inmóvil, gacha la cabeza, tenía la cara roja y la expresión abatida y triste. Jobotov se encogió de hombros, sonrió y miró a Nikita. Nikita se encogió también de hombros.

Al día siguiente, el joven médico acudió al pabellón acompañado del practicante, y los dos se pusieron a escuchar en el zaguán.

—Parece que nuestro abuelo se ha ido de la cabeza —comentó Jobotov al salir.

—¡Señor, ten piedad de nosotros, pecadores! —suspiró el beato Serguei Sergueich, rodeando cuidadosamente los charcos, para no ensuciarse las lustrosas botas—. A decir verdad, estimado Evgueni Fiodorich, hace tiempo que yo lo esperaba.

XII

A partir de entonces, Andrei Efímich comenzó a notar una atmósfera extraña a su alrededor. Los guardas, las enfermeras y los enfermos, al encontrarse con él, le miraban con aire interrogativo y luego cuchicheaban entre sí. Masha, la hijita del inspector, con la que siempre le gustaba encontrarse en el jardín del hospital, escapaba cuando él, sonriente, quería acercársele para acariciarle la cabecita. El jefe de correos, Mijaíl Averiánich, al oírle, ya no decía «Completamente cierto», sino mascullaba con incomprensible azoramiento: «Pues sí, sí, sí…» y le miraba triste y compasivamente. Por razones ignoradas, había comenzado a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; pero como era persona delicada, no se lo decía claramente, sino con rodeos, refiriéndole la historia de un comandante de batallón, excelente sujeto, o del capellán de un regimiento, magnífica persona, que bebían y enfermaron; pero recobraron totalmente la salud apenas se quitaron de la bebida. Su colega Jobotov también estuvo a verle dos o tres veces, recomendándole que dejase de beber, y aconsejándole que tomase bromuro de potasio, sin que Andrei Efímich viese el menor motivo para ello.

En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde rogándole que fuese a verle, para tratar un asunto importantísimo. Cuando se presentó en el Ayuntamiento, Andrei Efímich encontró allí al jefe de la guarnición, al inspector del instituto comarcal, que era concejal, a Jobotov y a un señor grueso y rubio, que le fue presentado como médico. Este médico de apellido polaco, muy difícil de pronunciar, vivía a cosa de 30 kilómetros de la ciudad, en una granja caballar, y estaba allí de paso, según le dijeron.

—Hay aquí una propuesta que le concierne —dirigióse el concejal a Andrei Efímich, una vez intercambiados los saludos de rigor y sentados ya todos—. Evgueni Fiodorich dice que la farmacia del hospital tiene poco sitio en el pabellón principal y que habría que trasladarla a uno de los pequeños. Naturalmente, se puede trasladar; pero habrá que arreglar el pabellón adonde se la traslade.

—En efecto, la reparación será imprescindible —asintió Andrei Efímich, al cabo de un momento de reflexión—. Si acondicionamos el pabellón del extremo para farmacia, creo que se necesitarán, como
minimum
, 500 rublos. Un gasto improductivo.

Se produjo una pausa.

—Ya tuve el honor de informar hace diez años —agregó Andrei Efímich en voz más queda— que este hospital, en su estado presente, constituye un lujo exagerado para la ciudad. Lo construyeron en la década del cuarenta, cuando los recursos eran distintos. La ciudad gasta mucho dinero en construcciones innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con igual dinero, y en otras condiciones, podrían sostenerse dos hospitales ejemplares.

—Bueno; pues vamos a crear otras condiciones —se apresuró a responder el concejal.

—Ya tuve el honor de hacer una propuesta: transfieran ustedes los servicios médicos a la Diputación.

—Sí, sí: transfieran el dinero a la Diputación, y lo robarán todo —rió el doctor rubio.

—Es lo que siempre ocurre —asintió el concejal, sonriéndose a su vez.

Andrei Efímich echó al doctor rubio una mirada desvaída y replicó:

—Hay que ser justos.

Nueva pausa. Sirvieron té. El militar, inexplicablemente confuso, tocó a través de la mesa la mano de Andrei Efímich y le dijo:

—Nos tiene usted totalmente olvidados, doctor. Claro, que usted es un monje: ni juega a las cartas ni le gustan las mujeres. Con nosotros se aburriría…

Todos se pusieron a comentar lo tediosa que era la vida en aquella ciudad, para un hombre instruido, ni teatro, ni música; y en el último baile celebrado en el club, había cerca de veinte damas y solamente dos caballeros, porque los jóvenes no bailaban, sino que se agolpaban junto al ambigú o jugaban a las cartas. Andrei Efímich, reposadamente, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la gente dedicara sus energías, su inteligencia y su corazón a las cartas y al cotilleo; y que no supiera o no quisiera pasar el tiempo ocupada en una conversación interesante, o en la lectura, o disfrutando de los placeres del entendimiento. Sólo el entendimiento era interesante y magnífico: lo demás no pasaba de ruin y minúsculo. Jobotov escuchó atentamente a su colega; y, de pronto, le interrumpió:

—Andrei Efímich, ¿a cómo estamos hoy?

Obtenida la respuesta, Jobotov y el doctor rubio, en tono de examinadores que notan su falta de habilidad, preguntaron a Andrei Efímich qué día era, cuántos días tenía el año y si era cierto que en el pabellón número seis habitaba un notable profeta.

Al oír la última pregunta, Andrei Efímich enrojeció y dijo:

—Es un joven alienado; pero muy interesante.

Ya no le preguntaron nada más.

A la salida, cuando Andrei Efímich estaba poniéndose el abrigo en el recibidor, se le acercó el militar, le puso la mano en el hombro y suspiró:

—Ya es hora de que los viejos descansemos.

Una vez en la calle, nuestro hombre comprendió que había sido examinado por una comisión encargada de dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, enrojeció; y, por primera vez en su vida, le dio lástima la medicina.

«Dios mío —pensó al recordar a los médicos que acababan de observarle—. ¡Pero si no hace ni tres días que se examinaron de psiquiatría! ¿Cómo son tan ignorantes? ¡Si no tienen ni idea de la materia!»

Y, por primera vez en su vida, se sintió ofendido y enojado.

Aquella misma tarde acudió a visitarle Mijaíl Averiánich. Sin saludar siquiera, el jefe de correos se le acercó y, cogiéndole las dos manos, le dijo con voz emocionada:

—Querido amigo mío, demuéstreme que cree en mi sincera estima y que me considera amigo suyo… ¡Andrei Efímich! —y, sin dejar hablar al médico, prosiguió cariñoso—: Le tengo verdadero afecto, por su instrucción y por su nobleza. Escúcheme, querido: las reglas de la ciencia obligan a los doctores a ocultarle la verdad; pero yo, como militar, tiro por la calle de en medio: ¡Está usted enfermo! Dispense mi franqueza, querido, pero es la pura verdad de la que se han percatado hace tiempo todos los que le rodean. El doctor Evgueni Fiodorich acaba de comunicarme que debiera usted descansar y distraerse, en bien de su salud. ¡Es completamente cierto! ¡Estupendo! Estos días pediré mis vacaciones y me voy a respirar otros aires. ¡Demuéstreme que es amigo mío! ¡Vámonos juntos! ¡Vámonos! ¡Nos sacudiremos los años!

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