Read Relatos y cuentos Online

Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (93 page)

BOOK: Relatos y cuentos
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y dicho y hecho, por la noche envolvió el candelabro en un papel y lo envió al cómico Schaschkin.

El camerino del artista estuvo lleno toda la tarde; a cada momento entraban hombres a contemplar el regalo: allí sólo se oía un rumor mezcla de exclamaciones y de risas, algo así como un relinchar. Cuando alguna de las artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar, en seguida se oía la voz ronca del cómico que gritaba:

—No chica, no. Estoy sin vestir.

Después de aquel espectáculo, el cómico, alzando sus brazos y gesticulando, decía todo preocupado:

—Bueno, ¿y dónde meteré yo esta porquería de candelabro? Tengo un piso particular, pero es imposible llevarlo allí. Vienen a verme artistas, y esto no es una fotografía que se pueda esconder en el cajón de la mesa.

—Puede venderlo, señor —le aconsejó el peluquero, consolándolo—. No muy lejos de aquí vive una vieja que compra antigüedades… Pregunte por la Smirnova. Todo el mundo la conoce.

El cómico siguió este consejo…

Dos días más tarde, cuando el médico Kochelkov estaba sentado en su gabinete con la cabeza entre las manos y pensando en los ácidos biliares, se abrió la puerta de repente y entró en la habitación Sacha Smirnov. Sonreía resplandeciente de felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en un papel de periódico.

—¡Doctor! —exclamó todo sofocado—. ¡Figúrese qué alegría! Ha sido una suerte enorme para usted. Hemos encontrado la pareja de su candelabro… Mi madre está tan contenta… Usted me salvó la vida.

Y Sacha, cuya voz temblaba de emoción, colocó delante del médico el candelabro. El médico abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.

El orador

En una hermosa mañana celebrábase el entierro del asesor colegiado Kirill Ivanovich Vavilonov, muerto de dos enfermedades sumamente frecuentes en nuestra patria: una esposa maligna y el vicio del alcohol. Mientras el cortejo fúnebre se dirigía de la iglesia al cementerio, uno de los compañeros de trabajo del difunto, un tal Poplavski, tomó un coche y se dirigió a toda prisa a casa de su amigo Grigorii Petrovich Zapoikin, hombre, aunque joven, ya bastante popular. Tenía Zapoikin (como saben los lectores) un talento extraordinario para pronunciar discursos en bodas, jubilaciones y entierros. Estaba capacitado para hablar en cualquier momento: lo mismo recién despierto, que en ayunas, que borracho o que preso de fiebre. Su discurso fluía llanamente, sin interrupción…, tan abundantemente como fluye por una canaleta el agua de la lluvia. Para expresar aflicción, encerraba el vocabulario del orador muchas más palabras que cucarachas tiene cualquier taberna. Sus discursos eran tan elocuentes y largos, que a veces, sobre todo en las bodas de los comerciantes, había que recurrir a la ayuda de la Policía para hacerle callar.

—Vengo a buscarte, hermanito —empezó a decir Poplavski al encontrarlo en casa—. Vístete en seguida y vámonos. Ha muerto uno de los nuestros, al que estamos ahora mismo en trance de enviar al otro mundo, conque hace falta, hermanito, que haya quien diga alguna cosita para su despedida. Nuestra única esperanza eres tú. Si el muerto fuera uno de los subalternos… no te molestaríamos; pero éste era un secretario…, en cierto modo un jefe… Es desagradable enterrar a un personaje de su categoría sin que se diga algún discurso…

—¡Ah!…, ¡el secretario!… —bostezó Zapoikin—. ¿Aquel borracho?

—Sí, aquel borracho… Habrá comida…,
blini
…, entremeses… Además nos pagan el coche. ¡Vamos, alma mía! ¡Allí, junto a la tumba, pronunciarás un discurso ciceroniano y ya verás lo que te lo agradecen!

