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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (32 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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En el taller volvieron a resonar los presurosos pasos y el rumor del vestido. Eso significaba que ella se había ido. Olga Ivanova tenía deseos de gritar, de golpear al pintor en la cabeza con algún objeto pesado e irse, pero a través de las lágrimas no veía nada, estaba aplastada por la vergüenza y ya no se sentía Olga Ivanova sino un pequeño insecto.

—Estoy cansado… —dijo con voz lánguida el pintor, observando el boceto y sacudiendo la cabeza para vencer la modorra—. Es simpático, claro está, pero… hoy es un boceto, el año pasado un boceto y dentro de un mes habrá un boceto… ¿No le cansa? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría seriamente a la música o a otra cosa cualquiera. Al final, su vocación es la música y no la pintura. Pero qué cansado estoy, ¿sabe? Voy a decir que nos traigan té…

Riabovsky salió de la habitación y Olga Ivanova oyó ordenar algo a su criado. Para no despedirse, no entrar en explicaciones y, principalmente, no romper a llorar, ella, antes de que volviera el pintor, corrió al vestíbulo, se calzó las katiuskas y salió a la calle. Allí respiró con alivio, sintiéndose liberada para siempre de Riabovsky, de la pintura y de la agobiadora vergüenza que la abrumaba en el estudio. ¡Todo había terminado!

Fue a ver a la modista, luego a casa de un conocido que acababa de volver de un viaje, de allí a la casa de música y durante todo el tiempo pensaba en la carta, fría y seca, llena de dignidad, que escribiría a Riabovsky, y en el viaje a Crimea que ella realizaría en primavera o en verano, junto con Dimov, para liberarse allí definitivamente del pasado y comenzar una nueva vida.

Volvió a casa tarde, de noche, y, sin cambiarse de ropa, sentóse en la sala a escribir la carta. Riabovsky le había dicho que no era pintora y ella le escribía ahora, como venganza, que él pintaba siempre lo mismo, todos los años, y que decía siempre lo mismo, todos los días; que estaba estancado y que no daría ya más resultado que el que ya había dado. Tenía ganas de escribirle también que en muchos aspectos su obra se debía a la influencia de ella y que si él procedía mal era porque dicha influencia se hallaba paralizada por las ambiguas personas como aquella que se había escondido detrás del cuadro.

—¡Mamita! —llamó Dimov desde su gabinete, sin abrir la puerta—. ¡Mamita!

—¿Qué quieres?

—Acércate a la puerta, pero no entres. Escucha… Hace tres días me contagié de difteria en el hospital, y ahora… no me siento bien. Manda enseguida a buscar a Korostelev.

Olga Ivanova siempre llamaba a su marido, igual que a todos los hombres de su amistad, no por el nombre sino por el apellido; su nombre, Osip, no le gustaba, ya que le hacía recordar al criado de Jlestakov
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y un trabalenguas ruso. Pero ahora exclamó: ¡Osip, no puede ser!

—¡Manda buscarlo! No estoy bien… —dijo Dimov del otro lado de la puerta, y se le oyó acercarse al diván y acostarse—. ¡Manda por él! —resonó sordamente su voz.

«¿Qué será? —pensó Olga Ivanova, atemorizada—. ¡Eso debe ser peligroso!»

Sin ninguna necesidad, tomó una vela y fue al dormitorio; allí, pensando en lo que debía de hacer, se miró, sin querer, en el espejo. Con cara lívida y asustada, la chaqueta de hombreras altas, los volantes amarillos en el pecho y la falda de rayas insólitas, se encontró horrible y repugnante. Sintió de repente una dolorosa piedad por Dimov; por el infinito amor que le profesaba, por su joven vida y hasta por su huérfana cama en la que él hacía mucho tiempo que no dormía; recordó su acostumbrada sonrisa, mansa y resignada. Se puso a llorar con amargura y escribió una carta suplicante a Korostelev. Eran las dos de la madrugada.

VIII

Cuando por la mañana, después de las siete, Olga Ivanova, despeinada y fea, con la cabeza pesada a causa del insomnio, y con aire culpable, salió del dormitorio; cerca de ella pasó, dirigiéndose al vestíbulo, un señor de barba negra, por lo visto, un médico. Olía a medicamentos. En la puerta del gabinete estaba de pie Korostelev y con la mano derecha se atusaba el bigote izquierdo.

—Perdóneme, pero no la dejaré entrar —dijo sombríamente—. Podría contagiarse. Además, no vale la pena; está delirando.

—¿Es la difteria? —preguntó Olga Ivanova en un susurro.

—A aquellos que se meten en la cueva del lobo, en realidad, habría que demandarlos judicialmente —barbotó Korostelev sin contestar la pregunta—. ¿Sabe usted por qué se contagió? Él martes pasado estuvo succionándole a un niño, a través de un tubito, las secreciones diftéricas. ¿Para qué? Porque sí… ¡Qué tontería!…

—¿Es peligroso? ¿Muy peligroso? —preguntó Olga.

