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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (85 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Tania también se vistió. Hasta que no se fijó en la expresión de su esposa, Kovrin no comprendió el peligro en que se hallaba. Se dio cuenta de lo que significaban el Monje Negro y sus conversaciones. Entonces se vio obligado a admitir con toda certeza de que se había vuelto loco.

Ambos, sin saber cómo, se dirigieron al salón; primero él, detrás ella. Allí encontraron a Igor Semionovich envuelto en su batín. Se había despertado al oír los sollozos de su hija.

—No te asustes, Andrei —dijo Tania, temblando como si tuviera fiebre—. No te asustes. Padre, ya se le pasará esto…, ya se le pasará.

Kovrin estaba tan nervioso que apenas podía hablar. Para despistar, procuró tratar aquel asunto en broma. En efecto, dirigiéndose a su suegro, intentó decirle:

—Felicíteme, mi querido suegro, pues ya ve que me he vuelto loco.

Pero sus labios sólo se movieron, sin poder emitir sonido alguno, y sonrió amargamente.

A las nueve de la mañana, Igor y su hija lo envolvieron en un abrigo, le cubrieron con una capa de pieles, y lo condujeron al médico. Este le puso en tratamiento.

VII

De nuevo llegó el verano. Siguiendo las órdenes del doctor, Kovrin regresó al campo. Recuperó la salud y no volvió a ver al Monje Negro. En el campo recuperó su fuerza física. Vivía con su suegro, bebía mucha leche, trabajaba sólo dos horas al día, y dejó de beber y fumar.

La tarde del 19 de junio, víspera de la fiesta más importante de la comarca, se celebró un servicio religioso en la casa. Cuando el sacerdote esparció el incienso, todo el vasto salón empezó a oler como una iglesia. Aquella atmósfera irritaba los pulmones de Kovrin, por lo que salió de la casa y se dirigió al jardín. Una vez allí, se puso a pasear arriba y abajo hasta que, cansado, se sentó en un banco. Al cabo de unos minutos, sintiéndose ya con fuerzas, se levantó y echó a caminar por el parque. Se dirigió a la orilla del riachuelo y estuvo contemplando el agua cristalina hasta que el piar melodioso de un ruiseñor le sacó de su abstracción. Se puso a caminar de nuevo, y llegó al pinar donde viera por primera vez al Monje Negro, pero ni los pinos ni las flores le reconocieron. Y es que, realmente, con aquellos cabellos al rape, su caminar cansino, su alterado rostro, tan pálido y arrugado, y aquel cuerpo pesado, era imposible que alguien lo hiciera.

Cruzó el arroyuelo y atravesó los campos que en ese entonces estaban cubiertos de centeno y ahora habían sido plantados de avena. El sol acababa de ponerse, y en el amplio horizonte brillaba como un horno al rojo vivo su inmensa aureola de oro.

Cuando regresó a la casa, cansado y aburrido, Tania e Igor Semionovich se hallaban sentados en los escalones de la entrada principal, tomando una taza de té. Estaban conversando, pero cuando divisaron a Kovrin se callaron, por lo que éste dedujo que habían estado hablando de él.

—Es la hora en que tomes tu leche —díjole Tania.

—No, aún no. Tómala tú, yo no tengo ganas.

Tania miró de reojo a su padre e insistió:

—Sabes perfectamente que la leche te hace bien.

—Sí, sobre todo si es en grandes cantidades —repuso Kovrin—. Te felicito, he ganado una libra de peso desde el último viernes. —Se apretó la cabeza entre las manos y continuó—: ¿Por qué, por qué me has curado? Bromuros, mezclas de hierbas sedativas, baños calientes, observándome constantemente: todo esto acabará por convertirme en un idiota. Has acabado por sacarme de mis casillas. Antes tenía delirios de grandeza, pero al menos era activo, trabajador, dinámico e incluso feliz… siempre estaba contento con mi felicidad. Pero ahora me he convertido en un ser racional, materializado, como el resto del mundo. ¡Me he convertido en una mediocridad, y estoy aburrido y cansado de esta vida! ¡Oh, cuan cruelmente…, cuan cruelmente me has tratado! Admito que antes tenía alucinaciones, ¿pero qué daño le hacía a nadie el que las tuviera? Te lo repito, ¿qué daño hacía?