Zapoikin accedió de buen grado. Desmelenó su cabello, obligó a adoptar a su rostro una expresión de melancolía y salió a la calle en compañía de Poplavski.

—Conocía a vuestro secretario —dijo cuando se sentaba en el coche—. Que en paz descanse…, pero era un pillo y una bestia como hay pocos.

—No está bien, Grischa, eso de ofender a los difuntos…

—Cierto que
aut mortiu nihil bene
… No obstante, era un bribón.

Los dos amigos dieron alcance al cortejo y se unieron a él. Como el féretro iba conducido a un paso muy lento, antes de llegar al cementerio, los amigos tuvieron tiempo de entrar cerca de tres veces en la taberna y de beber unas copitas al eterno descanso del difunto.

En el cementerio se celebró un oficio religioso. La suegra, la mujer y la cuñada, como es costumbre, lloraron copiosamente y la mujer hasta gritó cuando bajaban el ataúd a la fosa. «¡Dejadme ir con él!…». A pesar de lo cual, y recordando sin duda la pensión por viudez que había de recibir… no se fue con él. Después de esperar un poco a que todo se tranquilizara, Zapoikin avanzó unos pasos, paseó su mirada sobre los presentes y empezó a decir:

—¿Puede uno creer lo que ven los ojos y oyen los oídos?… ¿Este ataúd… estas caras llorosas…, estos lamentos y estos sollozos…, no serán una pesadilla?… ¡Ay de mí! ¡No es un sueño, no! ¡No nos engaña la vista! ¡Aquel que hasta hace tan poco vimos lleno de vigor, de juventud, de frescura y lozanía!…, ¡aquel que aún hace tan poco tiempo, ante nuestros mismos ojos, llevaba su miel, cual abeja incansable, a la colmena común del bien del Estado!… ¡es el mismo que vemos ahora convertido en nada…, en un
mirage
! ¡La muerte irreductible puso su mano sobre él cuando, a pesar de su avanzada edad, se encontraba aún lleno de fuerza y de esperanzas ultraterrenales!… ¡Su pérdida es irremplazable! ¿Quién nos lo puede reemplazar?… Tenemos muchos buenos funcionarios, pero puede decirse que Procofii Osipich era único en su género… Devoto hasta lo más profundo de su alma del honrado cumplimiento de sus obligaciones, lejos de regatear sus fuerzas, pasaba las noches en vela y era desinteresado e insobornable. ¡Cuánto despreciaba a aquellos que con perjuicio del interés general pretendían comprarlo!…, ¡que ofreciéndole tentadores bienes terrenales, se esforzaban en atraerlo hacia la traición a su deber! ¡Sí!… ¡Ante nuestros ojos hemos visto a Procofii Osipich repartir su modesto sueldo entre los más pobres de sus compañeros, y ustedes mismos acaban de oír hace un instante los sollozos de las viudas y de los huérfanos que vivían gracias a sus limosnas. Esclavo del servicio, de su deber y de la bondad, no conoció la alegría, y hasta se rehusó a sí mismo la felicidad de la vida matrimonial! ¡Ya saben ustedes que hasta el final de su vida permaneció soltero! ¿Y como compañero?… ¿Quién podría reemplazarlo? ¡Lo mismo que si fuera ayer me parece ver su rostro conmovido y afeitado, dirigido hacia nosotros!… ¡Su bondadosa sonrisa!… ¡Como si todavía fuera ayer, oigo su suave, cariñosa y afable voz!… ¡Descansa en paz: Procofii Osipich!… ¡Descansa…, honrado y noble trabajador!

Zapoikin continuaba perorando, pero los oyentes empezaron a hablar entre sí en voz baja. El discurso gustaba a todos y hacía verter algunas lágrimas. Mucho de él, sin embargo, resultaba extraño… En primer lugar era incomprensible por qué el orador llamaba al difunto Procofii Osipich cuando su nombre era Kirill Ivanovich. En segundo, todos sabían que éste había pasado la vida entera en perpetua lucha con su legítima esposa y que, por tanto, no podía calificarle de soltero…, y en tercero, era inexplicable que habiendo tenido una espesa barba de color rojizo, que en su vida había hecho afeitar ni una sola vez, hubiera llamado el orador a su rostro
afeitado
. Los oyentes se miraban con extrañeza.

