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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (91 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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El tiempo transcurría rápido. El día de San Pedro, por la tarde, Andrey Andreich y Nadia fueron a la calle Moscú para mirar una vez más la casa que hacía tiempo estaba alquilada y preparada para la joven pareja. La casa tenía dos pisos, pero por el momento sólo estaba amueblado el piso superior.

En la sala había sillas de Viena, un piano y un pupitre para el violín; el brillante piso estaba pintado al estilo parquet. Olía a pintura. En la pared colgaba un gran cuadro pintado al óleo, con un marco dorado: una dama desnuda y junto a ella un jarrón de color lila con el asa rota.

—Magnífico cuadro —dijo Andrey Andreich y suspiró en señal de respeto—. Es del pintor Shishmachevsky.

Más adelante se encontraba un pequeño salón de estar, con una mesa redonda, un diván y sillones tapizados de azul claro. Sobre el diván pendía una gran fotografía del padre Andrey, con capirote y condecoraciones. Luego entraron en el comedor y luego en el dormitorio; allí, en la penumbra, había dos camas, una al lado de la otra, y parecía que quienes colocaron los muebles en el dormitorio daban por sentado que todo estaría bien, por siempre, y que no podía ser de otra manera. Andrey Andreich conducía a Nadia a través de las habitaciones, sosteniéndola por el talle, mientras que ella se sentía débil y culpable; odiaba todas las habitaciones, camas y sillones; la desnuda dama le producía asco. Le resultaba claro ya que había dejado de amar a Andrey Andreich o, quizás, que no lo había amado nunca; pero cómo decírselo, a quién decírselo y para qué, esto no lo comprendía y no lo podía comprender, aunque pensaba en ello todos los días y todas las noches… Él la sostenía por el talle, le hablaba con cariño y con modestia y se mostraba tan feliz paseándose por este apartamento suyo; pero ella no veía más que vulgaridad; estúpida, ingenua, intolerable vulgaridad, y el brazo de él que envolvía su cintura le parecía duro y frío como un aro. Y a cada instante ella sentíase dispuesta a huir, a prorrumpir en llanto, a arrojarse por la ventana. Andrey Andreich la llevó al cuarto de baño, tocó un grifo empotrado en la pared y de golpe corrió el agua.

—¿Qué te parece? —dijo, echándose a reír—. He mandado construir en la buhardilla un depósito para cien baldes, y ahora, como ves, siempre vamos a tener agua.

Recorrieron el patio exterior, luego salieron a la calle y llamaron a un coche. Espesas nubes de polvo volaban en el aire y parecía que iba a llover enseguida.

—¿No tienes frío? —preguntó Andrey Andreich, entrecerrando los ojos a causa del polvo.

Ella no respondió.

—Ayer, Sasha me reprochó que no hacía nada ¿recuerdas? —dijo él al cabo de un minuto—. Pues bien, él tiene razón. ¡Muchísima razón! Yo no hago nada ni puedo hacerlo. ¿Por qué será, querida? ¿Por qué me repugna la mera idea de que algún día me ponga una gorra con escarapela y vaya a ocupar un puesto? ¿Por qué me siento tan incómodo cuando veo a un abogado, a un profesor de latín o a un miembro del Ayuntamiento? ¡Oh, madrecita Rusia! ¡Oh, madrecita Rusia, a cuántos ociosos e inútiles sobrellevas, todavía! ¡A cuántos como yo soportas sobre tu lomo, sufrida Rusia!

Y así, generalizaba su ocio; veía en él un signo de la época.

—Cuando nos casemos, querida —continuó— iremos al campo para trabajar. Compraremos un pequeño terreno con jardín y con río, y vamos a trabajar y observar la vida… ¡Oh, qué bien estaremos allí!

Él se quitó el sombrero y el viento despeinó sus cabellos, mientras ella lo escuchaba, pensando: «Dios mío, ¿cuándo llegaremos a casa?». Casi ya cerca de la casa alcanzaron al padre de Andrey.

—¡Ahí va mi padre! —alegróse Andrey Andreich y agitó su sombrero—. Quiero a mi padre, no lo puedo negar —dijo, pagando al cochero—. Es un viejo simpático. Un viejo bueno.

