Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (99 page)

BOOK: Relatos y cuentos
7.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo me siento perfectamente sano —repuso Andrei Efímich después de pensar un breve instante—. No puedo ir a ninguna parte. Permítame que le demuestre mi amistad de algún otro modo.

Irse no se sabe dónde ni para qué, sin los libros, sin Dariushka, sin cerveza; alterar bruscamente un régimen de vida establecido hacía más de veinte años… Tal idea se le antojó absurda y fantástica en el primer momento. Pero luego recordó la reunión del Ayuntamiento y el mal estado de ánimo que se apoderó de él al volver a su casa. Y la idea de abandonar un poco de tiempo una ciudad donde la gente estúpida le consideraba loco, le sonrió.

—¿Y a dónde piensa usted ir? —inquirió.

—A Moscú, a San Petersburgo, a Varsovia… En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Qué ciudad más admirable! ¡Venga conmigo, querido!

XIII

Una semana después propusieron a Andrei Efímich que descansase, es decir, que presentara la dimisión, propuesta que él acogió con entera indiferencia. Y al cabo de otra semana, Mijaíl Averiánich y él iban ya en la diligencia, camino de la estación del ferrocarril. Los días eran frescos, claros, de cielo azul y horizonte transparente. Hasta llegar a la estación, recorriendo los 200 kilómetros de distancia, hubieron de pasar dos noches en el camino. Cuando en las estaciones de postas servían el té en vasos mal lavados o tardaban en enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía de color púrpura; y, temblando con todo su cuerpo, vociferaba contra el servicio y gritaba: «¡A callar! ¡No quiero excusas!». Y mientras viajaban en la diligencia no cesaba un minuto de relatar sus viajes al Cáucaso y al reino de Polonia. ¡Qué aventuras! ¡Qué encuentros! Hablaba a gritos, poniendo tales ojos de admiración, que pudiera creerse que mentía. Además, lo hacía con la boca pegada a la cara de Andrei Efímich, respirando junto a su mejilla y riéndosele en el mismo oído, todo lo cual molestaba al médico y le impedía concentrarse.

Para economizar en el billete de ferrocarril, sacaron tercera clase. Iban en un coche para viajeros no fumadores. La mitad de los compañeros de departamento era gente aseada. Mijaíl Averiánich no tardó en trabar conocimiento con todos; y, pasando de un asiento a otro, decía en voz alta que nadie debiera utilizar aquellos ferrocarriles indignos. ¡Engaño por todas partes! ¡Qué distinto ir a caballo! Después de recorrer 100 verstas en un día, se sentía uno más fresco y más lozano que nunca. Y la mala cosecha se debía a que habían secado los pantanos de Pinsk. Se observaba un cuadro general de anormalidades horribles. Hablaba casi a gritos, sin dejar que los demás intercalasen una palabra. La interminable charla, mezclada con grandes risas y con ademanes y gestos expresivos, terminó por fatigar a Andrei Efímich. «¿Cuál de nosotros dos será el loco? —pensaba con fastidio—. ¿Soy, acaso yo, que procuro no molestar para nada a los pasajeros, o este egoísta, que se cree el más listo y el más interesante de cuantos vamos aquí, y por eso no deja tranquilo a nadie?»

Al llegar a Moscú, Mijaíl Averiánich se puso una guerrera militar sin hombreras y unos pantalones con franja roja. Para andar por la calle usaba gorra oficial y capote, y los soldados le saludaban al pasar. Al médico le parecía que aquel hombre se había desprendido de todo lo bueno que tuvieran sus costumbres señoriales de antaño, quedándose con lo malo. Le gustaba que le sirvieran incluso cuando no era necesario; teniendo los fósforos sobre la mesa, al alcance de la mano, y viéndolos él, gritaba al camarero que se los diera; en la habitación del hotel, no se cohibía de andar en ropas menores delante de la camarera; tuteaba a todos los sirvientes, sin distinción, incluso a los viejos; y si se enfadaba, los llamaba torpes e idiotas. A juicio de Andrei Efímich, todo esto era señoritil y repugnante.