—¡Procofii Osipich! —proseguía el orador mirando inspirado a la tumba—. ¡Tu rostro era feo!… ¡hasta deforme!… ¡Eras taciturno y severo, pero todos sabíamos que bajo aquella corteza latía un corazón honrado y afectuoso!…

Pronto, sin embargo, empezaron a observar los oyentes que algo extraño ocurría al orador, que sin apartar la vista de un mismo punto, se agitaba nervioso. De repente quedó callado y con la boca abierta para el asombro, se volvió hacia Poplavski.

—¡Pero, oye!… ¡Si está vivo!… —dijo con ojos espantados.

—¿Quién está vivo?

—¡Pues… Procofii Osipich!… ¡Está junto al mausoleo!

—¡Si el muerto no es él! ¡Es Kirill Ivanovich!

—¡Si has sido tú mismo el que me ha dicho que había muerto el secretario!

—¡No!… ¡El secretario era Kirill Ivanovich! ¡Te has confundido, tonto!… ¡Claro que también Procofii Osipich fue secretario…, pero hace ya dos años que le destituyeron!

—¡Diablo!

—¿Por qué te paras?… ¡Sigue!

Zapoikin volvió la cabeza hacia la fosa y con la misma elocuencia que antes prosiguió su interrumpido discurso.

Al lado del mausoleo se encontraba, en efecto, Procofii Osipich, el viejo funcionario de la cara afeitada. Miraba éste con enojo al orador y fruncía las cejas.

—¿Qué ocurrencia te ha dado —reían los funcionarios, volviendo del entierro en compañía de Zapoikin— de enterrar a un vivo?

—¡Esto no está bien, joven! —gruñía Procofii Osipich—. ¡Su discurso puede ser apropiado para un difunto, pero aplicado a un vivo es una burla! ¿Qué no me ha llamado usted?… Desinteresado…, incapaz de sobornar… ¡Tales cosas, refiriéndose a un vivo, sólo pueden decirse en son de burla! ¡Nadie le ha pedido tampoco, caballero, que hablara sobre mi cara!… Si soy feo y deforme…, ¡qué le vamos a hacer! ¿Para qué decir mi apellido delante de todo el mundo? ¡Esto es una ofensa!

El pabellón nº 6
I

En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de cardos, ortigas y cáñamo silvestre. Tiene el tejado mohoso, la chimenea semiderrengada, los escalones del porche carcomidos y cubiertos de abrojos; y del revoque no quedan sino huellas. Su fachada principal da al hospital, y la posterior, al campo, del que la separa una valla gris, llena de clavos. Los clavos en cuestión están colocados punta arriba; y la valla y el propio pabellón presentan ese aspecto tan peculiar, triste y abandonado que sólo se encuentra en Rusia en los edificios de hospitales y cárceles.

Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste. Al abrir la primera puerta, pasamos al zaguán. Junto a la pared y cerca de la estufa hay montones de objetos: colchones, viejas batas desgarradas, pantalones, camisas a rayas azules, zapatos viejísimos. Todo ello amontonado, arrugado, revuelto, medio podrido y maloliente.

Tumbado sobre tanto trasto y con la pipa siempre entre los dientes, está el loquero Nikita, viejo soldado de galones descoloridos, rostro severo y alcohólico, grandes cejas arqueadas, que le dan aspecto de mastín estepario, y nariz roja. Es de baja estatura, enjuto y huesudo; pero tiene un porte impresionante y unos puños grandísimos. Pertenece a esa categoría de gente adusta, cumplidora y obtusa que prefiere el orden sobre todas las cosas y que, por ello, cree en las virtudes del palo. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en donde se tercia; y está convencido de que sin esto no habría orden aquí.