—Sí, dicen que se trata de una forma grave. Habría que mandar por Schrek…

Primero vino un hombrecillo pelirrojo, de nariz larga y con acento judío; luego un hombre alto, encorvado, de cabellos negros, parecido a un protodiácono; luego un joven grueso, de cara colorada, con lentes. Eran médicos que venían a hacer la guardia junto a su compañero. Korostelev, terminado su turno, no se iba, sino que se quedaba vagando por todas las habitaciones como una sombra. La criada servía té a los médicos y a menudo iba corriendo a la farmacia, de modo que no había nadie para limpiar las habitaciones. La casa estaba silenciosa y sombría.

Olga Ivanova permanecía sentada en su dormitorio pensando que éste era un castigo de Dios porque ella había engañado a su marido. Un ser taciturno, resignado e incomprensible, despersonalizado por su mansedumbre, falto de carácter y débil a causa de la excesiva bondad, sufría en silencio, sin quejas, allí en su diván.

Pero si este ser se hubiera quejado, aunque hubiese sido delirando, los médicos de guardia se hubiesen enterado de que la difteria no era la única culpable de lo sucedido. Hubieran podido también preguntárselo a Korostelev; él lo sabe todo y no en vano mira a la mujer de su amigo de un modo como si ella fuese la verdadera, la principal malhechora, mientras que la difteria no era más que su cómplice.

Ella ya no recordaba ni la noche de luna sobre el Volga, ni las declaraciones de amor, ni la poética vida en la aldea y sólo se daba cuenta de que por mero capricho, por simple travesura, se había ensuciado toda, de la cabeza a los pies, con algo pegajoso y repulsivo que jamás se podría lavar…

«¡Ah, qué horrible mentira! —pensó, al recordar el agitado amor que había tenido con Riabovsky—. ¡Maldito sea todo aquello!»

A las cuatro almorzó con Korostelev. Este no comió nada; sólo bebía vino tinto y fruncía el ceño, ella tampoco comió. Ora rezaba mentalmente haciendo promesa de volver a amar a Dimov y serle fiel, si él sanaba; ora se olvidaba por un momento y, al mirar a Korostelev, pensaba: «¿Cómo no se aburre uno de ser un hombre simple, en nada destacable, desconocido y, además, con cara demacrada y modales torpes?»

O bien le parecía que Dios iba a matarla en cualquier momento porque ella, temiendo el contagio, ni una sola vez había ido a ver al marido a su gabinete. En general, la embargaba un sentimiento de sorda congoja junto con la certidumbre de que su vida ya estaba deshecha y de que no había manera de reconstruirla…

Después del almuerzo sobrevino el crepúsculo. Al entrar en la sala Olga Ivanova vio a Korostelev dormido en el sofá, la cabeza apoyada sobre un cojín de seda, bordado en oro. «Kji-puá… —roncaba— kji-puá…».

Los médicos que venían a hacer guardia notaban ese desorden. El hecho de que una persona extraña durmiera en la sala, roncando; los bocetos en las paredes; la insólita disposición de los objetos y la negligencia en el vestir de la despeinada dueña de casa, todo ello no suscitaba ahora el menor interés. Por alguna razón, uno de los médicos sin querer, se echó a reír y su risa sonó en el aire tan extraña y tímida que daba miedo.

Cuando Olga Ivanova por segunda vez entró en la sala, Korostelev ya no dormía; estaba fumando sentado.

—Tiene la difteria de la cavidad nasal —dijo a media voz—. El corazón no funciona bien. En realidad, las cosas andan mal.

—¿Y si mandara por Schrek? —dijo Olga Ivanova.

—Ya estuvo aquí. Fue él quien notó que la difteria se le había pasado a la nariz.

—Pero ¿qué puede hacer Schrek? En realidad ¿qué es Schrek? Nada. Él es Schrek y yo soy Korostelev y eso es todo.

El tiempo pasaba con una lentitud terrible. Olga Ivanova, recostada vestida en la cama sin arreglar, dormitaba. Tenía la sensación de que toda la casa, desde el suelo hasta el techo, estaba ocupada por una enorme mole de hierro y que sólo bastaría sacar este hierro afuera para que todos sintieran alivio y alegría. Al despertarse, se dio cuenta de que eso no era hierro sino la enfermedad de Dimov.

«Naturaleza muerta, huerta… —pensó, volviendo a sumergirse en el sueño— puerta… tuerta… ¿Y entonces, Schrek? Schrek:, grek, vrek, krek. ¿Dónde están todos mis amigos? ¿Saben ellos que hay desgracia en nuestra casa? Señor, sálvanos… líbranos del mal Schrek, grek…».