Nadia entró en la casa indispuesta y malhumorada, pensando que toda la tarde debería atender a sus invitados, sonreír, escuchar el violín, oír majaderías y no hablar de otra cosa que no fuese la boda. Entró el padre de Andrey con su astuta sonrisa.

—Tengo el placer y el bendito consuelo de verla gozando de buena salud ―dijo a la abuela y resultaba difícil comprender si hablaba en broma o en serio.

IV

El viento golpeaba en las ventanas y en el techo; se oían silbidos y en la chimenea el duende casero, con voz quejumbrosa y melancólica, canturreaba una tonadilla. Eran las doce de la noche pasadas. Todos se habían acostado en la casa, pero nadie dormía y a Nadia le parecía que abajo alguien tocaba el violín. Se oyó un golpe fuerte, debía ser un postigo, arrancado por el viento. Un minuto después entró Nina Ivanovna, en camisón, con una vela.

—¿Oíste el golpe, Nadia? ¿Qué habrá sido? —preguntó.

La madre, con los cabellos atados en una trenza y con una tímida sonrisa, en esta noche tormentosa parecía mayor, más fea y más baja. Nadia recordó que no hacía mucho consideraba a su madre como a una mujer extraordinaria y escuchaba orgullosa las palabras que ella decía; pero ahora no podía recordar esas palabras y lo que acudía a su memoria era flojo, innecesario.

En la chimenea resonó el canto de varias voces bajas y hasta oyóse un «¡Aah, Dio-o-os mío!». Nadia se sentó en la cama y, de repente, asiendo con fuerza sus cabellos, rompió a llorar.

—¡Mamá, mamá querida —balbució—, si supieras todo lo que me pasa! ¡Te ruego que me dejes partir! ¡Te lo suplico!

—¿A dónde? —preguntó Nina Ivanovna, sin entender, y se sentó sobre la cama—. ¿Partir a dónde?

Nadia siguió llorando durante un rato sin poder pronunciar una sola palabra.

—¡Deja que me vaya! —dijo, por fin—. No debe haber boda ni la habrá, ¡compréndeme! No quiero a este hombre… Ni siquiera puedo hablar de él.

—No, querida, no —se puso a hablar rápidamente Nina Ivanovna, muy asustada—. Tranquilízate, esto te ocurre porque estás de mal humor. Pero va a pasar. Esto le ocurre a cualquiera. Seguramente has reñido con Andrey, pero ya se sabe: los que se aman, pelean.

—Bueno, mamá, vete. ¡Vete! —lloró Nadia con más fuerza aún.

—Sí —dijo Nina Ivanovna al cabo de un minuto—. No hace mucho eras una criatura, una niña, y ahora ya eres una novia. En la naturaleza se realiza una continua transformación. Ni te darás cuenta cuando tú misma te conviertas en madre y en una vieja y tengas una hija tan rebelde como la que tengo yo.

—Mi querida mamá, mi buena mamá: eres inteligente y también eres desgraciada —dijo Nadia—. Eres muy desgraciada… ¿Para qué, entonces, dices trivialidades? Dime, por Dios, ¿para qué?

Nina Ivanovna iba a decir algo, pero no pudo pronunciar ni una sola palabra y se retiró a su cuarto, sollozando. Las voces bajas volvieron a cantar en la chimenea. Nadia empezó a sentir miedo, saltó de la cama y se dirigió de prisa a la habitación de su madre. Ésta se hallaba tendida en la cama, con la cara llorosa; cubierta con una colcha celeste, sostenía en la mano un libro.

—¡Mamá, escúchame! —dijo Nadia—. Te ruego, piénsalo bien y compréndeme. Entiende hasta qué grado es vacía y humillante nuestra vida. Se me han abierto los ojos, ahora lo veo todo. ¿Qué es este Andrey Andreich? Ni siquiera es inteligente, mamá… ¡Dios mío! ¡Comprende, mamá, es un estúpido!

Nina Ivanovna se sentó con brusquedad.