—¡Sólo Dios sabe lo que quieres dar a entender! —intervino Igor Semionovich—. No vale la pena oírte hablar.

—Pues no necesita hacerlo.

La presencia de Igor Semionovich, sobre todo, irritaba ahora a Kovrin. Siempre le contestaba seca y agriamente a su padre político, incluso con rudeza, y no podía contener la rabia que le producía el mero hecho de que le mirase. Igor Semionovich estaba confuso, se consideraba culpable, pero sin saber qué daño le había podido causar a su yerno. Le parecía mentira que hubieran cambiado de tal forma aquellas excelentes relaciones que los unían. Tania también se había dado cuenta de ello. Cada día era más claro para ella que las relaciones entre su padre y su esposo iban de mal en peor; que su padre se había hecho más viejo y que Kovrin cada vez era más intratable y nervioso. Ya no cantaba ni reía como antes, apenas comía nada y no podía dormir por las noches.

—¡Cuan felices eran Buda, Mahoma y Shakespeare al tener la dicha de que sus médicos no tratasen de curar sus éxtasis, alucinaciones e inspiraciones! —se decía a sí mismo Kovrin—. Si Mahoma hubiese tomado bromuro de potasio para sus nervios, trabajado dos horas al día y sólo hubiese bebido leche, estoy seguro de que no habría dejado tras de su muerte absolutamente nada. Los médicos hacen todo lo que está en sus manos para convertir en idiotas a todos los hombres, y a este paso llegará el momento en que la mediocridad será considerada genialidad, y la Humanidad perecerá. ¡Si ahora pudiese tener sólo una idea, cuan feliz me consideraría!

Sintió una tremenda irritación al pensar en todo esto, y para evitar decir más cosas duras e hirientes, se levantó y entró en la casa. Era una noche de fuerte ventolera, y el aroma a tabaco procedente de las plantaciones penetraba por las ventanas de su habitación. Encendió un puro y ordenó a un criado que le trajera vino: quería recordar «los viejos tiempos»… Pero ahora el tabaco era agrio y detestable, y el vino ya no tenía aquel aroma de antaño. ¡Cuántas repercusiones tiene el salirse de la práctica cotidiana, el dejar de hacer lo que se ha hecho durante años y años! Bastaron unas chupadas al puro y dos sorbos de vino para que se sintiera mareado, y se vio obligado a tomar el bromuro de potasio.

Antes de acostarse, Tania le dijo:

—Escúchame con un poco de paciencia, querido Andrei: mi padre te quiere mucho, pero tú no haces más que enfadarte con él por la mínima tontería, y esto lo está matando. Contempla su rostro; se está haciendo viejo, pero no cada día, sino en cada hora que pasa. Te lo imploro, Andrei, por el amor de Cristo, en nombre de tu difunto padre, en nombre de la paz de mi espíritu: sé bondadoso con él.

—No puedo, y tampoco lo deseo.

—¿Pero por qué? —repuso Tania, temblando—. Explícame por qué.

—Porque no me cae en gracia; eso es todo —respondió Kovrin con indiferencia, encogiéndose de hombros—. Prefiero no hablar más de esto: es tu padre.

—No puedo comprenderlo, no puedo comprenderlo —repitió Tania, mientras se llevaba las manos a la cabeza y fijaba su mirada en el vacío—. Algo terrible, espantoso, ha tenido que ocurrir en esta casa. Tú mismo, Andrei, has cambiado; ya no eres el mismo de antes. Te molestas por cosas insignificantes de las que en otro tiempo no hubieras hecho caso. No, no te enfades…, no te enfades —díjole cariñosamente Tania, mientras le acariciaba los cabellos, asustada por las palabras que acababa de pronunciar—. Eres inteligente, bueno y noble. Estoy segura de que serás justo con mi padre. ¡El es tan bueno!