Ante todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a ver la virgen de Iverskaia. Oró fervorosamente, con genuflexiones hasta el suelo e incluso derramando lágrimas. Al terminar suspiró profundamente y dijo:

—Aunque uno no crea, siempre se queda más tranquilo rezando. Bésela, amigo.

El médico, un tanto confuso, besó la imagen. Mijaíl Averiánich, alargando los labios y moviendo la cabeza, musitaba una oración mientras las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos.

Después estuvieron en el Kremlin, vieron allí el Rey de los Cañones y la Reina de las Campanas, llegando incluso a tocarlos; admiraron el paisaje que ofrecía el barrio de Zamoskvorechie; y visitaron el templo del Salvador y el Museo Rumiantsev.

Almorzaron en el restaurante Testov. Mijaíl Averiánich estuvo un buen rato contemplando la carta y acariciándose al mismo tiempo las patillas; y por último dijo en el tono de un gourmet acostumbrado a sentirse en tales restaurantes como en su propia casa:

—Vamos a ver qué nos da usted hoy, ángel.

XIV

El doctor iba de acá para allá, miraba, comía, bebía. Pero su única sensación era de fastidio contra Mijaíl Averiánich. Ansiaba descansar de su amigo, huir de su compañía, ocultarse. Y el amigo se consideraba obligado a no dejarle solo un instante y a procurarle el mayor número de distracciones. Cuando no tenían nada que ver, le distraía con su conversación. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero declaró al amigo que se sentía indispuesto y deseaba quedarse en la habitación; a lo que respondió aquél diciendo que, en tal caso, también él se quedaría: era necesario descansar, pues de otro modo iban a perder hasta el aliento. Andrei Efímich se tendió en el diván, de cara a la pared; y, apretando los dientes, estuvo oyendo al militar, quien aseguraba que Francia, más tarde o más temprano, destruiría a Alemania; que en Moscú había muchos granujas; y que por la figura de un caballo no podían apreciarse sus cualidades. Al doctor comenzaron a zumbarle los oídos y se le aceleraron las palpitaciones del corazón; pero no se atrevió, por delicadeza, a pedir al otro que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich terminó aburriéndose de estar en la habitación y se marchó, después de comer, a dar un paseo.

Cuando se vio solo, Andrei Efímich se entregó al descanso. ¡Qué agrado estar inmóvil en el diván y saberse solo en la habitación! No era posible la dicha completa sin la soledad. El ángel caído debió traicionar a Dios porque deseaba la soledad, que los ángeles desconocen. El doctor hubiera querido pensar en lo visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la imaginación.

«La cosa es que ha tomado sus vacaciones y se ha venido conmigo por amistad, por generosidad —pensaba el doctor con enfado—. No hay nada peor que esta especie de tutela amistosa. Parece bueno, magnánimo y alegre; pero es aburridísimo. Insoportablemente aburrido. Así son los que siempre pronuncian bellas frases; pero uno se da cuenta de que son unos brutos».

Al día siguiente, Andrei Efímich pretextó hallarse enfermo y no salió de la habitación. Tendido en el diván, de cara a la pared, sufría cuando el amigo trataba de distraerle, charlando o descansaba en su ausencia. Tan pronto se enojaba consigo mismo por haber emprendido el viaje con su amigo, cada día más charlatán y desenvuelto. Y no lograba pensar en nada serio o elevado.

«Me está castigando la realidad de que hablaba Iván Dimítrich —pensaba, disgustado por su quisquillosería—. Aunque, por otra parte, todo es pura bobada… Cuando vuelva a casa, las cosas volverán a su cauce».

Y en San Petersburgo, igual: días enteros sin salir de la habitación, echado en el diván, del que sólo se levantaba para beber cerveza.

Mijaíl Averiánich se daba prisa para irse a Varsovia.