—¡Tú y tu abuela me torturáis! —dijo, volviendo a llorar—. ¡Yo quiero vivir! ¡Vivir! —repitió, golpeando dos veces el pecho con su pequeño puño—. ¡Dadme libertad, pues! soy joven aún y tengo ganas de vivir, pero vosotras habéis hecho de mí una anciana…

Lloró con amargura, se recostó y se encogió bajo la colcha, pareciendo pequeña, lastimera y tontita. Nadia fue a su cuarto, se vistió y, sentada junto a la ventana, se puso a esperar el amanecer. Estuvo pensando toda la noche, mientras alguien golpeaba siempre en los postigos, silbando.

Por la mañana, la abuela se quejó de que durante la noche el viento había abatido todas las manzanas en el jardín y quebrado un viejo ciruelo. Comenzaba un día gris, opaco y desagradable, que hasta incitaba a encender la luz; todo el mundo se quejaba del frío, y la lluvia golpeaba en las ventanas. Después del té, Nadia entró en el cuarto de Sasha y, sin decir una palabra, se puso de rodillas en el rincón, junto a la butaca, cubriéndose la cara con las manos.

—¿Qué pasa? —preguntó Sasha.

—No puedo… —murmuró ella—. ¡No comprendo, no concibo cómo he podido vivir aquí antes! Desprecio a mi novio, me desprecio a mí misma, desprecio toda esta vida ociosa y sin sentido.

—Bueno, bueno… —observó Sasha, sin saber todavía de qué se trataba—. No es nada… Eso está bien.

—Estoy harta de esta vida —prosiguió Nadia—. No la soportaré ni un día más. Mañana mismo me iré de aquí. ¡Lléveme consigo, por amor de Dios!

Durante un minuto Sasha se quedó mirándola con sorpresa; al fin, comprendió y se alegró como un niño. Agitó los brazos y se puso a taconear como si bailara de alegría.

—¡Magnífico! —exclamaba, frotándose las manos—. ¡Dios, esto sí que es bueno!

Ella, en tanto, lo miraba sin pestañear, con sus grandes ojos enamorados, esperando, como hechizada, que Sasha no tardaría en decirle algo significativo, ilimitado en su importancia; él no le dijo nada todavía, pero ella veía ya abrirse ante sí algo nuevo y amplio, algo que ella no conocía antes y por eso lo miraba, llena de esperanza, dispuesta a todo, inclusive a morir.

—Mañana me voy —dijo Sasha, después de pensar— y usted dirá que quiere acompañarme hasta la estación… Sus cosas las meteré en mi baúl y le compraré el billete; después de la tercera campanada usted subirá al vagón y listo. Viajaremos juntos hasta Moscú y luego usted seguirá sola hasta Petersburgo. ¿Tiene usted el pasaporte?

—Tengo.

—Le juro que no se va usted a lamentar ni arrepentir —dijo Sasha, entusiasmado—. Irá usted a la capital, se dedicará al estudio y luego que la lleve el destino adonde quiera. Cuando le de vuelta a su vida, todo cambiará. Lo principal es dar vuelta a la vida, el resto no tiene importancia. Así que ¿mañana en camino?

—¡Oh, sí! ¡Por amor de Dios!

A Nadia le parecía que estaba muy emocionada, que un peso le oprimía el alma y que hasta el momento de partir habría que sufrir y debatirse en dolorosas meditaciones; empero, apenas, de vuelta en su cuarto, se recostó en la cama, se durmió enseguida y siguió durmiendo, con cara llorosa y con una sonrisa, hasta la noche.

V

Mandaron por un coche. Nadia, ya con el sombrero y el abrigo puestos, fue arriba para echar la última mirada a su madre y a todo lo suyo; en su cuarto se quedó un rato parada junto a la cama, todavía tibia, miró en derredor y luego pasó con sigilo a la habitación de su madre. Ésta dormía y el cuarto estaba silencioso. Nadia besó a su madre, le arregló los cabellos y permaneció cerca de ella unos dos minutos… Luego, sin prisa, volvió abajo.

Afuera caía una lluvia fuerte. El coche, todo mojado y con la capota levantada, esperaba junto al portón.