—No, no es bueno, sino que tiene buen humor —respondió Krovin—. Estos tíos de vaudeville —del tipo de tu padre—, de rostros bien alimentados y sonrientes, tienen su carácter especial, y en otra época acostumbraba a divertirme con ellos, ya fuese en las novelas, en el teatro o en la misma calle. Son egoístas hasta el tuétano de sus huesos. Lo más desagradable de ellos es su saciedad y ese optimismo estomacal, puro bovino, o porcino.

Tania se echó a llorar y recostó su cabeza en la almohada.

—¡Esto es una tortura! —Por el tono en que pronunció estas palabras se adivinaba que estaba desesperada y que le costaba trabajo hablar sin rodeos ni tapujos—. Desde el invierno pasado no he tenido un momento de tranquilidad. ¡Es terrible, Dios mío! No hago más que sufrir y padecer…

—¡Oh, sí, desde luego! Por lo visto yo soy Herodes y tú y tu papá, unos niños inocentes.

En aquel momento la cara de Kovrin le resultó repugnante y desagradable. La expresión de odio y furor era ajena a ella. Incluso observó que algo faltaba en su rostro: aunque a su esposo le habían cortado el cabello, no era aquello lo que le hacía parecer extraño. Tania sintió un deseo intenso de decir algo insultante, pero se contuvo, y, dominada por el terror, abandonó el dormitorio.

VIII

Kovrin consiguió una cátedra libre en la Universidad. El día de su primera lección como profesor fue fijado para el 2 de diciembre, y una nota a tal efecto fue colocada en el tablón de anuncios de los pasillos de la Universidad. Pero cuando llegó esta fecha, las autoridades académicas recibieron un telegrama en el que Kovrin les comunicaba que no podía cumplir con aquel compromiso debido a su enfermedad.

Empezó a escupir sangre de la garganta. Al principio fue eventual, de tarde en tarde, pero más adelante los escupitajos sanguinolentos se convirtieron en torrentes de sangre. Se sintió horriblemente débil, y cayó en un estado de somnolencia. Pero esta enfermedad no le asustó, pues sabía que su difunta madre había vivido con ella durante diez años. Los médicos, también, aseguraron que no había ningún peligro, y le aconsejaron que no se preocupara, que llevara una vida normal y que hablara poco.

Al llegar el mes de enero, tampoco pudo ocupar la cátedra por el mismo motivo, y en febrero ya era muy tarde, pues el curso estaba avanzado. Por consiguiente, todo fue pospuesto para el año próximo.

Ya no vivía con Tania, sino con otra mujer, mucho más vieja que él y que lo cuidaba como si fuera su hijo. Tenía un carácter pacífico y obediente, y por ello, cuando Bárbara Nicolayevna hizo los trámites necesarios para llevarlo a Crimea, Kovrin consintió en ir, a pesar de que sabía que el cambio de clima y lugar le haría daño.