—Pero, querido, ¿qué tengo yo que hacer allí? —protestaba Andrei Efímich con voz suplicante—. ¡Váyase solo y permítame que yo me vuelva a casa! ¡Por favor!

—¡De ninguna manera! —exclamaba Mijaíl Averiánich—. ¡Es una ciudad maravillosa! Yo pasé en ella los cinco años más felices de mi vida.

Como al doctor le faltaba carácter para mantenerse en lo suyo, se fue a Varsovia, aunque a regañadientes. Tampoco allí salió de la habitación del hotel; también permaneció tendido en el diván; y también se enojó consigo mismo y con su amigo, a más de con los mozos, que se resistían a comprender el ruso. Y Mijaíl Averiánich, sano, optimista y alegre como de ordinario, andaba siempre por la ciudad buscando a sus viejos amigos. Pasó varias noches fuera del hotel. Después de una de estas noches, regresó por la mañana temprano, en estado de fuerte alteración, rojo y despeinado. Recorrió largo tiempo la pieza yendo de un rincón a otro, gruñendo para sí; y por último se detuvo y dijo:

—¡El honor ante todo!

Después volvió a andar un poco; y, agarrándose la cabeza con las dos manos, pronunció, trágico:

—¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido amigo —dirigiéndose al doctor—, desprécieme usted: he perdido a las cartas. Présteme 500 rublos.

Andrei Efímich contó la suma pedida; y, sin decir palabra, se la dio a su amigo. Éste, rojo todavía de vergüenza y de cólera, barbotó un juramento tan incoherente como innecesario, encasquetóse la gorra y salió. Volvió cosa de dos horas más tarde, aquí se desplomó en un sillón; y, suspirando profundamente, dijo:

—¡El honor está a salvo! Vámonos de aquí, amigo mío. No quiero estar ni un minuto más en esta maldita tierra. ¡Granujas! ¡Espías austriacos!

XV

Cuando los dos regresaron a la ciudad de su residencia, era ya noviembre; y las calles aparecían cubiertas de nieve. El puesto de Andrei Efímich estaba ya ocupado por Jobotov, que vivía en su viejo domicilio, esperando a que llegase Andrei Efímich y desalojara el piso cedido por el hospital. La fea mujer a la que él llamaba «cocinera» habitaba ya en uno de los pabellones.

Corrían por la ciudad nuevos chismes acerca del hospital. Murmurábase que la fea había reñido con el inspector; y que éste se arrastraba ante ella, pidiéndole perdón.

Andrei Efímich tuvo que buscar nuevo alojamiento el primer día de su regreso.

—Querido amigo —le preguntó tímidamente el jefe de correos—. Perdone si la pregunta es indiscreta: ¿de qué medios dispone usted?

El médico contó en silencio su dinero y respondió:

—Ochenta y seis rublos.

—No le pregunto lo que lleva encima —murmuró, confuso, Mijaíl Averiánich—. Le pregunto qué recursos tiene usted, en general.

—Pues eso es lo que le digo: 86 rublos… No dispongo de nada más.

Mijaíl Averiánich consideraba al doctor persona honesta y noble; pero le atribuía un capital de 20.000 rublos como mínimo. Ahora, al enterarse de que era casi un mendigo, sin ningún medio de vida, se echó a llorar y abrazó a su amigo.

Andrei Efímich se mudó a una casita de tres ventanas, propiedad de una tal Bielova, en la que había tres habitaciones sin contar la cocina. Dos de ellas las ocupaba el doctor; y en la tercera y en la cocina vivían Dariushka y la dueña, con sus tres niños. De cuando en cuando, el amante de Bielova venía a pasar la noche con ella. Era un
mujik
borracho, que escandalizaba e infundía pánico a Dariushka y a los niños. Cuando llegaba y, sentado en la cocina, exigía vodka, todos se asustaban; y el doctor, movido a compasión, recogía a los niños, atemorizados y llorosos, acostándolos en el suelo de una de sus habitaciones, lo que le causaba honda satisfacción.