—No vas a caber, Nadia —dijo la abuela cuando el criado se puso a cargar las maletas—. ¡Y cómo se te ocurre ir a la estación con este tiempo! ¡Mejor te hubieras quedado en casa! ¡Mira cómo llueve!

Nadia quiso decir algo y no pudo. Ya Sasha le ayudó a subir al coche; ya le cubrió las piernas con una manta. Ya él mismo se sentó a su lado.

—¡Buen viaje! ¡Que Dios te bendiga! —gritaba la abuela desde el pórtico—. ¡Escríbenos, Sasha!

—Bueno. ¡Adiós, abuelita!

—¡Que te guarde la reina de los cielos!

—¡Qué tiempo! —dijo Sasha.

Sólo ahora Nadia empezó a llorar. Ahora vio con claridad que iba a partir sin falta, cosa que no creía del todo al despedirse de la abuela y al mirar a su madre. ¡Adiós, ciudad! Y de golpe recordó todo: a Andrey y a su padre, el nuevo apartamento y la desnuda dama con el jarrón; y todo ello ya no la atemorizaba ni la oprimía, sino que resultaba ingenuo y pequeño y se alejaba, retrocediendo más y más. Y cuando se instalaron en el vagón y el tren se puso en marcha, todo el pasado, tan grande y serio, se encogió, convirtiéndose en una bolita, en tanto se desplegaba un enorme y ancho futuro, que hasta ahora se hallaba apenas visible. La lluvia golpeaba en las ventanillas del vagón, por las cuales no se veía más que el verde campo y el raudo pasar de los postes telegráficos y de los pájaros posados sobre los alambres; de repente, la alegría le cortó la respiración: recordó que avanzaba hacia la libertad, que iba a estudiar y esto era igual a lo que antaño se llamaba «irse con los cosacos». Ella reía, lloraba y rezaba.

—¡No es na-ada! —decía Sasha, sonriendo—. ¡No es na-ada!

VI

Transcurrió el otoño y tras él el invierno. Nadia sentía ya una fuerte nostalgia y todos los días pensaba en su madre y en su abuela; también pensaba en Sasha. Las cartas que llegaban de la casa eran apacibles, bondadosas, y parecía que todo había sido ya perdonado y olvidado. En mayo, después de los exámenes, Nadia, sana y alegre, partió para su casa y por el camino se detuvo en Moscú para encontrarse con Sasha. Éste estaba igual que el verano pasado: barbudo, con los cabellos revueltos, llevaba la misma chaqueta y los pantalones de lona, y tenía los mismos ojos, grandes y bellos; pero su semblante era macilento, fatigado; parecía más viejo y más flaco y tosía a menudo. Sin saber por qué, Nadia pensó que él tenía también un aire gris, provinciano.

—¡Dios mío, Nadia está aquí! —dijo Sasha y se echó a reír con alegría—. ¡Mi palomita querida!

Quedaron sentados un rato en el taller de litografía, impregnado de humo de cigarrillos y de un fuerte, sofocante olor a tinta china y pinturas; luego fueron al cuarto de Sasha, sucio y con el mismo humo; en la mesa, junto al apagado
samovar
, había un plato roto con un papel oscuro, y sobre toda la mesa y en el suelo había gran cantidad de moscas muertas. Todo indicaba aquí que Sasha había edificado su vida personal en forma negligente, vivía de cualquier manera, con un absoluto desprecio hacia las comodidades, y si alguien le hablara de su dicha personal, de su vida o le confesara su amor, no comprendería nada y sólo se echaría a reír.

—Bueno, al final, todo ha resultado bien —contaba Nadia de prisa—. Mamá vino a verme a Petersburgo, en otoño; decía que la abuela no estaba enojada, pero que iba a menudo a mi cuarto y hacía la señal de la cruz.

Sasha la miraba con alegría, pero tosía a menudo y hablaba con voz quebrada; Nadia se fijaba en él, sin comprender si en efecto estaba seriamente enfermo o sólo le parecía así.

—Sasha, querido —le dijo—, está usted enfermo.

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