Llegaron a Sevastopol un atardecer, y se quedaron allí para descansar, pensando marchar al día siguiente a Yalta. Ambos estaban agotados por el viaje. Bárbara tomó un poco de té y se fue a la cama. Pero Kovrin no se acostó. Una hora antes de tomar el tren había recibido una carta de Tania que no había leído, y pensar en ella le producía agitación. En el fondo de su corazón, él sabía que su matrimonio con Tania había sido un error. También aceptaba que había hecho bien en alejarse de ella, pero no podía dejar de admitir que el haberse ido a vivir con esta nueva mujer lo había convertido en un pelele entre sus manos, y se sintió vejado. Al contemplar la letra de Tania en el sobre, recordó lo injusto que había sido con ella y con su padre. Evocó aquella tarde en que, presa de un ataque de nervios, cogió todos los artículos de su suegro, los hizo añicos, los arrojó por la ventana, y contempló cómo el viento los arrastraba depositándolos en las hojas de los árboles y las flores del jardín; en cada página había creído ver unas pretensiones desmedidas, una manía de grandeza y un carácter frívolo. Esto le había producido tal impresión que se apresuró en escribirle una carta en la que confesaba su culpa. En cuanto a Tania, debía admitir que había arruinado su vida. Recordó que en cierta ocasión había sido terriblemente cruel con ella, al decirle que su padre había desempeñado el papel de casamentero, y le había insinuado que se casara con ella. Y que cuando Igor Semionovich se enteró de esto, penetró en su habitación, enfurecido como un toro salvaje, y tan enloquecido que después de echarle en cara que había pisoteado su honor, ya no pudo murmurar una sola palabra, como si le hubieran cortado la lengua. Tania, viendo a su padre en aquel estado, se puso a gritar como una loca, y cayó desvanecida al suelo. Sí, admitía que se había comportado como un ser monstruoso y repugnante.

Se dirigió al balcón, abrió la puerta y se sentó en la terraza. Desde el piso inferior de aquella posada llegaban gritos y algarabías; seguramente estaban festejando algo importante. Kovrin hizo un esfuerzo, abrió la carta de Tania y, tras regresar a la habitación, se dispuso a leerla.

«Mi padre acaba de morir. Por esto estoy en deuda contigo, ya que has sido tú quien le ha matado. Nuestras plantaciones están arruinadas; están administradas por extraños; lo que mi padre siempre temió ha sucedido. Esto también te lo debo a ti, ya que eres el culpable de todo. ¡Te odio con toda mi alma, y deseo que pronto te mueras! ¡Sólo Dios sabe cuánto estoy sufriendo! ¡Sólo Él sabe el dolor que me destroza el corazón! ¡Te maldigo con todas las fuerzas de mi alma! Creí que eras un hombre excepcional, un genio; por ello te amé, pero me demostraste que sólo eras un loco…».

Kovrin no pudo seguir leyendo; rompió la carta y tiró al suelo los pedazos. Se hallaba dominado por el agotamiento y la desesperación. Al otro lado del biombo dormía Bárbara Nikolayevna; podía oír su respiración. Aquella carta le había aterrorizado. Tania le maldecía, le deseaba que se muriese. Miró hacia la puerta, como temiendo que por ella entrara aquel poder desconocido que durante dos años había arruinado su vida y las de quienes le habían rodeado.

Por experiencia sabía que, cuando los nervios se desataban, lo mejor era refugiarse en un trabajo. De modo que cogió su cartera de mano y sacó una compilación que había pensado acabar durante su estancia en Crimea si se aburría con la inactividad. Se acomodó frente a la mesa y se puso a trabajar en aquella compilación, creyendo que sus nervios se calmaban, poco a poco. Luego pensó que para conseguir aquella cátedra de filosofía había debido estudiar durante quince años, llegado a los cuarenta, trabajado día y noche, padecido una grave enfermedad, sobrevivido a un matrimonio frustrado; había sido culpable de mil injurias y crueldades que le torturaba recordar. Sí, tenía que admitir todo esto. Había sufrido y había hecho sufrir sólo para ser una mediocridad. Sí, se dio cuenta de que era una mediocridad, y lo aceptó así, pensando que cada hombre debe estar satisfecho con lo que realmente es.

Pero había muchas cosas que no podía olvidar. Los trozos de la carta de Tania, esparcidos por el suelo, avivaron más aún su tortura psíquica. Se agachó y los recogió; lanzó aquellos fragmentos por la ventana. Se sintió dominado por el terror, y tuvo la extraña sensación de que en aquella posada no había ningún ser viviente excepto él… Se dirigió al balcón. Desde allí se divisaba la bahía, con sus aguas tranquilas y las luces de los barcos. Hacía calor y bochorno, y por un instante pensó lo agradable que sería bañarse en aquellas aguas.

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