Y otra vez el hierro… El tiempo era largo, pero el reloj en el piso de abajo daba la hora a menudo. A cada rato sonaba el timbre; llegaban los médicos… Con un vaso vacío sobre la bandeja, entró la criada y preguntó:

—Señora, ¿quiere que haga la cama?

Al no recibir respuesta, salió. Abajo, el reloj dio la hora, surgió la visión de una lluvia sobre el Volga, y de nuevo entró alguien en el dormitorio, al parecer, un extraño. Olga Ivanova se levantó de un salto y reconoció a Korostelev.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Cerca de las tres.

—¿Cómo sigue?

—¿Cómo quiere que siga? He venido a decirle… que se está muriendo…

El doctor dejó oír un sollozo, se sentó a su lado en la cama, y se secó las lágrimas con la manga. En el primer momento ella no entendió bien sus palabras, pero se quedó fría y se persignó lentamente.

—Se está muriendo… —repitió el médico con un hilo de voz y sollozó de nuevo—. Muere porque se ha sacrificado… ¡Qué pérdida para la ciencia! —dijo con amargura—. No se le puede comparar con ninguno de nosotros… Era un gran hombre… ¡Un hombre extraordinario! ¡Qué talento! ¡Cuántas esperanzas cifrábamos en él! —prosiguió Korostelev, torciéndose las manos—. Dios mío, llegaría a ser un sabio como ya no se encuentran hoy ni con un farol… ¡Dimov! ¿Qué has hecho, Dimov? ¡Ah, Dios mío!

Presa de la desesperación, Korostelev se cubrió la cara con las manos y meneó la cabeza.

—¡Y qué fuerza moral! —continuó, cada vez más enojado con alguien—. Un alma bondadosa, pura y amante; ¡no era un hombre sino un cristal! Sirvió a la ciencia y murió por la ciencia. Trabajó como un buey, día y noche; nadie tuvo piedad de él; el joven científico, futuro profesor, debió buscar más y más trabajo y hacer traducciones de noche para pagar estos… ¡infames trapos! Korostelev miró con odio a Olga Ivanova, asió la sábana con ambas manos y tiró de ella, iracundo, como si fuera la culpable.

—Él mismo no se tenía lástima ni los demás la tenían. ¡Ah!, en realidad, ¡para qué hablar!

—¡Sí, era un hombre excepcional! —dijo alguien en la sala con voz de bajo.

Olga Ivanova recordó toda su vida con él, desde el principio hasta el fin, con todos los detalles, y de golpe entendió que, en comparación con todas las personas que ella conocía, era un hombre extraordinario, excepcional, grande.

Y al recordar el trato que le dispensaban el difunto padre de ella y los colegas médicos comprendió que todos ellos vislumbraban en él una futura celebridad.

Las paredes, el cielo raso, la lámpara y la alfombra sobre el piso le guiñaron burlonamente, como si quisieran decir: «¡Lo dejaste pasar! ¡Lo dejaste pasar!»

Sin poder contener el llanto, ella salió corriendo del dormitorio, atravesó la sala delante de un hombre desconocido y se precipitó al gabinete de su marido.

Este yacía, inmóvil, en el diván turco, cubierto con la frazada hasta la cintura. Su rostro, terriblemente demacrado y enflaquecido, tenía ese color amarillo grisáceo que nunca tienen las personas vivas; y sólo por la frente, por las negras cejas y por la conocida sonrisa se podía reconocer que era Dimov. Olga Ivanova le palpó rápidamente el pecho, la frente y las manos.

El pecho estaba tibio aún, pero en la frente y en las manos se percibía ya, un frío desagradable. Y los ojos semiabiertos no miraban a Olga Ivanova sino a la manta.

—¡Dimov! —llamó ella en voz alta—. ¡Dimov!

Quería explicarle que se trataba de un error; que no todo estaba perdido aún; que la vida podría ser aún bella y feliz; que él era un hombre excepcional, extraordinario y grande y que ella estaba dispuesta a venerarlo, rezar ante él y experimentar un miedo sagrado durante toda su vida…

—¡Dimov! —volvía a llamarlo, sacudiéndole el hombro y resistiéndose a creer que él jamás despertaría—. ¡Dimov! ¡Pero Dimov!

Mientras tanto, en el vestíbulo, Korostelev decía a la criada:

—No tiene nada que preguntar. Vaya a la iglesia averigüe en la casita del sereno dónde viven las mujeres del asilo. Ellas lavarán el cuerpo, lo vestirán y harán todo lo que haga falta.

Cirugía

Estamos en un hospital del zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y unos usados pantalones de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

—Ah… Mis respetos —bosteza el practicante—. ¿Qué le trae por aquí?

—Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich… Tengo necesidad de sus servicios… Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas». El otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse… Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte… ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! He pecado, no observé la ley… Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado mi vida en la pereza… ¡Por mis pecados, Serguei Kuzínich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas». Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?

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