Después entrarán ustedes en una habitación espaciosa, que ocupa el pabellón entero, menos el zaguán. Las paredes están embadurnadas con pintura de color azul borroso. El techo, ahumado como el de un fogón, denota que en el invierno se enciende la estufa, despidiendo un humo sofocante. Por su parte interior, las ventanas están provistas de rejas de hierro. El piso es gris y astilloso. Huele a col agria, a tufo de candil, a chinches y amoniaco; y esta pestilencia, en el momento de entrar, produce la impresión de que se entra en una casa de fieras.

Hay en la habitación camas atornilladas al suelo. Sentados o tendidos sobre ellas, se nos presentan hombres con batas azules y gorros de dormir a la antigua usanza. Son locos.

Cinco locos. Sólo uno es de ascendencia noble; los demás proceden de la pequeña burguesía. El primero conforme se entra, un
meschanin
alto, delgado, de bigote rojo y brillante y ojos llorosos, está sentado con la cabeza apoyada en la mano y la mirada fija en un punto. Se pasa el día y la noche con el semblante triste, moviendo la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente. Rara vez interviene en las conversaciones; y no suele responder a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando se lo dan. A juzgar por su tos convulsiva y torturante, por su delgadez y por la ligera coloración de su rostro, está en la primera fase de la tuberculosis.

El siguiente es un viejecillo pequeño, ágil y vivaz, de aguda perilla y pelo azabachado y rizoso, como el de un negro. Durante el día se pasea de ventana en ventana o se sienta en su cama a la manera turca; y silba sin cesar, como un jilguero, o canta y ríe quedamente. Su alegría infantil y su viveza de carácter se manifiestan también de noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes de pecho y hurgar en las cerraduras. Es el judío Moiseika, un tontuelo que perdió el juicio hace veinte años, al quemársele un taller de sombrerería.

De todos los habitantes del pabellón número seis, es Moiseika el único al que se permite salir del pabellón e incluso del patio a la calle. Disfruta de este privilegio desde hace tiempo, acaso por su veteranía en el hospital y por ser un tonto tranquilo e inocente, un payaso de la ciudad, acostumbrado ya a verle en las calles rodeado de chiquillos y de perros. Con su raído batín, su ridículo gorro, sus zapatillas, y a veces descalzo y hasta sin pantalón, recorre las calles deteniéndose ante las tiendas y pidiendo una limosna. Aquí le dan kvas, allí pan, más allá un kopec. De tal modo, suele regresar al pabellón, harto y rico. Pero todo lo que trae se lo arrebata Nikita y se queda con ello. Lo registra brutalmente, con celo y enojo, dándoles la vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que jamás volverá a dejar salir al judío y de que el desorden es lo peor del mundo para él.

Moiseika es servicial; lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos, promete a todos traerles un kopec de la calle y hacerles un gorro; y da de comer a su vecino de la izquierda, un paralítico. Y no obra así por compasión o por consideraciones humanitarias, sino imitando y obedeciendo involuntariamente a su vecino de la derecha, apellidado Grómov.

Iván Dimítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de familia noble, antiguo empleado de la Audiencia y secretario provincial, sufre manía persecutoria. Suele estar enroscado en la cama; o recorre el pabellón de un rincón a otro, con el solo objeto de moverse; y rara vez se sienta. Siempre parece excitado, nervioso, como esperando no se sabe qué. Al menor ruido en el zaguán o al menor grito en el patio levanta la cabeza y aguza el oído, temeroso de que vengan por él. Y en su cara refleja una intranquilidad y un miedo extremos.

BOOK: Relatos y cuentos
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fear Itself by Prendergast, Duffy
Secretly Craving You by North, Nicole
The Dark Space by Mary Ann Rivers, Ruthie Knox
Hitler's Secret by William Osborne
Heads Up! by Matt Christopher