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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (89 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Canalla! —decía entre dientes Liapkin—. ¡Tan pequeño todavía y ya un canalla tan grande! ¿Cómo será el día de mañana?

En todo el mes de junio, Kolia no dejó en paz a los jóvenes enamorados. Los amenazaba con delatarlos, vigilaba, exigía regalos… Pareciéndole todo poco, habló, por último, de un reloj de bolsillo… ¿Qué hacer? No hubo más remedio que prometerle el reloj.

Un día, durante la hora de la comida y mientras se servía de postre un pastel, de pronto se echó a reír, y guiñando un ojo a Liapkin, le preguntó: «¿Se lo digo?… ¿Eh…?»

Liapkin enrojeció terriblemente, y en lugar del pastel masticó la servilleta. Anna Semionovna se levantó de un salto de la mesa y se fue corriendo a otra habitación.

En tal situación se encontraron los jóvenes hasta el final del mes de agosto…, hasta el preciso día en que, por fin, Liapkin pudo pedir la mano de Anna Semionovna. ¡Oh, qué día tan dichoso aquel!… Después de hablar con los padres de la novia y de recibir su consentimiento, lo primero que hizo Liapkin fue salir a todo correr al jardín en busca de Kolia. Casi sollozó de gozo cuando encontró al maligno chiquillo y pudo agarrarlo por una oreja. Anna Semionovna, que llegaba también corriendo, lo cogió por la otra, y era de ver el deleite que expresaban los rostros de los enamorados oyendo a Kolia llorar y suplicar…

—¡Queriditos!… ¡Preciositos míos!… ¡No lo volveré a hacer! ¡Ay, ay, ay!… ¡Perdónenme…!

Más tarde ambos se confesaban que jamás, durante todo el tiempo de enamoramiento, habían experimentado una felicidad…, una beatitud tan grande… como en aquellos minutos, mientras tiraban de las orejas al niño maligno.

Una noche de espanto

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:

—Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido…

«¡Declina tu existencia!… ¡Arrepiéntete!», había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.

Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: «Esta noche».

No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.

No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.

Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:

—Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.

Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido… ¡brr!… ¡Qué horror!… Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.

«Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta», pensé.

No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí…

Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos… Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.

Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio… No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado… Todo esto es natural y concebible. Pero ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

O es un milagro, o un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?

No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.

Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?

La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando… Sentía frío… No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.

Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:

—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar… En la habitación de mi amigo vi un ataúd… ¡De doble tamaño que el otro!

El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre… ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación… Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.

«Me vuelvo loco», pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. «¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?»

Sentía vértigos… Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta…

Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida… Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: «¡Socorro, socorro! ¡Portero!»

Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.

—¡Pagostof! —exclamé, al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagostof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos…

—¿Es usted, Panihidin? —me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto… ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!…

—Pero ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? —pregunté lívido.

—¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.

—¡Un ataúd, un ataúd de veras! —dijo el médico cayendo extenuado en la escalera—. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista…

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.

—Nos duelen los pellizcos a los dos —dijo finalmente el médico—; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?

Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

—Vamos ahora a averiguar —dijo el médico temblando— si el ataúd está vacío u ocupado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que… el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:

«Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin».

Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene una funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

La novia
I

Eran ya las diez de la noche y la luna llena iluminaba el jardín. En la casa de los Shumin acababan de cantar la misa encargada por la abuela, Marfa Mijailovna. Desde el jardín, adonde había ido por un rato, Nadia vio poner la mesa en la sala, y a su abuela, con un pomposo vestido de seda, afanarse en las habitaciones; el padre Andrey, arcipreste de la catedral, hablaba con la madre de Nadia, Nina Ivanovna, que en este momento, con la iluminación nocturna y a través de la ventana, parecía extrañamente joven; cerca de ellos se hallaba de pie Andrey Andreich, hijo del padre Andrey, escuchando con atención.

El jardín estaba quieto y fresco, y sobre la tierra se extendían oscuras e inmóviles sombras. Lejos, muy lejos, quizás fuera de la ciudad, resonaba el croar de las ranas. Se sentía el mes de mayo, ¡amable mayo! Se respiraba a todo pulmón y daban ganas de pensar que en algún lugar bajo el cielo, por encima de los árboles, fuera de la ciudad, en los campos y en los bosques se desarrollaba la vida primaveral, misteriosa, bella, rica y santa, inaccesible a la comprensión del hombre, débil y pecaminoso. Y daban ganas de llorar.

Nadia tenía ya veintitrés años; desde los dieciséis había soñado apasionadamente con el matrimonio y ahora, por fin, era novia de Andrey Andreich, el mismo que estaba tras la ventana; el joven le gustaba, la boda había sido ya fijada para el siete de julio y, sin embargo, no se sentía contenta, dormía mal por las noches y hasta perdió su alegría… Desde el sótano, donde se hallaba la cocina, a través de la ventana abierta se oían el apresurado golpear de los cuchillos y los portazos; olía a pavo asado y cerezas en escabeche. Y se le antojaba a Nadia que así iba a ser toda su vida, sin cambios y sin fin.

Alguien salió de la casa y se detuvo en el pórtico; era Alejandro Timofeich o, simplemente, Sasha, huésped que hacía unos diez días había llegado de Moscú. Otrora solía visitar a la abuela una lejana parienta suya, María Petrovna, una noble empobrecida y viuda, menuda, delgadita y enferma. Tenía un hijo, Sasha. Se decía que era un buen pintor y, al morir su madre, la abuela, para la salvación de su propia alma, le costeó los estudios en el colegio Komissarov, de Moscú; al cabo de dos años el muchacho pasó a la Escuela de Bellas Artes, en la cual permaneció casi quince años; acabó los cursos, a duras penas, de la Sección de Arquitectura, pese a lo cual, no se dedicó a ésta, sino que se puso a trabajar en una litografía moscovita. Casi todos los veranos venía a la casa de la abuela para descansar y mejorar de su mala salud.

Llevaba puestos una chaqueta abrochada, un pantalón de lona, muy gastado en la parte inferior, y una camisa sin planchar. Toda su figura tenía un aspecto demacrado; era muy flaco, de ojos grandes, de tez morena, barbudo, con dedos largos y delgados; no obstante todo ello, sus facciones eran bellas. Consideraba a los Shumin como a sus familiares y se sentía con ellos como en su propia casa. Y la habitación en la cual se alojaba, desde hacía tiempo que se llamaba «el cuarto de Sasha».

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