Seguía levantándose a las ocho; y, después de desayunar, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas, puesto que carecía de dinero para comprar nuevos. Ya fuese porque los libros eran viejos o por el cambio de situación, lo cierto es que la lectura, lejos de cautivarle como antes, hasta le fatigaba. Para no caer en la ociosidad completa, compuso un catálogo detallado de sus libros y pegó a todos unos papelitos en las pastas. Y esta labor, mecánica y minuciosa, le parecía más amena que la lectura: con su monotonía y minuciosidad, abstraía su pensamiento de un modo incomprensible, impidiéndole la reflexión y haciendo más corto el tiempo. Hasta pelar patatas con Dariushka en la cocina o limpiar el alforfón se le hacía más entretenido que leer. Iba a la iglesia los sábados y los domingos. De pie junto a la pared y con los ojos entornados, oía cantar y pensaba en su padre, en su madre, en la universidad, en las religiones. Sentíase tranquilo, triste; y al salir de la iglesia, lamentaba que la misa hubiera terminado tan pronto.

Fue dos veces al hospital para visitar a Iván Dimítrich y charlar con él. Pero en ambas ocasiones, Iván Dimítrich, muy excitado y furioso, gritó que le dejara en paz, que ya estaba harto de tanto charlar en balde y que por todos los sufrimientos que atravesaba, sólo pedía a la maldita gente una recompensa: que le encerrasen solo. ¿Es que le iban a negar incluso aquello? Las dos noches, cuando Andrei Efímich se despidió, deseándole buenas noches, el loco se enfureció y gritó:

—¡Al diablo!

Andrei Efímich no sabía ya si ir a verle por tercera vez. Y la cosa era que sentía deseo de ir.

En otros tiempos, Andrei Efímich, al terminar el almuerzo paseaba por las habitaciones pensando en cosas elevadas. Ahora, en cambio, se pasaba desde el almuerzo hasta la cena acostado en el diván, de cara al respaldo, y entregado a pensamientos mezquinos, que no podía apartar de su imaginación. Le dolía que, habiendo prestado servicio durante más de veinte años, no le hubiesen concedido pensión alguna, ni le hubieran dado aunque sólo fuese una gratificación. Cierto que no había servido honradamente; mas también era cierto que las pensiones se otorgaban a todos los empleados, honestos o no. La justicia moderna consistía en que los rangos, las condecoraciones y los subsidios no se concedían a las prendas o cualidades morales, sino al servicio en general, cualquiera que fuese. ¿Por qué razón debían hacer una excepción con él? Ya no le quedaba dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña: debía ya 32 rublos de cerveza. También estaba en deuda con el ama de la casa. Dariushka vendía a hurtadillas los viejos libros y la ropa; y engañaba a la dueña diciéndole que el doctor iba a recibir pronto mucho dinero.

Andrei Efímich no podía perdonarse haber gastado en el viaje 1.000 rublos, producto de sus ahorros. ¡Qué buen servicio le harían ahora! Le molestaba que la gente no le dejase en paz. Jobotov se creía obligado a visitar de vez en cuando al colega enfermo. Todo él le resultaba antipático a Andrei Efímich: su cara de hartazgo, su tono de condescendencia, su trato de «colega» y hasta sus botas altas. Y lo más desagradable era que se considerase en el deber de cuidar a Andrei Efímich y que pensase que, verdaderamente, lo estaba curando. A cada visita le traía un frasco de bromuro de potasio y píldoras de ruibarbo.

BOOK: Relatos y cuentos
7.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Doc Savage: Death's Dark Domain by Kenneth Robeson, Lester Dent, Will Murray
the wind's twelve quarters by ursula k. le guin
Nuclear Midnight by Cole, Robert
Dragon Coast by Greg Van Eekhout
Where the Rain Gets In by Adrian White
The Sacrifice by William Kienzle
Hot and Bothered by Serena Bell
Green Lake by S.K. Epperson